Todavía en Lima, antes de volar hacia Arequipa, me recomiendan Clandestino. “Tienes que ir”, me dicen, “es lo más interesante de Arequipa”. Siento curiosidad. La posibilidad de encontrar un joven cambiando el ritmo de las cocinas al sur de la cordillera más allá de la realidad incuestionable de las picanterías, es motivo de ilusión; por ahora una quimera. Cumplo obediente en la segunda noche de mi estancia. Los almuerzos son para las picanterías y la primera noche queda para el trabajo de Erick Díaz en Chicha; una mirada refinada al recetario arequipeño: cocina de la tierra vestida con los ropajes actuales. Es cita fija y uno va siendo cada año un poco más víctima de sus costumbres. La de Erick es una manera de expresar la cocina más tradicional de esta tierra, desarrollada y perfilada en los últimos dos o tres siglos, crecida con el paso del mestizaje por las cocinas burguesas.
Edú Senarque, otro joven cocinero local al que sigo desde hace años, ofrece cocina criolla en Callejón Ugarte, el restaurante que gestiona para unos inversores que se lanzaron a la gastronomía sin saber nada del negocio. Es una propuesta tirando a extraña en una tierra dominada por el criollismo local de la cocina picantera. La suya y la de Erick son formas diferentes de entender una cocina que se puede contemplar desde perspectivas muy dispares, rural la primera y republicana la otra, o local y nacional (entendiendo nacional como sinónimo de capitalidad; Lima por encima de todo). Son antiguas las dos, y ancestrales a su manera. Su origen y su recorrido se alarga generaciones atrás, por mucho que se acostumbre aplicar la ancestralidad a historias más remotas, como las que me anuncian directa e indirectamente en el comedor de Clandestino.
Ni es un restaurante al uso y tampoco responde al nombre; no es un restaurante escondido. Abre en la calle Santa Catalina, a diez metros de la Plaza de Armas y la carta se ilustra con grafismos preincaicos que encabezan cuatro apartados que distinguen con títulos poderosos -Entorno, Legado, Herencia, Raíz- y unos subtítulos con más pretensiones que significado: “un viaje por el tuétano de la cocina en bocados sutiles”, “un viaje con historia contundente al alma…”. Un rótulo iluminado en la subida hacía el comedor deja claro que estamos ante una cocina de autor, sea lo que sea que signifique. La grafía de la carta avala el discurso de la responsable del servicio que, concepto por medio, habla del trabajo de investigación en la despensa ancestral que distingue al restaurante.
A solas con la carta, el discurso se complica. La ancestralidad de la propuesta se cimenta en parte sobre los referentes de la despensa originaria -tubérculos, maíz, tumbo, o quinua; prefiere el anglicismo, quinoa, a la castellanización de la voz quechua, kinua-, en parte con productos sobrevenidos a partir del XVI, como la trucha, el mastuerzo, el queso o la chancaca -imposible hasta la caña- y en otra parte los descubrimientos del pasado fin de semana: yogur griego, shiitake, portobello, hongo ostra…
Cada plato se construye a partir de dos o tres de esos elementos y el resultado es tan confuso, chocante y contradictorio que la referencia a la ancestralidad deja de importar. Hay un menú degustación, pero un proverbial presentimiento me dice que mejor en otro momento. El aperitivo reúne el shiitake y el yogur griego en un falso cebiche. No miente: los ingredientes no coinciden con los de ninguna versión del cebiche. Empieza a ser urgente revisar la nomenclatura de algunos platos jóvenes; un arroz con marisco no debería llamarse el no bife de chorizo, aunque lo sea.
Luego hay un tartar de trucha curada con tumbo y maracuyá que consigue no saber a ninguno de los tres elementos, un batán para que el comensal se trabaje un plato y un cordero sobre una base de quinua endulzada con jarabe de chicha. Me lo presentan como el fruto del dialecto del fuego, un diálogo entre el cocinero y el fuego. Les faltó tiempo para entenderse. La precaria iluminación del espacio, los olores de la cocina trasladados al comedor a través de la escalera, el descomunal feísmo de platos construidos sobre estructuras pétreas, la innecesaria repetición de elementos en una carta que no pasa de dieciocho platos, o la confusión en los sabores y las texturas pesan más que la ambigüedad de los enunciados. A cambio controla el precio.
Las dos mesas de turistas que me acompañan están encantadas: ancestralidad, exotismo y factura controlada. Puede que sea yo el equivocado y esta cocina no deba cambiar. Pienso en el papel del turismo en la construcción, definición o recomposición de las cocinas. ¿Hay que cambiar lo que parece funcionar? ¿Porque yo lo diga? ¿Puede estar el rumbo de una cocina en manos de un cliente que nos visita una vez en su vida? Sea un turista o un cliente más o menos enterado, como yo. Lima, Bogotá, Ciudad de México, Quito, son ejemplos de que la influencia del turista, o mejor, la no intervención del turista, condiciona el crecimiento.
Lo vivido con Clandestino me sucedió años antes con Paul Perea y su restaurante, Salamanto. Durante un tiempo, al acabar cada visita a Arequipa, ya esperando la salida del vuelo -debía tener un sistema de rastreo satelital- me escribía recriminándome por no haber visitado su restaurante, donde, dicho por él, se ofrecía la única cocina que merecía la pena conocer en la ciudad.
Una noche, acabada una sesión del Hay Festival, decidí tragarme los prejuicios y reservé mesa para uno en su restaurante. Estaba lleno, fundamentalmente de turistas, pedí el menú degustación -soy de los que cuando toman malas decisiones hacen lo que está en su mano por empeorarlas- y me enfrenté a un espectáculo singular. Hacía muchos años que no veía una conexión tan íntima entre la falta de ideas y las carencias técnicas. Probé cada plato, pagué y pedí saludar al cocinero. Nos sentamos en la calle, en una mesa sin testigos junto a la entrada del local y traté de explicarle lo que había encontrado. Me interrumpió antes de quince segundos: “estás equivocado”, me dijo, “tengo el restaurante lleno, están encantados y firman el libro de visitas”. Intenté explicarle que lo mismo sucedía en comedores en los que ni él ni yo nos atreveríamos a sentarnos, pero fue inútil.
No fue una noche gloriosa, y tampoco es fácil olvidarla, pero tenía razón: me gustara o no su cocina, fuera coherente o no, el negocio funcionaba. Con el tiempo, Paul Perea se trasladó a un edificio señorial del centro y ahora a un mirador en Cayma. No marcará una época y tampoco lo incluyo en mi ruta arequipeña, pero parece ser un negocio rentable, que al final es de lo que se trata. Mientras tanto sigo buscando esa generación joven que dé el contrapunto joven, refrescante, divertido o no, al trabajo de mis amigas picanteras.