¡Vaya jungla ésta!

Un Comino

¿A la hoguera por pedir una cena gratis para dos y cien eurillos extra para tomar copas a cambio de subir una foto a su cuenta diciendo que el sitio mola? ¿Acaso los críticos de toda la vida no comen gratis en muchos restaurantes y algunos son ‘sobrecogedores’? El problema es de concepto, de grado de profesionalidad y de desconocimiento colectivo de lo que en un mundo nuevo es verdad o cuento.

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Todavía humea la pira en la que ardió el penúltimo joven con afán de comer gratis en buenos restaurantes a cuenta de su presunta influencia en una red social cuando ya se escucha el crepitar iniciático de una nueva fogata con otro condenado. En la plaza pública digital, la mitad del pueblo defiende a los reos, pobres chicos que no hacen otra cosa que seguir los dictados de la vida social, y la otra mitad les acusa de herejes e inmorales y les tira coles y zanahorias orgánicas mientras caminan hacia el cadalso montados en un pollino.

¿A la hoguera por pedir una cena gratis para dos y cien eurillos extra para tomar copas a cambio de subir una foto a su cuenta diciendo que el sitio mola? ¿Acaso los críticos de toda la vida no comen gratis en muchos restaurantes y algunos son ‘sobrecogedores’? ¿Por qué tanto escándalo? Unos y otros se miran estupefactos, alucinados que desde el otro lado se puedan plantear como sólidos argumentos de esta naturaleza. Lo cierto es que hay muchos hosteleros que aceptan la lógica del coste-beneficio y no cobran la cuenta a cambio de una promoción presuntamente beneficiosa y, otros tantos, por el contrario, que no transigen.

La distancia va desde aquellos que tienen semi-oficializado lo que en un grupo hostelero madrileño llaman «menú periodista», una selección fija y barata de platos para dar de comer a toda la legión de jóvenes que llegan exhibiendo sus cifras de seguidores en redes sociales, hasta los que se declaran «libres de influencers» y no quieren oír hablar de ellos ni en pintura, como Dabiz Muñoz, el último en divulgar que estaba recibiendo proposiciones para comer gratis en su restaurante a cambio de una mención.

El mundo real y el digital son dos placas tectónicas en plena actividad. La cultura social-media empieza a producir sus primeros excrementos, sus correspondientes residuos nucleares peligrosos e incómodos y la imagen de mundo libre, plural, democrático y lleno de posibilidades, aquella suerte de sueño americano 2.0 se va ensuciando. Si alguna ley es todopoderosa en este entorno no regulado es la de la selva. Y lo que está pasando con este movimiento de nuevo cuño en lo gastronómico que pretendía ser tan alternativo, tan cool y tan medible es que se le han visto las costuras bastante rápido.

Buena parte de estos jóvenes autodenominados ‘influencers’ pertenece a esa generación ‘millenial’ que tuvo infancias holgadas y juventudes estrechas, con una gran distancia entre sus expectativas de vida y los recursos económicos de los que dispone. Según esa lectura sociológica, el ‘influencer’ que pide comida gratis sería tan solo un pobre pícaro de nuevo cuño que para vivir medio bien va haciendo sus chapucillas, entre ellas el autoempleo digital. ¿Quién de su edad puede disponer de dinero suficiente para invitar a Diverxo al novio? ¿De verdad su mención al restaurante de Dabiz Muñoz le va enviar a cientos o decenas de clientes con capacidad y ganas de pagar su cubierto de 250 euros? ¿Qué tiene todo esto que ver con la crítica que alguna vez hubo en el ámbito gastronómico?

Este choque cultural no debe simplificarse en la dicotomía analógico versus digital. Entre los más serios escribientes sobre comida del país hay muchos que ejercen su trabajo desde un blog, como el crítico Philipe Regol, y también hay destacados productores de contenido gastronómico, como Alfonso Pérez Alonso, dueño de Recetas de Rechupete, quien ha conseguido posicionar su blog en lo más alto y hacerlo más que rentable con los años. Ambos influyen por su trabajo real no porque atesoren un número enorme de fans.

El problema, por tanto, no es digital, sino de concepto, de grado de profesionalidad y de desconocimiento colectivo de lo que en un mundo nuevo es verdad o cuento. Al albur de ese movimiento autodenominado ‘foodismo’, que ha inflamado y frivolizado todo aquello que tiene que ver con la cocina, han surgido nuevas especies de golfos apandadores apoyadas en el entorno social-media con una visión de la vida totalmente opuesta a la de las generaciones anteriores. Relativizan el peso del prescriptor clásico acusándole de antiguo, defienden la fuerza de las cifras absolutas y otorgan idéntico valor a las opiniones de las personas, sean legas o expertas, liquidándose así la figura del maestro, con tal de que tengan suficiente número de seguidores. Lo aparente y lo estético es más importante que lo profundo, de ahí que la imagen sustituya con tanta facilidad a la palabra. Su norma dice que vales lo que tu número de seguidores, aunque los expertos desmonten el argumento en pocos minutos atendiendo a la calidad y al origen de los contactos de muchos de ellos. Por el momento no está claro cómo va a terminar la partida pero algo se va decantando. Como decía ‘Dabiz Muñoz’ el otro día: “Pues así está el patio. ¡Vaya jungla ésta…!”

*Artículo publicado en El Correo.com en febrero de 2018.