Se da por hecho en el abogado, en el médico, el notario o el cura. La información que manejan en su trabajo no puede –o no debe– ser revelada, salvo en contadas excepciones o por mandato judicial. Entre los oficios sujetos a esa cláusula de confidencialidad bien podría estar el de camarero. No deja de ser un puesto de confianza, testigo privilegiado de conversaciones y escenas que, en manos equivocadas, podrían resultar comprometedoras.
Cuántas de las cosas que susurramos a la mesa nos harían ruborizarnos si se dijeran en voz alta. Se nos olvida que, mientras sirve el vino o retira los platos, llegan al oído del camarero secretos inconfesables, datos que valen oro o comentarios afilados como cuchillos. Un buen profesional de la sala sabe hacer como que no ha oído nada y debería resistir la tentación de hacer comentarios, ni siquiera con sus compañeros.
Ese deber de discreción se hace más evidente cuando el cliente otorga al camarero el papel de confesor. Acodado en la barra, se desahoga contándole sus miserias laborales, sus líos amorosos o sus cuitas familiares. Esa labor casi terapéutica no figura en la nómina, pero traicionar la confianza depositada en él sería una bajeza que va más allá de lo laboral.
A veces, bandeja en mano, el trabajador es testigo involuntario de situaciones embarazosas: una pareja de amantes que busca refugio en una mesa discreta, una discusión acalorada, alguien que rompe a llorar o se levanta de la mesa ofendido. Lo más prudente en esos casos es guardar silencio.
De alguna manera, el camarero es guardián accidental de la intimidad ajena. Su valor como profesional no se mide solo por la destreza con la coctelera o el lito, sino por el tacto con el que maneja lo que ve y lo que oye. En un mundo donde todo se graba, se comparte y se comenta, su discreción transmite una elegancia casi anacrónica.
Tal vez no esté obligado por un código deontológico, pero la hostelería no es un oficio sin ética. El bar o el restaurante deberían ser espacios seguros. Al fin y al cabo, nuestro camarero de confianza probablemente sabe más de nosotros que el médico, el abogado o el cura.