Dicen que en agosto no hay noticias. Que por eso los periodistas tenemos que inventarlas o buscar entre las piedras y alimentarlas hasta que se hacen gordas y grasientas y nos estallan en las propias narices. O hasta que la desgracia apunta sin piedad a la familia que vuelve de vacaciones, al bebé que duerme en brazos de la madre, a los novios acurrucados, al que subía por primera vez a un avión, al padre, a la hermana, al abuelo o al vecino.
Qué absurdo me resulta recibir aún hoy un mensaje en el móvil de un amigo que bromea diciéndome que está comiendo en un restaurante y que tiene a su lado a Pascal Henry. Quién se acuerda, a estas alturas, del suizo que desapareció de El Bulli una noche de mediados de junio y cuyo caso acaparó la atención de los medios de comunicación durante las primeras semanas de agosto.
Me parece que ha transcurrido mucho tiempo desde que la tormenta de verano que provocó aquel abandono precipitado de una ruta pantagruélica por los tres estrellas del mundo me mantuvo ocupada durante lo que iban a ser unas vacaciones de relax en Menorca. Por casualidad, o por curiosidad periodística-quise saber quién era el señor que cenaba solo a mi espalda y éste me invitó a sentarme un rato con él-, fui la última persona que conversó con Henry justo antes de que se esfumara del restaurante.
Desde el primer momento vi a Juli Soler verdaderamente preocupado por lo que le podía haber ocurrido a su misterioso cliente. A los demás, periodistas, amigos, conocidos y casi desconocidos, los vi ansiosos por encontrar un final digno para aquella historia de intriga que muchos lectores siguieron entretenidos desde la arena de la playa. Más de uno sintió cierta decepción al saber que no iba a aparecer un cadáver en los bosques que rodean la cala Montjoi o que el gourmet misterioso no había sido envenenado ni atacado por algún cocinero de cuchillo afilado. A mucha gente le supo a poco. No les gustó que la tormenta se convirtiera en chirimiri.
La tarde en que la radio informó de que el tipo rondaba por Ginebra, Juli Soler fue el único al que noté eufórico. Estaba sorprendido porque periodistas de todo el mundo le preguntaban si pensaba denunciar al tipo por no haber pagado la cena. «¿Cómo voy a denunciarlo -me decía- con lo contento que estoy de que no le haya pasado nada?»
Ni sé ni ya me preocupa demasiado por qué se marchó el tal Henry aquella noche tan precipitadamente cuando me dijo que iba a buscar una tarjeta de visita. No sé si eligió el escenario y aprovechó la presencia de periodistas para hacer más ruido. No sé si sintió vergüenza porque no tenía dinero para acabar aquella ruta que podía despertar interés mediático. No sé si el tipo necesita desaparecer de vez en cuando o si aborreció la comida de repente.
Recuerdo que aquellos primeros días de agosto que hoy me parecen lejanos y un poco absurdos, mi hijo pequeño no quería acostarse porque tenía miedo de que apareciera Pascal Henry debajo de su cama. Hasta él disfrutaba imaginando un montón de finales atractivos para la película de aquel personaje sobre el que hablaba con absoluta familiaridad. Le hacía gracia oírme conversar con la policía por teléfono o comentar cada detalle con los compañeros de La Vanguardia. Debió parecerle que por fin la familia tenía un caso que resolver y él estaba dispuesto a echar una mano. Pero cuando se calmaron las aguas y se esfumó la noticia vio que su madre dejaba de estar todo el día pegada al teléfono. Y le pareció que el final tampoco estaba tan mal. Por lo menos para él.