La trampa verde

Un Comino

El otro día me desayuné con la carta del cocinero Daniel Humm, chef del neoyorquino Eleven Madison Park, en la que anunciaba solemnemente que el restaurante, máxima puntuación en Michelin, ‘The New York Times’ y aupado por la lista 50Best como mejor del mundo en 2017, solo servirá vegetales a partir de su apertura el próximo 10 de junio tras quince meses cerrado a causa del Covid.

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El chef suizo-neoyorkino explica en el texto que ha colgado en su web cómo ha cambiado su visión del mundo, de su ciudad y del oficio tras pasar este año preparando comidas para una organización sin ánimo de lucro (Rethink Food), con la que ha repartido hasta un millón de raciones, según dice. Otro cocinero, se dirá, que da un paso adelante en términos de solidaridad con los desfavorecidos y de compromiso con el planeta, al estilo de nuestro José Andrés. Además, por cada menú que sirva en el restaurante –a 335 dólares, lo mismo que cobraba antes de la pandemia– ofrecerá gratuitamente cinco comidas solidarias a neoyorquinos «con inseguridad alimentaria» si visitan el camión Eleven Madison Truck.

Humm explica con detalle su transformación como persona y como cocinero y asegura que experimentó «la magia de la comida de una manera totalmente nueva» al trabajar para alimentar a desfavorecidos en lugar de buscar la belleza y satisfacer el hedonismo de las élites que visitan Nueva York. El argumentario con el que justifica su cambio es complejo y extenso. A veces con ideas simples y asumibles. Otras, en cambio, casi rocambolescas, como cuando dice que «ha llegado el momento de redefinir el lujo como una experiencia que sirve a un propósito superior y mantiene una conexión genuina con la comunidad». ¿Lujo bueno y lujo malo según se done a los pobres o se use tal o cual producto? A mí me suena algo así como la defensa de que los ricos de Park Avenue coman y disfruten del lujo siempre y cuando sus dólares permitan alimentar a algunos desfavorecidos.

 

Asociaciones perversas

Llegado a este punto de visión comprometida con la comunidad, y habiendo descubierto la magia de dar raciones de sopa, lo extraño es que quiera seguir apostando por el lujo gastronómico en lugar de dedicar su talento, imagen pública y hasta su dinero a hacer que las cosas cambien de raíz para los que llama eufemísticamente «neoyorquinos con inseguridad alimentaria».

Daniel, aquel niño suizo de diez años que almorzó por primera vez en el restaurante de Fredy Girardet con su padre el día en que decidió que sería cocinero, ¿se habrá quedado pensando quién soy y a dónde voy?

La asociación del veganismo con el lujo bueno y la carne y las sardinas con el malo es un poco perversa, ¿no creen? Cuando menos estamos ante una trampa saducea porque muchos cultivos marinos de animales, pongamos por ejemplo el de mejillones, superan exponencialmente los índices de sostenibilidad de cualquier vegetal terrestre cultivado, puesto que filtran y purifican su ecosistema y no demandan ni una gota de la escasísima agua dulce del planeta. Nuestro querido Daniel ha caído o nos quiere llevar a la trampa verde, esa que identifica el futuro limpio y la sostenibilidad con la producción de vegetales en tierra firme en la que se mezclan argumentos éticos con los científicos y se sirven empanados de superioridad moral.

De todos modos, para que nadie se asuste ni piense que a cambio de sus 335 dólares le van servir puerros, judías y aguacates, Humm sostiene «que la experiencia de un restaurante es algo más de lo que hay en el plato» y dedica un largo espacio a explicar que el nuevo Eleven Madison Park no va a escatimar en creatividad e investigación para que cada pase tenga el mismo nivel de sabor y textura que cuando los creaban con carnes y pescados. Para ellos es crucial que el plato esté a la altura de sus favoritos del pasado. Y la búsqueda, según dicen, está siendo liberadora en términos profesionales y personales. Así que todos contentos. Más o menos.

 

Un espacio impresionante

Recuerdo nítidamente mi primera visita a Eleven Madison Park, en 2009, cuando Daniel Humm, apuesta personal de Danny Meyer (entonces dueño del local), era casi un recién llegado y el restaurante no había dado el salto a la liga mundial. Michael Cowan, periodista fino y sabueso culinario de su ciudad, me dijo: «tienes que conocer este sitio del que se está hablando mucho» y me llevó una noche.

El espacio, un imponente local con aire art decó situado en Union Square, me dejó impresionado. La grandiosidad del antiguo banco y el tono retro y moderno al tiempo, esa cualidad que solo en Nueva York tienen las cosas, me dejó perplejo por un rato sentado en uno de aquellos sofás de cuero que luego quitaron con la reforma. La comida de Humm no me impresionó tanto, a decir verdad. Verduras, pato y langosta con maneras francesas bien cocinados sin llegar a la finura de la alta cocina y sin la magia revolucionaria que aún veíamos en España.

Pensé que pocas veces había estado en un restaurante más bonito, pero no que estaba ante uno de los mejores cocineros del mundo. Otro día les cuento sobre mi siguiente visita.