El país de la trufa verde

La memoria del sabor

La comida está siendo entretenida. Dos mesas más allá hay tres amigas de las que gustan compartir alegrías, inquietudes y aventuras con el resto del comedor; antes muertas que discretas. Se hacen escuchar y ayudan a que el ambiente bordee el esperpento. Lo suyo es frívolo, aburrido y superficial, pero no hay manera de escapar. Recibo retazos de lo suyo y los olvido un segundo después, hasta que escucho que una de ellas dice “esta trufa no me sabe a nada” y reoriento la antena: “no tiene aroma”, insiste. Acaban de laminar una trufa negra sobre los platos de las tres, como he visto hacer en otras mesas, y parece que el asunto no funciona.

 

La trufa tarda poco en acercarse a mi mesa. Me sirven unos tallarines con erizos y el jefe de sala sigue al camarero -aquí le dicen garzón; también prefieren restaurant- armado con un rallador y la caja de las trufas. Pongo la mano sobre el plato y rechazo la oportunidad. No se trata solo de los comentarios de mis vecinas. Estoy en La Calma, el calendario marca el 23 de junio, hace dos días que arrancó el invierno austral y la temporada natural de la trufa negra (Tuber melanosporum) ni siquiera debería ser una realidad. En todo caso, es temporada de trufa verde; le faltan meses para madurar.

 

Pude comprobarlo la noche antes, en Boragó, en la enésima presentación del cordero al palo -me fatiga y empieza a estragarme ese plato, con la carne requetengrasada-, que esta vez llega con una pella de puré de hojas de higuera rematada con dos láminas de trufa negra. Es la primera que me sirven y me he quedado como estaba: con el vacío llenando la boca. Si se cumplen los ritmos naturales, estas trufas empezarán a estar maduras en la segunda quincena de agosto, llegada la parte final del invierno. No debería aparecer en el restaurante que vivió, hasta las últimas consecuencias, su compromiso con la recuperación y puesta en valor de la diversidad de la despensa chilena. Ojalá que la impostura de la trufa verde sea una anécdota en lugar de un síntoma.

 

La de Boragó fue la segunda comida del viaje, el día de mi llegada, y me he instalado en La Calma a mediodía siguiente. Siento un escalofrío cuando lo pienso: tengo seis días más por delante y si la trufa -o todavía peor, el aceite aromatizado artificialmente- se repite en cada parada, viviré una nueva edición de la plaga bíblica del nuevo rico culinario. Por suerte, el recorrido me lleva por algunas cocinas cuerdas y habrá momentos de descanso.

 

Santiago vive una epidemia de trufa. Parece que estoy en España; ejercen de nuevos conversos. En un tiempo en el que el público, y el cocinero, comen y cocinan para aparentar, la trufa ejerce de maná: llueve sobre los platos y las mesas. El país es productor desde 2009, cuando se puso en marcha el primer cultivo experimental, y ya están en quince toneladas al año. La industria prospera empujada por la tontería -España y el mercado USA son sus principales clientes- y la circunstancia de crecer a temporada cambiada. En el hemisferio sur se extrae en pleno verano boreal, cuando los comedores con pretensiones del norte viven en síndrome de abstinencia e Instagram -bueno, también algún periodista- celebra hasta los peores remedos veraniegos, como si fueran un brote de la tierra prometida. El papanatas de confianza siempre tiene una trufa que glorificar.

 

Me intereso por las tarifas y el escalofrío se me instala en el espinazo. Precio directo a restaurante: 700.000 pesos más el 19 % de IVA, que vienen a ser 833.000 pesos chilenos. 1035,68 dólares por un kilo de trufa verde. ¿Cuánto cobrarán cuando esté madura? Me mareo.

 

La trufa llegó al sur de América para quedarse. Las quince toneladas de Chile en la campaña del 22 se verán empequeñecidas cuando pase septiembre: la Asociación Gremial de Truficultores habla de un 45 % de crecimiento solo en este principio de temporada. Se cultiva sobre todo en Maule, Ñuble y La Araucanía. En algunos huertos se hacen pruebas con trufa de verano (Tuber aestivum) y trufa bianchetto (Tuber borchii. Se anuncia el apocalipsis de la cocina zombi.

 

Los cultivos también prosperan en Argentina, alrededor de Espartillar, al sur de Buenos Aires (allí empezó en el año 2011). Lo contaba Leandro Vesco en 7Caníbales: el precio para el mercado interior superaba el año pasado los 2000 pavos, que se quedaban en 1250 para el cliente internacional. El pueblo celebra ya su fiesta de la trufa, coincidiendo prácticamente con el comienzo de la temporada; este año fue el 18 de junio.

 

La trufa es ante todo aroma; característico, profundo y envolvente, hasta poder ser cargante, y la trufa madura lo exhibe en su plenitud. Es lo que la diferencia de la trufa verde. Al cocinero de referencia le bastaría cortarla y acercarla a la nariz para saber que no debería llegar al plato, a no ser que la regales. Es un insulto a la inteligencia, y una falta de respeto que se alarga hasta el cliente que paga la factura y el propio producto que pretendes promover o del que te propones presumir. Ninguno de esos restaurantes serviría un vino elaborado con uvas cosechadas dos meses antes de la maduración. Con la trufa las reglas cambian: explotemos la ignorancia.

 

Chile es un país de contrastes y los restaurantes son uno de sus escaparates. Precios de infarto en un país que convierte la brecha en abismo social y traslada sus deudas hasta pasada la puerta del comedor. Los bosques del sur son ricos en trufas -cultivadas, claro, la trufa silvestre es una entelequia aquí y en cualquier lugar- y mucho más en setas. La colmenilla (Morchella)abunda y es de gran calidad, como la seta de pino y hongos que pueden parecerse a los boletos, aunque a veces no lo son. Veo a una de las estrellas importadas por la televisión gastronómica confundir un níscalo, que también abunda y es de calidad, con un Boletus pinicola. Hace tiempo que lo suyo dejó de ser cocinar. Las cosas cambian llegados al restaurante. Las setas silvestres se cambian por portobello, shiitake o el hongo ostra, o se mezclan con ellos: unos proporcionan sabor y los otros engordan el plato al tiempo que lo vulgarizan. Todo vale cuando el comensal solo se fija en las fotos.

 

El lujo vende y faltaba el caviar. Chile se ha incorporado a la nómina de los países productores. El milagro se hizo posible cuando la extinción del esturión salvaje llevó a la prohibición absoluta de su explotación comercial. Desde entonces -escribo de memoria, pero deben haber pasado ya treinta años de aquello-, todo el caviar que se produce en el mundo es de piscifactoría. Las diferencias están en la variedad de esturión seleccionada y el control del proceso. Me lo sirven coronando una ostra en una barra que dice no utilizarlo nunca -es raro, porque lo tienen a mano; no se compra lo que no se vende-, pero que hoy toca. Como siempre, ejerce de sucedáneo de la sal: el sazonador más estrambótico, caro y estúpido de la historia. Lo más llamativo es la ínfima calidad del producto. Unos días antes, un colega me anunciaba orgulloso el logro, y cuando doy con él se me caen los palos del sombrajo. ¡Plop! Grano pequeño e insípido. Es como de mentirijillas: el caviar de la Señorita Pepis.

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