La otra transición (II)

Un Comino

Parece que todos acabamos mimetizándonos con el entorno audiovisual que preside nuestro tiempo, ese que habla de series, capítulos y temporadas. Y aquí estamos, una semana después, con nuestra segunda parte del artículo sobre el papel que la gastronomía puede jugar en esa ‘segunda transición’ pendiente en nuestras sociedades y las temibles nuevas líneas de la política agraria comunitaria, que anteponen la consecución a corto plazo de objetivos ecológicos a la subsistencia de grupos humanos que viven del campo desde hace decenios.

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Una transición que, a la postre, puede ser decisiva para el futuro, como lo fue la que terminó en 1978 con la aprobación de la actual Constitución. Me refiero a un gran acuerdo social e institucional que supere las limitaciones de la actual política, escrita día a día con minúsculas y temblorcillos mediáticos oportunistas, y le dé una oportunidad real al campo y a las pequeñas ciudades, las dos terceras partes del país, un territorio geográfica y poblacionalmente más grande que Cataluña o el País Vasco, que languidece sin remedio.

Hablamos de una bocanada de vida, de un compromiso a largo plazo con proyectos bien pensados y bien dotados económicamente que puedan garantizar oportunidades reales, como se ha conseguido en otros lugares de Europa que sufrían el mismo problema, caso de las Highlands escocesas, donde la población ha crecido un 22% en el último medio siglo frente al 2% del resto del país gracias a una apuesta que ha pasado por la economía social, el apoyo inusitado al emprendimiento y la diversificación de los motores de desarrollo: agricultura y ganadería que compatibilizan la sostenibilidad de los granjeros con las del planeta, el turismo de naturaleza y cultural, gastronomía, apuesta por el cine para fomentar una imagen positiva del lugar y un largo etcétera.

Se trata de mejorar las comunicaciones físicas y digitales, de impulsar y apoyar la creación de empresas, pero también de facilitar la generación de un nuevo tejido social en el que incuben las esperanzas. Hablamos de educación y sanidad desplegadas con ambición y criterios económicos diferentes a los de las urbes, pero también de comprensión. De la asunción colectiva, como ya ha ocurrido en otros países del norte de Europa, de que la sociedad rural no es, no puede ser, asumida colectivamente como una sociedad fracasada, sino al contrario. Debe ser alternativa y entorno de éxito ante un mundo urbano que envía señales de agotamiento y no ofrece posibilidades a las generaciones más jóvenes.

 

Deudas de ayer y hoy

Todos tenemos una gran deuda histórica con el campo y también una bien actual que crece día a día. La sociedad urbana contemporánea no se cansa de hablar de territorio, de identidad, de ecología y medio ambiente, de sostenibilidad, ya lo he dicho alguna vez. Y todo eso tiene un origen claro y un sentido que lo vincula al mundo rural, que no vive de los eslóganes ni de la militancia conservacionista de fin de semana.

Los restaurantes y cocineros rurales comprometidos con sus pueblos o comarcas aparecen a menudo como faros en tierra, como últimas luces amarillas en la noche cerrada de esos lugares en los que hay más árboles que farolas. Su trabajo con los productores de su zona, la puesta en valor de especies singulares de cada territorio, que a fuerza de darles visibilidad mediática consiguen mejorar su valoración y los precios, incluso el ejercicio de un liderazgo social suave, supone uno de los principales elementos de modernidad y de esperanza, casi de rebeldía en algunos casos.

A menudo estos cocineros son los únicos habitantes con visibilidad más allá de las lindes del pueblo, los únicos que han logrado penetrar y ser escuchados en ese ‘paramundo’ de televisiones y redes sociales. Su contribución es enorme.

 

Lo importante

Los que entendemos la gastronomía no como espectáculo o simple divertimento, sino como herramienta de transformación social y comunicación humana, creemos que su papel en este reto que se le presenta al campo es incuestionable. Recuerdo su actitud más que sus palabras en el primer encuentro de cocinas rurales que celebramos en Zafra, Terrae. Su modo de entender, como Adolfo Aristarain en aquella película mítica, «su lugar en el mundo», de echarse al hombro mucho más que su negocio, muchas veces escaso, y el futuro de su familia. La seguridad en el propósito, la terquedad incluso, en la apuesta vital de quedarse en su pueblo aunque en la ciudad pudiera esperarles una vida más cómoda.

Palabras también dijeron, incluso por escrito en un manifiesto realmente premonitorio, en las que se comprometían con los pequeños productores y elaboradores para «visibilizar su labor y hacer todo lo posible para que puedan ganarse la vida con la dignidad que merecen» y para «concienciar a la sociedad en la defensa de la vida en los pueblos». Casi nada.

Ojalá pronto pasen los vientos de la pandemia y aflojen los identitarios para que el país pueda volver a centrarse en todo lo importante que ha dejado en barbecho en estos años.