Rte. Arrop. Valencia. Abril 2011
Acudo de la mano de PM, que es/Moral/es, como introductor de embajadores comedores, es decir, de personas como yo con ese gastronómada y diplomático afán de recorrer el mundo culinario y reconocer a sus protagonistas. Inesperada y grata iniciación en este restaurante, sólo intuida en la lejanía y la distancia de reportajes y entrevistas de las revistas. Llego allí pues, cocido en el caldo corto de mi ignorancia, en blanco de conocimientos pero ávido, curioso, predispuesto a saberlo todo, a comerlo todo, todo y no dejar nada, nada sin husmear. Convencido de que para conocerlo a él y su cocina sólo hay una manera principal de principio: probar su comida. Ahí es donde está la verdad última del cocinero.
Ricard no nos sale al encuentro con una palomita de anisette Ricard que haga honor a su nombre ni a las costumbres aperitivas gabachas. No hay lugar a guiños humorísticos en el recibimiento. No es para menos pues nos encontramos ante las murallas del s. XIII de los antiguos sótanos y mazmorras, supongo, del Palacio del Marqués de Caro, en el meollo del Valencia histórico. Donde él vive a veinte pasos, donde él, ella, ellos, la Camada va por el segundo, hacen su vida. Por donde paseamos y me lleva en volandas de su convivir para mostrarme su mundo diario, los alrededores de sus cocinas, la de casa y la del resta, su organización privada/íntima y pública/general, ambas bajo control personal y familiar, sin imposiciones externas. Para alargarnos al mastodóntico Mercado Central de Abastos donde acude a menudo a proveerse a manos llenas. Parco en palabras, generoso en el muestrario. Conciliado con el entorno, contento, más que reír, sonríe mientras parece estar haciendo lo que quiere, su voluntad, extrañamente seguro de sí a pesar de su juventud. Sabe donde está su norte y se dirige hacía el sin premuras, sin confundir el tocino con la velocidad.
Visitando la ciudad, para mí tan desconocida como el restaurante, Valencia y Arrop presentan semejanzas a mis virgenes ojos: calles por mirar, platos por comer; antiguas construcciones y nuevas edificaciones, recetas de siempre y técnicas de ahora; modernos materiales y formas, nuevas maneras y productos; distinta ordenación y trazado de lo antiguo, diferente interpretación de lo tradicional. Nada nuevo bajo el sol. En ello consiste la historia, así lo interpreta la decoración modernista del antiguo establecimiento, negro en el cristal, grises en las paredes, tierra en las murallas. Con ello te das de bruces al entrar en Arrop, confortado por la fácil compatibilización armoniosa de tal confrontación.
Ese confort ambiental inicial acompaña al comensal hasta el final, pues la camaradería de la camarería implantada por Camarena evita cualquier estridencia o artificio, las tracas y el ruido quedan en el exterior para fiestas y fallas, aquí se rehuye el fallo, impera la serenidad y el temple, el estilo serio y directo, coherente y equilibrado que también caracteriza su cocina y la carta de su restaurante. Un menú del que es plenamente responsable y culpable, vuela sólo, ya lo dije antes, sin injerencias, consciente hasta el extremo de sus excelencias y defectos o carencias que, sin duda, son escasísimas. Esto que digo puede parecer una perogrullada pero ¡cuidado!, no lo es, en todas partes he visto a cocineros incapaces de conocer y autocriticar sus propios guisos, inconscientes de que la olla se les ha ido o tan pagados de sí mismos que la vanidad les impide ver sus errores/horrores. Una oferta que da respuesta a moros y cristianos, a quienes buscan las recetas de siempre y el producto y a quienes, como yo, además anhelan algo más, buscones de la creatividad y la evolución. Juega así sobre seguro, todo cliente encuentra aquí su acomodo y su rincón de placer.
A nosotros nos elige y propone a su antojo un menú en la línea de lo que llamo Cocina Recreación, largo y ancho, puesto al día, plagado de platos de una gran maestría, de enorme mérito en su concepción y en su ejecución, en la línea de los actuales grandes maestros españoles e internacionales, digno de la élite pero sin disparar a la luna ni brindar al sol. Un menú de continuidad y ritmo, sin comienzos caprichosos ni parones sin sentido. Un todo fluido, corriente continua, desde los snaks a los petit fours, sin imitaciones, sin repeticiones de gustos culinarios de la historia de otros cocineros, ni casi de sí mismo. Alejado de lo común, lo ordinario o lo monótono, sin tonterías fuera de tono ni alharacas, sin montar ningún show, sin echar mano de lo superfluo ni erigir escenarios teatrales.
Características y rasgos fetiches de su cocina, constantes en su cocinación, son: la picardía o uso de picantes y adyacentes, sin abusar pero sin cejar en el empeño. Coincido plenamente con él, no soy objetivo, soy amante fiel de lo picoso. Comedidamente utilizados son otro recurso a la sempiterna y esencial sal para levantar y realzar el gusto, lo gustoso, de productos y recetas. El camarada Camarena lo borda ya sea con cayenas, guindillas, pimientas, mostazas, ajos o jengibres.
Los frutos secos son su segunda querencia. El mediterráneo cercano así se lo exige y él responde con generosidad y puntualidad; a veces, de ésto no soy tan fan como de aquéllo, mea culpa, con pelín de exceso.
Las cremas o purés esenciales y sustanciosos, que sustituyen como base o medio de ligazón de sus platos a los caldos o fondos tan de moda hoy día como técnica en la alta cocina y que él también utiliza, me parecen otra de sus definiciones y aciertos. Con ellas aparecen los sabores que luego, al ser comidas y desaparecer, aún permanecen en boca, porque ese sabor no aparenta otro y como tal se percibe.
El “sin” es, por último, su pecado capital: brandada de bacalao sin bacalao, colmenillas a la crema sin crema; arroz de caracoles sin caracoles o de vaca sin vaca. Afición peligrosa que al unirse a la cochura de sus personalísimos arroces que cocina “como no les gusta a los valencianos”, no sé si algún día dará con sus huesos, de mazmorra en mazmorra, en la de Sin-Sin. Sin embargo, personalmente, a mi estos arroces sin tropezones pero con sus esencias, me gustan más.
Así, de ahí, de su bagaje, de su inteligencia y su imaginación salen enormes platos para el recuerdo gastró: “guisantes y alcachofas estofados en jugo de sepia”; “Calamar en tinta, puerros ecológicos, cilantro y lima” y “Cochinillo con endivia y bechamel de guindillas en vinagre”. Y su inmortal “arroz de vaca vieja” ya citado, mantecado con la grasa amarillenta del lomo, filtrada y afinada.
Todo esto sin decir ni mú, de tapado, afanoso y cauto, un cocinero que gusta de su condición y la acepta como tal, en su sitio, con orgullo y dureza ante lo que esta vida le exige. Sin queja, vital y viril. A paso de buey sin la urgente e imperiosa necesidad de crear de continuo. Dejándose a la natural evolución, transigiendo, transformando, recreando y recreándose. Porque cocinar es optar por la cocina. Por una cocina concreta, singular, por un cocinar especifico tras elegir entre opciones aplicando la razón culinaria propia y conforme con las cualidades y la “buena mano” innata de cada uno. Sólo así se convierte uno en un cocinero inédito. Ricard lo es, con discreción e integridad. Picantoso, poco ruido pero muchas nueces.