Refiriéndonos a las concomitancias comestibles del nombre de este restaurante, éstas conducen a la voracidad, al comer, más que con ganas, quizás con ansia y sin miramientos ni escrupulosidades. Es decir, a la vía más sensorial y sensual del comer que a la sensata y sentimental. Al camino del gourmand o goloso más que al del gourmet o refinado. Sin embargo, Voro es un restaurante de cocina elaborada con sumo gusto y elegancia. Esta paradoja es pues, más que su carta de presentación, su carta de intenciones. Ven, hacemos alta cocina refinada, pero siéntate y disfruta como un niño gordo. ¡Ven, devórame otra vez!
Este y no otro es el afán en el que ponen todo su empeño todos los componentes de este bien nutrido grupo de cocina que lidera Álvaro Salazar, a quien acompañan muy, pero que muy, arrejuntaicas, María Cano y Sela Priego como núcleo duro y puro de una cocina muy seria, muy apreciada, muy perfeccionada y perfeccionista, de corte viajero mediterráneo, balear y andaluz. Sí, andaluz hasta las trancas porque de ahí proceden ellos tres y sus respectivas familias; Jaén y Córdoba están al cabo de la calle en sus crianzas, correrías previas y formación de sus gustos, sabores y caracteres. Con ellos trabajan en cocina, el granadino Raúl Linares y el mallorquín Joan Escalas, viajan también Mario Wolgast en sala -con Fátima El Chouaibi– y en sumillería -con Cecilia Bonet-.
Los menciono y pongo el acento en ello y ellos porque no he visto cohesión, seguimiento, entendimiento, fidelidad y voluntad de grupo tan definida y exarcebada en ninguna cocina de ningún restaurante. Tanto es así que bien podrían haber llamado a su nuevo restaurante Fuerteovejuna, todos a una, como la población, cordobesa por cierto, de la obra de Lope de Vega.
Acaban de mudar su piel exterior desde Port de Pollença y su anterior Argos en el pequeño Hotel La Goleta, al gran Hotel Park Hyatt Mallorca en Canyamel y este lujoso y novedoso Voro en el que se han engullido. Gran salto y gran cambio que dan con su brillante y meritoria estrella Michelin a cuestas para ayudar a crear aquí, como protagonistas principales, un nuevo destino gastronómico en la Isla de Mallorca. La apuesta, como su cocina, es alta. Un reto al que contribuye ese fantástico hotel que bien se asemeja a esos caseríos de las bellas villas clásicas italoromanas construidas en las faldas de las colinas de las afueras de Roma o Florencia. Pinos, retama, chicharras, pitas y mata baja: verdades del Mediterráneo.

La vocación de su cocina, hunda donde hunda sus raíces, es viajera, desinhibida de ataduras y abierta pero adaptada a ese medio donde crece y vive, como bien demuestra el haber sido nombrado cocinero balear del 2018 en la Sede de Alimentaria. Pero sobre todo es concienzuda y perfeccionista.
La senda de Voro- Salazar es la de no dejar nada al descuido, menos aún a un caprichoso azar al que no se quiere ni se espera por su cocina. Allí el equipo juega al toque, a dominar el partido de principio a fin, tuya mía, tuya mía, a cada paso, a cada pase. El estilo de juego ya está definido y aprendido, y ensayado al límite en los entrenamientos previos. La preparación física también cuenta, aquí se viene en plena forma y con la teoría aprendida de memoria. Cuando se juega al más alto nivel, la técnica es la razón del éxito, hay técnica hasta en la sopa, no se quieren improvisaciones, somos profesionales devotos y voraces, aquí se suda la chaquetilla y se siente el escudo de una casa que lo quiere todo de ti y te come las entrañas: ¡devórame otra vez!
Una cocina elaborada al detalle que se quiere llevar a la perfección, demanda máxima exigencia, seriedad, conocimientos y dedicación en cuerpo y alma. Así quiere ser y es Voro, esa es su gastrosofía aplicada, pasión bajo control de los gestos: tenla, siéntela, vívela, interiorízala, todos la damos por supuesta, pero domínala para que no te arrebate ni distorsione, que nuestra cocina necesita equilibrio, exactitud y ese dominio hasta la perfección, siempre, continuamente. No cabe el despiste de nadie, todos a una, todos por igual. No he conocido, como decía, equipo de cocina más enchufado y cohesionado en su empeño y querencias, en la persecución de un sueño vocacional, sí, pero sensato, exigente y currado que no permite veleidades y te devora: ¡devórame otra vez!

El actual menú confeccionado por este grupo civilizado de amigos, en amor y compañía por su íntimo conocimiento mutuo desde hace ya muchos años, es amplio y ambicioso y de tan altos vuelos como el de los techos del refectorio de su sala, y, como él, es cálido y acogedor, moderno y apetecible, calibrado y cuidado, como decíamos, al detalle, técnico pero golosón, sin apenas altibajos ni errores, medido en las proporciones y las composiciones y comedido en las proteínas, comprometido con la localidad y sus productos pero sin cortapisas en elegir lo foráneo, perfeccionista, una vez más, en cada paso de la producción y en el decoro de su tan bien cuidada estética.
En esta Cocina Impecable las salsas adquieren inusitado protagonismo. Su principalidad destaca sobre el todo, sucediéndose cual hilo conductor diverso durante el menú. Su variabilidad y su originalidad llaman la atención y sorprende muy grata y jubilosamente: son la alegría de la devoración. Ya de inicio, se sirve una elegante copa de caldo-salsa caliente de cabeza de bogavante con la que mojar un aperitivo del crustáceo con huevo y papa de rememoranza balear. Luego aparece en forma de helado de y para la sardina espetá con toque ahumado, graso y salado: gloricioso. A continuación, aparece en formato de aliño de picual sopicaldo frío con el que se remoja una riquísima Ensalada de mar rebosante de moluscos y mariscos. Para la francesa ostra posterior, se reconvierte en ajo blanco de pino y emulsión de la propia ostra con piñones y el AOVE que la monta. Para napar la Sepia a la bruta, la salsa se hace guiso pasado a reducidísimo jugo de enorme enjundia y jugosidad profunda y sabrosa de sus carnes e interiores con cacao y también papa. El pan de cacao empapa, completa y acompaña de maravilla este plato.

Las subsiguientes umbilíferas se incorporan a otra nueva salsa líquida de crema asada de chirivías, zanahorias y otras hierbas sirviendo de basamento a la original receta. Un pan blanco en bollo lo concilia esta vez. Al Bakalao en tripas se le salsea en forma de crema untuosa de setas. Pasamos al gazpachuelo como gran excusa sápida y salsera de un lomo de Dentón, se presenta muy trabado, trabajado y reducido al máximo con un toque tostado, acaramelado en toffee y que toma aire de vino dulce, resultando una auténtica salsa inédita y fabulosa que se sopea con un pan de telera blanco cordobés. Pero para mayor asombro, a continuación reaparece la salsa mayor bajo jugo de manitas en putanesca, con su ajito, guindilla, aceituna y tomate, que se excusa a sí misma y su brillantez con unos filetillos de ventresca de atún braseados: ¡devórame otra vez!

Sin tiempo ni lugar, el remate de lo salado viene curiosamente del sabor agridulce y herbáceo de la crema-salsa semiespesa de remolacha con albahaca y flor de ajo, rúcula y perejil rizado con la que acompasar unas, melosas por dentro y crujientitas por fuera, mollejas hechas a la brasa estilo argentino pero con mantequilla noisette: ¡devórame una vez más!.
Y ya para dar el remate de suavidad y dulce final llegan los postres de Sela y su torre de petit fours con el antecedente de su famosa torrija que apuntilla nuestra golosidad. Mis labios quedaron dulcemente sellados.
Un completo y complejo menú de platos muy bien pensados y mejor elaborados consecuencia coherente de la idiosincrasia del restaurante Voro y su cocina impecable al detalle que conmina a ser devorada.