Pasíon mexicana

Ruta por los aromas y sabores norteños (y 4)

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Indias tarahumara en el hotel de Creel

Última etapa de un viaje mítico por el norte de México. En esta entrega final llegamos a las tierras de los indios tarahumaras para, en una travesía por la Sierra Madre con el Chepe, llegar al Pacífico y disfrutar la alegría y la generosa hospitalidad de Sinaloa. Indígenas, paisajes dramáticos, un tren legendario, alcohol, risas, resacas marineras y gastronomía desatada pueblan este trayecto terminal, duro pero inolvidable, por los aromas y sabores más apasionados de un México que ya jamás podremos olvidar.

Escuchar «Camelia la texana», de Los Tigres Del Norte

La botella de sotol con la que os dejaba en el artículo anterior nos llevó raudos y felices, a través de las desoladas tierras tarahumaras, hacia Creel, donde nos aguardaba el acogedor The Lodge at Creel, hotelito de montaña con ensoñadoras cabañas de madera, chimenea, cama envolvente y promesa de territorios nuevos e ignorados. Creel es un pintoresco pueblito lleno de tiendas de arte indígena, aire limpio y turistas con clase… Creel es también la entrada a los dominios tarahumara (en realidad el nombre “tarahumara” es una convención de los “blancos”, que con esta denominación agrupan a indios de multitud de tribus que se juntaron tras la diáspora producida por… la invasión de Cortés). Como es lógico, aquellos indígenas huyeron del plomo español y buscaron el lugar más inaccesible para evitar una colonización esculpida en sangre y fuego… Las geografías tarahumara son, pues, las remotas montañas, los cañones imposibles, los acantilados vertiginosos. Y Creel es la puerta de entrada a ese mundo silencioso, grandioso, abrumador de precipicios y altivo de cumbres, de una belleza colosal, misteriosa y telúrica…

Celebramos esa noche de fronteras e ilusiones, entre las policromadas indias tarahumara y sus brillantes artesanías, con quesadillas de maíz morado y potente carne de res en el frío noble del jardín del hotel.

 

 

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Un lago irreal

 

Vacas lacustres en Araeko

La primera parada rumbo a los grandes cañones de Divisadero es en el irreal lago Araeko, un espejismo bajo el sol en mitad de lo salvaje, lleno de piedras prehistóricas, pinos apretados y tranquilas vacas bañándose en las aguas miméticas… Los niños tarahumara nos observan con curiosidad…

El gran espectáculo de la Barranca del Cobre

Dicen que en San Luis hay un agujero en la tierra –el Sótano de las Golondrinas- de 100 metros de diámetro y 500 de profundidad, a cuyo borde sólo algunos se atreven a acercarse reptando… Dicen que esa sima inescrutable arrastra a quienes osan desafiarla…

Aquí, en Divisadero, en la Barranca del Cobre, la locura es la “piedra volada”, una roca de no más de un metro de largo que se encuentra mágica y mareantemente equilibrada en un saliente de la Barranca, flotando con precario apoyo sobre un vacío de 150 metros… Este año, amigos, ya han muerto tres personas, precipitadas a las profundidades abruptas, por intentar “volar” sobre las infinitas cumbres tarahumara. Los indios observan con indiferencia lejana a los incautos turistas que se atreven a “montar” la piedra mortal…

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La “piedra volada”, en equilibrio sobre el abismo

Pero no hace falta cabalgar esa roca maldita para sentir la grandiosidad de este paisaje que puede rivalizar con el Gran Cañón del Colorado. Montañas y montañas, cortados y precipicios hasta donde llega la mirada… Ahí, en esos recovecos de la tierra, es donde habitan, en pobres chabolas disimuladas en la aridez polvorienta del terreno baldío, los tarahumara, que son capaces de subir desde la base de los acantilados hasta aquí donde estamos, en Divisadero, en sólo dos horas, cuando un escalador experto tardaría más de seis. Los tarahumara no caminan ni corren, sino que se mueven con pasos cortos y nerviosos; son famosos por ganar la mayoría de las carreras de cross que se celebran en América…

Nosotros nos conformamos con un vertiginoso viaje en telecabina, hasta la montaña de en frente, colgados a 500 metros sobre las profundidades… Algunos, pocos, optan –entre ellos Mariana- por una excursión en tirolina; pero esto amigos, es sólo para “metaleros”: el recorrido, de una hora, te hace volar literalmente por encima de los cañones, con alturas espeluznantes y sólo una cuerda para evitar la caída…

El hotel Divisadero, en donde nos estamos quedando, no podía sustraerse a esa atracción por el riesgo. Está colgado de una de las barrancas en una cercanía tal al borde que, si en los años 70 del XX (cuando se construyó) podría parecer “pintoresco”, hoy da auténtico pavor. Resulta emocionante, no obstante, gastar toda una tarde de cervezas y risas junto al vacío, sentados en unas piedras resbalosas y en pendiente hacia la nada…

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Justo detrás de las chicas, el vacío.

La cena, tras las horas morosas, nos pine las pilas con un menú de quesos regionales, chiles toreados (jalapeños o serranos salteados en aceite y tocados con zumo de limón), crema fría de manzana, crema caliente de chile poblano, machaca, rajas de chile con queso, puerco con chile… No debería extrañar a nadie que, tras ese feroz recorrido por los infinitos senderos sápidos del chile, acabásemos en la terraza de la habitación de Alberto, rodeados de una negrura sin fin, compartiendo y acabando con nuestra querida Mariana un Navazos La Bota de Manzanilla 22, salinidad y alegría, conversaciones y carcajadas, noche y noche y noche…

En realidad, celebramos que a la mañana siguiente traspasaremos la última frontera que nos queda para llegar al Pacífico…

El “Chepe”, un tren de leyenda

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Desayuno en la estación de Divisadero

Tren Chihuahua al Pacífico. “Chepe”. Su construcción se demoró 90 años, amigos. Una línea ferroviaria de intenso dramatismo paisajístico, tocando alturas de casi 3.000 metros, barrancos, ríos, cumbres, puentes audaces… Probablemente, uno de los atractivos «desconocidos» más recomendables del norte de México… Y una experiencia muy especial para el viajero apasionado. Y nosotros vamos llenos de pasión. Ya en la estación de Divisadero, repleta de tenderetes con comidas humeantes –nos ponemos a gusto de gorditas con papas y puerco y tamales-, se vive una sensación de aventura difícilmente comparable con nada. Maletas y sacos, indias y niños, artesanía, calor y humo. Vida, colegas.

En ese “decorado” de “western” suena de repente el silbato del tren, que aparece, metálico, brillante, lleno de color, por la curva de las cerradas montañas… Lo abordamos con una alegría desmesurada que nos lleva, ya de entrada, a conseguirnos unas cervezas heladas y presurosas en el vagón-bar…

El traqueteo no cesa, ni las cervezas. Federico Oldenburg se encuentra con una parte de su familia desconocida en el vagón-restaurante. Nadie da crédito. Ha sido gracias a Patricia. Le han ido a pedir unos autógrafos y al conocer el nombre de quienes los solicitaban –Oldenburg- ha advertido a Federico. Ciertamente, parece ser que sí, que hay parentesco… Y corren una vez más las cervezas bajo la risa discreta de Patricia y el alborozo descarado de todo el grupo.

Luego, antes de llegar a El Fuerte, compartiremos todos una hamburguesa entre las goteras del aire acondicionado…

El Fuerte: entramos en Sinaloa

Deliciosa y cálida ciudad fundada en el siglo XVI, tal como llegamos, caminando entre oníricas y exquisitamente conservadas casas coloniales reventando de buganvillas, visitamos su famoso fuerte para, a continuación, abandonarnos a un paseo por su zócalo, tomar unos sorbetes artesanos, hechos al momento con hielo picado, y buscar –sin éxito- una bodega para pillar algo de alcohol.

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Ceviche de lobina con aguacate

Cenamos en la Casa de Gobierno las especialidades de la zona: langostinos de río (acamayas), ceviches de lobina (potente pescado de río) con aguacate y de mojarra, burritos de machaca y uno de los “hits” sinaloenses, los “vampiros” (tortilla tostada con carne y queso).

La noche promete tras este festival y más al ver que el hotel en que nos alojamos –La Posada del Hidalgo- es una muy lúdica recreación de la hacienda del Zorro, tiene piscina y… bar abierto junto a ella.

Ya podéis imaginar que ejercimos de sherpas de la noche dentro y fuera del agua…

Una conversación en Los Mochis

Los Mochis no sólo tiene un umbroso y cuidado jardín botánico, sino también un restaurante llamado España. Allí desayunamos pastel de hacha (el músculo de la vieira) y croqueta de machaca, y también tuve ocasión, junto con Sacha, de hablar con una joven cocinera, estudiante todavía en la Escuela de Hostelería de Sinaloa, mientras nos hacíamos un cigarrito. Curiosamente en esta escuela –y así, me temo, debe ser en la gran mayoría de las escuelas del mundo- no se estudia cocina española –“nada de nada”-, sino francesa e italiana y sólo francesa e italiana. Pienso que alguien debería tomar buena nota de ello y trabajar desde la base para enderezar este “anacronismo”, que perpetúa el “ancient regime” y olvida “el presente”…

Brilla el sol en los Campos Leyson

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El equipo de Campos Leyson cuidando los ostiones

Una de las empresas agrícolas ejemplares de México, los Campos Leyson. Sostenibilidad ambiental y sostenibilidad humana. Aquí los jornaleros viven en casitas perfectamente acondicionadas, los chamaquitos están todos escolarizados… El buen rollito es global, y se siente también en el gran festival gastronómico que han preparado. Y llega el Gobernador en helicóptero, y los camareros y chefs –todos de escuela, con un altísimo nivel profesional- sonríen, y ninguna timidez puede sustraerse a los ostiones, a los callos con chile serrano, a los frijoles con cerdo, a las sutiles quesadillas de marlín, a la elegantísima sopa de berenjena y chile con piñones, a la provocativa hamburguesa de berenjena, a la etérea sopa de aleta de atún, al pastel de tres leches (que me recordó inevitablemente al que comimos Yanet y yo en Tenerife hace unos meses)… Fue ahí donde vimos esa fuente de papachas… vacía, ¿no es cierto, Estanis? Y bueno…

Paseando con indolencia por Culiacán

Apabullante, llena de color, calurosa, abigarrada, trepidante… Culiacán es una ciudad donde la vida ha conquistado el asfalto y las aceras. Las gentes vienen y van, comiendo y charlando, riendo y bailando… Una ciudad llena de “esprit” que sorprende al viajero más viajado. El mercado Garmendia, auténtico corazón urbano, las viejas casonas nobles, las precisas orquestas de jazz en directo y los ciudadanos danzando, la simpatía irradiando por doquier…

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Culiacán es una fiesta

Cenamos en el restaurante Quinmart, que está a reventar. Disfrutamos el pozole (sopa de maíz explotado con col y cerdo, rábano y lechuga), receta de origen prehispánico que se preparaba con carne de perro y, a veces, con carne humana –de ahí que hoy se emule con el cerdo, lo más parecido en sabor a nosotros-, un fantástico mole de pollo, unos tacos sudados de morcilla… Afuera, en la fiebre de la noche de Culiacán, un grupo de chavos con dos guitarras eléctricas y una batería rompía la noche con versiones distorsionadas de los Beatles, y nosotros nos volvimos locos…

Mazatlán, mar de Cortés

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Será por camarones…

Es el Pacífico, hermanos. Y estamos en una de las localidades más turísticas de esta parte de México. Un pequeño grupo –ahí están Federico, Alberto y Sacha- nos apuntamos a la isla Piedra, un pequeño paseo en barca desde el muelle de pescadores, atestado de pelícanos hambrientos en busca de restos de pescado, hasta esta islita donde se encuentra la lonja. Resulta vivificante la singladura, que nos lleva a estas horas tempranas a descansar la resaca en una playa desierta donde comemos esos mangos pequeñitos, como uvas, que nos regala Guillermo…

Un masaje en Quelite

La hora del desayuno nos pilla ya despejados gracias al madrugón que nos hemos pegado y a la brisa marinera que nos ha refrescado. Hemos llegado a El Quelite, discreto pueblo turístico donde nos pondremos hasta los topes en su restaurante Los Laureanos. Comida, música en vivo, danzas rituales prehispánicas… La mañana estalla. Pero el día va a ser largo y yo, que al final, por iteración de errores, algo he aprendido, prefiero atravesar la calle y abandonarme a los masajes callejeros que realizan un grupo de chicas discapacitadas –sordas, ciegas- con una gran sensibilidad… Suenan los estridentes metales en Los Laureanos pero yo me fundo en unas manos delicadas y una sonrisa silenciosa y lenitiva…

La última comida, la última cena…

Nos desviamos, camino a la comida, para visitar Los Osuna, una factoría artesana que elabora el delicioso destilado de ágave azul (tequila sin la DO, para entendernos), otro de los orgullos sinaolenses. Su sabor natural y melancólico nos adormece mientras un cantante otoñal canta en mitad del jardín el “Tiburón, tiburón” en una liturgia de inexplicable pintoresquismo…

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Antes de degustar el destilado de ágave azul

No tardamos, sin embargo, en llegar al Cuchupetas, restaurante especializado en mariscos y pescados famoso en Mazatlán por la generosidad y calidad de sus raciones. El propio Cuchupetas (palabra que significa “bebedor recalcitrante”), el propietario, aguarda en la puerta. El sol violento nos arroja al interior, fresco y con el inconfundible aroma a brasa. Tomamos aguachile y un montón de tacos de camarón y marlín antes de atacar las joyas de la casa, el róbalo y el dorado, que se presentan en enormes piezas enteras y que abordamos sin disimulo entre el tintinear de las cheves. Gran comida ese día en el Cuchupetas, por Dios…

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Dorado a la plancha

Aunque nada que ver con la cena. La gran cena final, en la lujosa Casa García, un palacete con frondoso jardín transfigurado con un atrevido diseño lumínico, fue la última locura gastronómica de un viaje de descubrimiento que nos cambió a todos la vida de alguna manera.

Inmensos camarones delicadamente hervidos, de carne firme y mórbida; rico paté de camarón con totopos; teatral lechón entero al horno de refinadísima cocción; exóticos “pajaritos” (peces aguja que toman forma de ave cuando, previamente deshidratados, se fríen hasta convertirlos en un manjar extrañamente crujiente); tacos de machaca de camarón… El Pacífico mexicano en todo su esplendor… Y en eso llegó Salvador con su mezcal de Oaxaca, y con su vino de mango (frutal recuerdo al vino de hielo en versión tropical), y las flores empezaron a volar, y las risas a resonar, y la noche a aletear…

Ya de vuelta al hotel, junto a la playa, en medio de una enloquecida fiesta surfera, sentí que aquello no era un final sino un principio.

Poque sentí que México ya estará para siempre más dentro de mí…