Deben cumplirse treinta y siete o treinta y ocho años desde la primera amanecida que pasé rondando aquellos pequeños bares de Morella en los que se comerciaba, a escondidas y con desconfianza, la trufa negra del Maestrazgo. Acompañaba a un comprador que me dejó en la esquina de la barra de un pequeño bar, con la mirada baja y un café con leche en la mano. Volví tres años después, ya con buenas referencias, y alargué la mañana con un recolector que me puso al día de la trufa y el mercado que la rodeaba.
Entonces, la trufa era silvestre o no era. Los restaurantes de lujo de Madrid se las hacían traer de Morella o directamente de Francia, como muchas otras cosas. Se contrabandeaba mucho; trufas, foie-gras, los destilados de prestigio -cognac, armagnac, calvados, pera williams…-, champagne o grandes vinos de Burdeos. Había tiendas en Hendaya que se encargaban de que la compra llegara a tu puerta sin pasar por aduana. Hubo mucho mugalari gastronómico.
Todo era diferente. Se discutía si la trufa era o no un hongo y la referencia era el Perigord, aunque sus bosques estaban tan esquilmados que la producción, cifrada en 1800 toneladas a principios del siglo XX, había pasado a 200… en toda Francia.
Era frecuente que las trufas se comieran enteras. Me estrené con una truffe en croûtre en Les Crayères, el restaurante del hotel Boyer de Reims. La envolvían en una masa de hojaldre antes de hornearla. La masa se formaba protegiendo la trufa del calor y llegada a la mesa, se apartaba el hojaldre y se comía; la temperatura multiplicaba los aromas y el sabor. Poco después, Rosa Grau me enseñó el mismo juego, sustituyendo el hojaldre por láminas de tocino, como hacía en Florián, su restaurante de Barcelona. La introducía en horno suave y cuando el tocino transparentaba, lo retiraba y mandaba la trufa, tibia y engrasada, a la mesa.
En los 90 visité los primeros cultivos truferos en Huesca. Nos acompañaba un técnico de la Diputación Provincial dedicado a la investigación del cultivo. Hablamos mucho de lo que se sabía entonces -quedaban grandes lagunas- de los ciclos de la trufa, la naturaleza del producto, los tiempos y sobre todo la búsqueda de caminos para aprovechar las piezas que no habían madurado. Se hablaba de aceites con trufa de verdad, salsas y otras historias.
Para entonces, Arotz, propiedad de Ebro Agrícola, hoy Ebro Foods, era ya la principal comercializadora de trufas de España. Empezaron vendiendo los boletus de sus descomunales pinares de Soria y dieron el salto a la trufa negra de invierno (Tuber melanosporum, claro), cultivada por ellos. También empezaban a vender las plantas contaminadas con el micelio de la trufa. Hace tiempo que no sigo el tema, pero algunos datos aseguraban que llegó a producir el 10 % de la trufa que se consume en Europa.
Visité también los primeros cultivos de trufa en Navarra, en la zona de Estella, conocí a productores y asistí a la transformación de España en el primer productor de trufa del mundo. No sé si seguirá siéndolo; tampoco me quita el sueño.
Con ellos aprendí algunas cosas. Me enseñaron a diferenciar la textura de una trufa fresca de otra congelada, siempre triste y compungida, elástica y como desmigándose. También la madura de la inmadura. Ya había trufa verde en el mercado, aunque no era tanta. Cuando llegaba el pedido de trufas de un restaurante y se abría la caja, el perfume inundaba el local. Las pocas veces que lo he vivido en los últimos años, no hubo ni inundación ni perfume. Cada día llega más trufa verde a las mesas de los restaurantes. Casi diría que domina el mercado; cada día se come menos trufa madura.
Aquellos primeros productores me explicaron los ciclos de la trufa, lo que año tras año se iba sabiendo sobre ella y los grandes misterios que entonces quedaban por resolver. Los cultivos que sin previo aviso y sin saber por qué dejaba de producir, a veces durante varios años, la importancia de alguna lluvia a mitad del verano o la necesidad de llegar a la parte cruda del invierno para que la trufa alcance su momento. Me lo enseñaron también algunas asociaciones de productores que venían con su stand a Madrid Fusión, a veces sin trufa. La buena temporada, la que ofrece los productos de calidad, se había retrasado. Madrid Fusión se celebraba a finales de enero, algunas veces en la primera semana de febrero, equivalentes al final del mes de julio o el comienzo de agosto en el invierno austral.
Han pasado muchos años, pero hay algo que nunca olvido. Los viejos truferos del Maestrazgo coincidían con los cultivadores que conocí en Huesca y Navarra en hacer gala de dos cosas: vergüenza y honestidad. Siempre el mejor producto posible.
La buena trufa sigue llegando a los restaurantes, aunque cada vez sea menos. La trufa verde se impone en las mesas y las cocinas. Era la norma en los ocho restaurantes que me la sirvieron en mi último recorrido por Santiago. Una trufa verde puede ser una anomalía, ocho servidas en otros tantos comedores definen una realidad. Lo contaba en mi columna anterior, El país de la trufa verde, que ha provocado la reacción de algunos truficultores locales. Me han llamado de todo menos bonito (llegan tarde, es lo acostumbrado), hasta crearon cuentas -0 post, 0 seguidores, 0 cuentas seguidas- para dar fuerza a su respuesta.
Entiendo que les haya dolido. Sus clientes empezaron a hacerse preguntas. La principal: ¿por qué pagar más de mil dólares por un kilo de algo que ni huele ni sabe a lo que debería? La consecuencia es que han perdido presencia en algunos restaurantes y eso les preocupa: la alta cocina sustenta la imagen de su negocio. Como es habitual, arremeten contra el mensajero, en lugar de plantearse cambiar el rumbo de la historia. Siempre duele que se haga público lo que prefieres ocultar.
Los truficultores chilenos, representados por su Asociación Gremial, tienen razón en una cosa. No sé nada del cultivo de la trufa ¿Por qué debería saber? No elegí ser agricultor; mi trabajo es otro. Tampoco sé nada del cultivo del tomate, la escarola o la judía verde. Sin embargo, conozco sus temporadas naturales y cuando debo encontrarlos en las mejores condiciones. Mi ignorancia sobre su cultivo no me impide diferenciar un tomate verde de otro maduro, o uno con sabor de otro insípido. Tampoco he rajado la panza de la hembra del esturión, aunque puedo diferenciar sus huevas por el punto de sal, la textura o el tamaño del grano, o identificar la falta de consistencia del grano pasado de fecha.
Lo demás sobra. La condescendencia del trufero importado de Graus, los precarios epítetos del cocinero econazi, eterna víctima de sí mismo… Nada de eso cambia la realidad: están vendiendo trufa inmadura a precio de trufa de calidad. Lo contrario significaría reconocer que la trufa chilena no tiene la calidad que pretende, y eso no sería justo. En un tiempo en el que el mercado adopta la cocina del postureo como referencia vital, un buen número de productores han tomado el camino fácil. El mercado quiere lujo y exclusividad y ellos se lo dan; la calidad queda en segundo plano. Son buenos negociantes. De lo otro, de lo que me enseñaron los viejos truferos, queda el recuerdo.