Trastos y tesoros

Dejo comanda
Tengo debilidad por los mercados de pulgas. Cada vez que viajo los rastreo con la esperanza de encontrar algún pequeño tesoro. Me gusta pensar que aquello que alguien desechó como inútil puede ser valioso para otro. Ese aparente caos de objetos olvidados tiene un atractivo indiscutible: la fotogenia del desorden cuidado, el tacto del papel envejecido, la ropa que huele a arcón, el vagabundeo de la mirada entre cachivaches, el regateo amable con los tenderos. No se me ocurre mejor plan para un sábado por la mañana.

Cada ciudad con algo de empaque tiene el suyo, y en cierto modo reflejan su carácter. No se parecen en nada el mercadillo de Belgrado al de Ciudad del Cabo, ni el de Nápoles al de París o el de México al de Amberes. Y, sin embargo, todos comparten un aire de familia. Esos retazos de individualidades perdidas, dispersos sobre mantas o mesas desvencijadas, terminan componiendo un retrato social de una comunidad que ya no existe pero sigue ahí. Por cierto, aún no entiendo cómo Bilbao, tan empeñada en parecer una ciudad de mundo, ha obligado a recluirse en interiores al que se celebra en la calle Dos de Mayo.
En esos puestos me fijo sobre todo en lo que tiene que ver con la mesa. Un juego de café de porcelana de Limoges comprado por cuatro perras, una pareja de faisanes de alpaca que picotean el mantel, un cepillo para las migas con su recogedor de plata vieja… Son hallazgos que he ido rescatando en los últimos años de esos bazares de reliquias.
No es solo la belleza del objeto lo que me atrae, sino lo que sugiere: una forma de estar a la mesa que se está desvaneciendo. El despliegue cotidiano de platos, cubiertos y copas, servilleteros, panera o jarra era, hasta hace poco, un ritual compartido que —con diferencias de rango, pero la misma partitura— hermanaba las mesas nobles y las humildes: unos en porcelana, otros en duralex.

En un mundo abocado a comer en caja de cartón con cubiertos de plástico, esa tarea infantil de poner la mesa se antoja algo anacrónica. Y la vajilla, quizá el primer signo de civilización, un tesoro que solía pasar de generación en generación, corre el riesgo de acabar en el desván de los trastos. Justo donde empiezan los mercados de pulgas.