El local de Ángel es pequeño y no está precisamente bien situado. Espera la llegada del cliente a la vuelta de la esquina de una segunda planta, en una especie de galería comercial, casi monopolizada por pequeños restaurantes, levantada al aire libre sobre una combinación de plazuelas, entre la clínica San Felipe y el Colegio Peruano Japonés, en el distrito limeño de Jesús María.
Hay que estar entre los avisados para saber de su existencia. A mediodía se maneja con empleados de la zona, imagino que de la planta baja, repleta de sucursales bancarias y alguna pequeña empresa, que se quedan en el menú del día, a la vista en la pizarra junto a la puerta; nadie más pide hoy la carta. La historia cambia por la noche cuando una colonia joven ocupa el comedor, buscando la otra cocina y sobre todo, me dice Ángel, su oferta de pizzas veganas.
El restaurante se llama El Chino Vegano, seguramente porque al muchacho le dicen chino; cosas de las facciones norteñas, ojos rasgados y puede que algo de sangre migrante más reciente que la de los antecesores chimú. En Perú, a las cocinas chinas les decimos chifas; nada que ver con la que propone el negocio. Acabada la pandemia, que le tuvo como miembro de la legión que la sobrellevó vendiendo hamburguesas desde casa, Ángel decidió abrir su propio restaurante, dedicado a la cocina que le gusta. El resultado es un espacio joven, construido con control de medios, desenfadado, descaradamente diferente, en un distrito de clases medias lindero con San Isidro. Me queda a desmano, pero si estuviera más cerca de casa lo frecuentaría.
Ángel es un emprendedor acostumbrado a hinchar pecho y tirar por donde intuye, aunque signifiquen renuncias y algunas lagunas que, lo quiera o no, está obligado a cubrir. Se tituló en una escuela local, hizo un par de prácticas breves y aprendió el resto por su cuenta y lo que vio en la cevichería familiar. Más que nada, tutoriales de youtube, muchas redes y algún libro.
Le falta viajar; las referencias de la actual cocina vegana hay que buscarlas fuera, no están en Lima. El resultado me parece interesante, aunque repetitivo: hongos en todos los platos. Variados, pero hongos al fin y al cabo.
Están en una buena papa rellena, sustituyendo la convencional farsa de carne, en el cebiche de concha negra, también con hongos en lugar del molusco y una leche de tigre construida a partir de un caldo de algas que aporta la nota brava y marina, jugo obtenido al hidratar hongos (la parte terrosa del manglar donde se cría la concha negra), limón, ají y una chalaca de cebolla; solo falta la textura de la concha. Funciona el ‘ají sin gallina’ (más setas en lugar de la carne); es mono, sin más (me gustaría que tuviera más carácter), el ramen -otra vez el agua de hidratar los hongos, caldo de verduras, brotes, surtido de hongos, holantao (tirabeque), trozos de ginseng y un fideo más bien desangelado- y brilla con unas alitas de ‘no pollo’ (hot wings) con una mayonesa de tofu y almendras (una suerte de queso fresco) y kétchup. Son setas ostra, empanadas con una cobertura fina y crujiente y perfectamente fritas. El resto lo hace el shichimi togarashi espolvoreado sobre la fritura. Si no fuera por la forma y la textura diría que son alitas. Las papas fritas que las acompañan funcionan… hasta que el calor se acumula en el envoltorio del papel encerado que las rodea y las humedece. Los recipientes cerrados y los materiales compactos no son buenos compañeros en el camino de los fritos hacia la mesa.
Volvería por esas ‘no alitas’ -se comen como si fueran canchita, o palomitas- y me quedo con las ganas de la pizza. El resto funciona, aunque acabo saturado de hongo cultivado -champiñón, enoki, shiitake, hongo ostra, oreja…-, pensando en algunos detalles de lo que acabo de ver. No creo que Ángel lo haya considerado en algún momento, pero en El Chino Vegano veo un reflejo del estado de la cocina peruana.
Por lo pronto, de un modelo trasnochado, que condena la gestión de negocios definidos por cartas eternas -casi para toda la vida, impresas en soportes rígidos que encarecen y complican el cambio- e interminables. La de El Chino Vegano tiene 44 platos, diez postres, siete pìzzas y dos panes con ajo. Excesivo para una cocina en la que veo tres personas trabajando y un comedor con ocho mesas. El modelo multiplica las mermas en materia prima y castiga los resultados del restaurante, especialmente cuando cambian las temporadas y la escasez de algunos productos encarece los platos.
Las setas son el hilo conductor de la cocina de Ángel. El hecho de que sean cultivadas no abarata costes en un país en el que el precio del champiñón no lo sitúa precisamente entre los ingredientes de la cocina popular y, cultivado o no, su precio y el de otros hongos fluctúa considerablemente. La cotización sube cuando el abastecimiento se resiente y la falta de alternativas, unida a las ataduras de una carta inamovible, secuestran la caja de El Chino Vegano.
No importa donde estés: Lima, Bogotá, Quito, La Paz o Ciudad de México. Cuando recorres las cocinas de América Latina descubres una legión de profesionales que nunca hicieron las cuentas reales de su restaurante, y los jóvenes no son una excepción. Tampoco se han puesto a pensar en el modelo de gestión que necesita cada uno; se limitan a repetir lo que otros hicieron antes. Llegado el momento de administrar, siguen la estela del rebaño. Me refiero a cuentas hechas de verdad, las que se hacen preguntas y encuentran respuestas. ¿Cuánto cuesta tener una carta de sesenta platos y como se vería la caja si tuviera veinte? ¿Cuántos empleados y cuántas horas de trabajo necesito para concretar esa carta kilométrica en cada servicio, y cuánto ahorraría si la redujera a la tercera parte? ¿Qué coste tiene una carta estable, fija para todo el año, y qué resultado tendría si la adapto a las fluctuaciones del mercado? ¿Cuál es el coste real de cada plato? ¿Cuál es el coste de tener otra persona haciendo una parte importante de mi trabajo? ¿Ser jefe te exime del día a día? Y otras cuantas variables. Ángel, como miles de jóvenes emprendedores gastronómicos de la región, se dispara cada mañana en un pie justo antes de abrir la puerta del restaurante.
Dejo el otro asunto para el final. En El Chino Vegano se descosen cada día una parte de las costuras de la cocina peruana. La papa -ya lo saben, un puré de papa moldeado alrededor de una farsa de carne-, se rellena esta vez con hongos, pero pocos lo dirían: también sabe a papa rellena. En el ‘ají sin gallina’ se echa de menos (en mi caso de más, nunca entendí ese fervor por la gallina vieja, en un tiempo con pollos de campo espectaculares) la textura seca y deshilachada de la gallina o el pollo recocido, pero el sabor no cambia: sabe a la salsa, como siempre. La textura también es la diferencia en las ‘no alitas’ fritas y en la concha negra, aunque en esta me falta parte de la bravura que dan las aguas semi salobres y el cieno del manglar.
¿Qué ocurre cuando un cocinero trastoca las fórmulas de la cocina tradicional sustituyendo el ingrediente principal, que a menudo da nombre al plato? Casi nada. Nuestras cocinas siguen mirando más al pasado que al presente, y mucho menos al futuro. Lo hizo la cocina peruana cuando repensó el cebiche para convertirlo en un plato de su tiempo, avanzado y vanguardista. Y con ese paso dio el salto al mundo. Seguimos esperando una generación de cocineros que lo haga con los demás platos. Muerta antes de nacer la que los peruanos bautizaron Generación con Causa -el coitus interruptus de unos profesionales que mayoritariamente reclamaban fama-, seguimos esperando esa generación de cocineros capaz de entender que los platos no son prisioneros del día que nacieron, más bien son hijos del día que les toca vivir. A pensar, que son dos días.