Entiendo que lo menos que se le puede pedir a un joven es que sea rebelde, del mismo modo que lo mínimo que espero de ellos es que no se conformen, que quieran hacer diferencias; que al menos aspiren a ser diferentes. Esa voluntad de cambiar el mundo, la familiar, su futuro o el status quo les ayuda a seguir vivos, a hacernos avanzar, prefiramos entenderlo y aceptarlo o no. En ese tejemaneje que a menudo combina testosterona, ingenuidad, dudas y principios que se anuncian inamovibles, aunque dejarán de serlo, están su fuerza y el empuje que mueven la palanca que hace girar el mundo. Todo cambia con cada generación, siempre empujada por la juventud. La oscuridad llega cuando la nostalgia, la edad y la estupidez nos toman de la mano.
Alain Senderens había cumplido los 29 cuando empieza el alumbramiento de la nouvelle cuisine. Michel Guérard tenía 35 y los ya maduros Paul Bocuse y Pierre Troisgros andaban por los 39 y 40, respectivamente. La nueva cocina vasca da sus primeros pasos asociada a mucha más juventud. Su presentación pública (se muestran en Bogui, el primer restaurante de Carmen Guasp y Ramón Ramírez en Madrid) ve a Juan Mari Arzak con 33 años, Tatús Fombellida ha cumplido 29, Pedro Subijana y Karlos Arguiñano están en 27… (con permiso de Castillo, Roteta, Kintana, Zapirain…).Ferran Adrià empieza como jefe de partida de El Bulli en abril de 1984. Tiene 23 años y dos después ya es el jefe de cocina. A los 25 empezó a pergeñar el trayecto que descuadró la cocina. Hacía falta ser joven, iconoclasta, irreverente, inconformista y soñador para hacer lo que hizo. Y rodearse de otros como él.
Los momentos que cambiaron los registros de la cocina reciente se alimentaron a golpe de sueños y aventuras imposibles, que acabaron quedando al alcance de la mano. Algunas se consolidaron y casi todas tuvieron consecuencias. Pocos veteranos de la cocina se hubieran planteado la posibilidad de romper las convenciones o dar vida a sus quimeras. Lo hicieron los jóvenes. Hoy, ley inamovible definida por el paso del tiempo, vemos a muchos de ellos durmiendo el apacible dejar estar del que prefiere la comodidad al riesgo, y sestea al ritmo de la banda sonora de vacaciones en Dubai. Todo quedó en la memoria, para las reuniones de compañeros de promoción.
-¿Te acuerdas de cuando le dimos la vuelta a la cocina?
-Yo sigo arriesgando cada mañana.
-Como yo… cuando elijo la talla de la camisa que saco del armario.
-Lo nuestro es vivir peligrosamente.
El atrevimiento, a veces la soberbia, la insolencia o el complejo de superioridad está en el ADN de la juventud. También la inocencia, o el derecho a equivocarse, levantarse y volver a intentarlo. Lo suyo es lanzarse a romper barreras, escapar de las zonas de confort o enfangarse en terrenos resbaladizos. Hay quien lo trastoca en serenidad, método y pausa, y quien se pierde por el camino. No todos llegan, o no logran hacerse escuchar y se despistan, o se pasan directamente al bando del aburrimiento. Otros vendieron el alma a un inversor, se instalaron en un trastorno disociativo y habitaron el limbo del puedo y no quiero: mira lo que puedo hacer y confórmate con lo que hago. Esas son cosas de viejos con los treinta recién cumplidos. Como si los fondos de inversión castigaran con diez años de más por cada millón que aportan al negocio.
La juventud no está solo en la edad; es más bien una condición, una actitud. Me sorprende su escasez en esta América Latina, donde encuentro algunos jóvenes cocineros que se ajustan al modelo imaginado, aunque no sean tantos, y otros, demasiados, que replican las sevicias y las distorsiones de la vieja guardia: que trabajen otros. Alcanzado el confort de la presunción -el carro, el reloj, las relaciones sociales, y sobre todo el puesto en la lista- el trabajo es un incidente que se delega. Nada que esperar y menos que ofrecer cuando a los treinta y cuatro decides que ya has llegado. Los intereses y los fuegos de artificio de las listas crean espejismos donde antes hubo cocinas. Comparten querencias con quienes cumplieron cincuenta un día después de nacer. Viejos prematuros que rechazan las preguntas, satisfechos con copiar la decadencia contra la que se rebelaron; presuntamente.
También están los que persiguen el vaivén de un sabor, el desafío de una textura esquiva, el requiebro de una fibra, la inquietud por domesticarla, el brillo en la mirada del comensal, la sorpresa. Ellos no esquivan preguntas, se embarcan en cruzadas de futuro incierto (importa menos el resultado que su atrevimiento; son jóvenes y les asiste el derecho a equivocarse que acompaña su condición) y prefieren la inquietud, a menudo incómoda, al espejismo de haber llegado. Saben que apenas han empezado el camino.
Me siento en deuda con ellos, sus proyectos y sus ilusiones. Vuelven a hacer lo que la generación anterior despreció. Trabajan, buscan, ensayan, se aventuran, se ingenian, entienden caminos y recuperan historias que otros aparcaron. Buscan formarse, a la contra en el tiempo de las prácticas de mentirijillas -dos semanas, veinte días, un mes para ilustrar el CV o contar que has estado-, y han recuperado el viaje como herramienta de trabajo. Viajan para conocer cocinas, encontrar ideas y técnicas, dar con miradas que los ayuden a crecer, de la única manera posible: en solitario y restaurante a restaurante.
Viajar para aprender y entender en lugar de hacerlo para mostrase y aparentar. Es una de las grandes diferencias entre ellos y la generación prematuramente envejecida que les precede. No viajan para exhibirse -con lo que gastan nuestros cocineros enlistados en trasladar periodistas para comprarse visibilidad, o compartir la juerga con quienes mendigan el reconocimiento de 50 Best, podrían construirse escuelas, incluso hospitales, cambiar la vida de mucha gente; hay presupuestos inmorales en las cuentas de algunos restaurantes- sino para aprender. Para crecer con su cocina. Pueden que no lleguen a ser recordados, pero lo intentan y en eso también hacen diferencias.
Encuentro algunos nombres en México, dos o tres sueltos en Colombia, algún caso aislado en Chile, me hablan de un par en Argentina, tal vez uno en Bolivia, pero no doy con ellos en otros lados. Tampoco en esta Lima en la que no pasa nada y las cocinas sestean en un bucle viciado que se antoja indestructible. Tal vez necesitemos tiempo para recuperarnos del daño que nos están haciendo: ¿Para qué trabajar si ya hemos llegado? Tenemos el mejor restaurante del mundo, la mejor pastelera del mundo y la mejor cocinera del mundo con el título en vigor. ¿De verdad que lo son?
Me gustan los cocineros jóvenes. Disfruto cuando nos sentamos a hablar, y escuchar sus chaladuras, decirles lo que pienso a la primera y sin anestesia, ver como resisten al descreído, explicarles mis miradas, explorar sus conocimientos, animarles a dar la vuelta e indagar otros caminos. Contarles que hay otros lugares, otras gentes y otras cocinas como las suyas; que no son únicos, pero puede que lleguen a ser irrepetibles. Aprendo mucho cuando los encuentro. Aportan vida porque están vivos, comprometidos con la vida. Tienen derecho a equivocarse, porque esa es la patente de corso que conceden su edad, su compromiso y su determinación. Ojalá fueran más y contagien a muchos otros su decisión de vivir. Ojalá devuelvan la juventud a tanto viejo prematuro que habita las cocinas como me la devuelven a mí.