“Es buenísimo, dile que siga”. José Carlos Capel se acercó a decírmelo cuando la intervención de Santi Santamaría superaba la hora de duración. Estábamos en la parte izquierda del escenario, a espaldas de Santamaría, y me daba indicaciones para que le animara a seguir más allá del horario fijado. Su ponencia había empezado después de la de Charlie Trotter, a eso de las 11.40, y debía acabar a la 1. Era el 19 de enero de 2007, última jornada de la quinta edición de Madrid Fusión y las ponencias principales duraban entonces hora y media. Había cosas que contar y ganas de aprender. A los cocineros se les daba el tiempo necesario para que hicieran lo suyo: cocinar y mostrar sus avances. Sin vídeos ni charlas motivacionales para estudiantes de hostelería.
Santi estaba encendido y dominaba el escenario. Seguí la indicación de José Carlos y cuando se detuvo para respirar tapé el micrófono con la mano y le dije al oído “sigue el tiempo que quieras”. Hubiera podido decirle “los tienes entregados” pero no era momento de historias. Y siguió. No mucho más, pero dejó en modo espera a los cocineros de Valladolid que se encargaban del catering.
Aquel día Santi lo tenía claro. Fue a lo suyo con un discurso marcadamente provocador, a veces encendido, a veces reflexivo, en el que alternó agresividad y paternalismo. Dejó muestras de su cultura y también de la tristeza que le acompañaba. No faltaron duros reproches a alguno de los presentes. Entre ellos Abraham García -había sido citado para recoger un reconocimiento de la Comunidad de Madrid, en un congreso al que solo fue convocado en 2003, como telonero de la primera edición- por el uso de la trufa en la cena que le sirvió la noche anterior. Antes, en declaraciones hechas a algunos medios, reprochó a Juan Mari Arzak por su incomprensión hacia él, y acusó a otros colegas de haberlo dejado dejado solo en su particular travesía del desierto.
Fiel a su historia, y también a su ego, Santamaría levantaba las banderas del producto y la pureza, haciendo oír la voz del penúltimo resistente en un congreso que se celebraba bajo el lema La vuelta al mundo en 1001 productos. Era la primera vez que aceptaba la invitación de intervenir en Madrid Fusión, y anunció que no habría una segunda oportunidad. Lo recogía María Moreno en la crónica distribuida por la Agencia Efe y publicada en El Mundo. No es cierto que fuera vetado después, como alguno ha escrito.
Me correspondía presentarlo -hasta que nos cambiaron por un dúo de actores cómicos, Juan Manuel Bellver y yo ejercíamos como presentadores- y hacía tiempo que no veía su trabajo. Una semana antes me citó en Sant Celoni, donde compartimos una tarde y una cena. Hablamos de su intervención, me explicó por dónde iba a ir, las ideas que quería defender, que mientras hablaba tendría a sus tres jefes de cocina cocinando en el escenario, y luego sus jefes de sala servirían una mesa, vinos incluidos, y entendí que no importaban los detalles: la polémica estaba asegurada.
Han pasado dieciséis años y prefiero recoger fragmentos publicados en dos periódicos. La mayoría aparecen en una crónica sin firma publicada en ABC: “La verdad de la cocina es cocinar, cocinar y cocinar” afirmó. “No creo en la cocina científica ni en la intelectualización del hecho culinario. No me importa saber lo que le ocurre a un huevo cuando lo frío, sólo quiero que esté bueno”, declaró, al tiempo que admitía que “el vacío es una tecnología magnífica para los productos que requieren cocciones prolongadas” y remarcaba la necesidad de volver la vista atrás ante tanto progreso… No negaba la disidencia -“la diversidad de tendencias es una riqueza extraordinaria. Todo cabe mientras sea honesto, riguroso y salga del corazón”- pero recriminó a sus compañeros de profesión que en más de una ocasión no hayan querido “hacerse la foto” con él… Hizo examen de conciencia y llevó la autocrítica hasta el límite al declarar: “Somos una pandilla de farsantes que trabajamos por dinero para dar de comer a ricos y snobs”.
“Nuestra cocina toma forma en el restaurante, por eso hemos de buscar la perfección no sólo en los fogones, sino también en todos los aspectos que intervienen: sala, vinos, etcétera para lograr el placer total, que es lo que debemos ofrecer al comensal que paga”. Arremetió contra la cocina en crudo explicando que “en Europa nunca hemos comido crudo. Lo crudo es ajeno a la cultura culinaria europea. Necesitamos fuego, que además es un símbolo. Eso no quiere decir que cuando viajo a Japón no disfrute comiendo crudo”.
“Los recursos naturales se están acabando. Admiro a quienes buscan formulas alternativas de alimentación, pero ese no es mi cometido. La obsesión por la seguridad alimentaria conlleva una pérdida de calidad en la materia prima que yo no puedo admitir”.
De lo publicado por El Mundo, rescato un párrafo: “Definió la cocina como una pasión ‘artesanal y humilde’, donde la única verdad que cuenta es el producto de la tierra, que sale de los fogones al plato, de ahí a la boca del cliente y luego se defeca, porque «sin una buena defecación no hay una gran cocina».
La alta cocina vivía años complicados. Ferran Adrià había conseguido el reconocimiento general para la cocina que practicaba desde hacía quince años en El Bulli. En 2003, Le Monde le había dedicado la portada de su suplemento dominical, consagrando el reinado de lo que llamó “Nueva cocina española”, y recién cambiado el siglo, Joël Robuchon, titular de Jamin, considerado hasta entonces el mejor restaurante del mundo, le había transferido públicamente la primacía. La cocina vanguardista, innovadora y de investigación que proponían los Adriá encontraba el reconocimiento en Francia y se multiplicaba en cualquier lugar, mientras Santi Santamaría, intentaba resistir y hacer valer una propuesta para la que exigía atención.
Eran cocinas diferentes, con cosas buenas y no tan buenas, en condiciones de convivir, pero buscó el choque directo. Unos años antes de su presentación, había impulsado una asociación, agrupación o movimiento -no recuerdo el nombre y me patinan las fechas; espero que haya constancia en el libro sobre Santamaría que prepara Miquel Bonet– con un grupo de profesionales que defendían una alta cocina más vinculada al producto, la memoria y de alguna manera a formas más clásicas, entre los que aparecía Martín Berasategui. La iniciativa nació en estado agónico y fue abandonada por sus principales valedores cuando Santamaría acusó a Adrià y los suyos de utilizar en sus cocinas productos dañinos para la salud, desatando en media Europa una cruzada contra la cocina española y los discípulos de Adrià que se desarrolló en Italia de forma particularmente cruenta. Cinco años después, en mayo de 2008, Martín Berasatequi, Juan Mari Arzak y alguno más boicoteaban la reunión de Relaix & Chateaux en Alcalá de Guadaira para evitar la foto junto a Santamaría.
La ponencia de Santamaría fue saludada por los casi mil asistentes al congreso puestos en pie y un aplauso cerrado que, dicen las crónicas, duró unos dos minutos. Fue la ovación más intensa y prolongada que he escuchado en un congreso gastronómico. También fue una oportunidad perdida para escenificar la paz. Es posible que hubiese bastado un abrazo entre Santi y Juan Mari Arzak, sentado en la primera fila. Ninguno de los dos quiso dar el paso. Luego llegó el almuerzo y los conciliábulos en la sala vip. Los sanedrines se activaron y dos horas después de la ovación, antes de empezar la ponencia de Heston Blumenthal, los reproches habían ocupado el lugar de los aplausos.