También le llaman Rincón De Santiago, o Terremoto, por la ventana torcida que legó el último gran sismo.
Algo del alma chalaca decimonónica sobrevive en el jirón Monctezuma del Callao, muy cerca del mercado Sáenz Peña. En un espacio debilitado por los años, varios terremotos y la humedad portuaria, se celebra uno de esos secretos a voces que solo unos cuantos iniciados disfrutan: el privilegio de paladear un verdadero huarique en tiempos de celebridad inmediata e influencers a medida.
Repasemos brevemente la nomenclatura para los que no estén familiarizados con la jerga gastronómica limeña. El vocablo huarique es de origen incierto, pero tiene siempre la connotación de lugar secreto. Según una entrada del poeta Marco Martos, de la Academia Peruana de la Lengua, durante el siglo XIX se empleaba para referirse al escondite de criminales, al departamento de soltero de quien buscaba encontrarse con señoritas, a la guarida periférica de conspiradores o como se emplea todavía hoy, aunque de manera cada vez más arbitraria, al comedero popular que goza de pleno reconocimiento por sus comensales y a la vez de cierto anonimato, siempre a precios accesibles. Algo de la clandestinidad de las otras acepciones chorrea todavía en este último uso, el gastronómico, y el más frecuente en el siglo XXI.
El lugar que nos ocupa es un huarique arquetípico porque casi nadie lo conoce, salvo los vecinos y una informal cofradía de iniciados gastronómicos que se han pasado la voz en los últimos años. Aquí se ofrecen tres o cuatro platos nacidose la pesca que Alex Celada Tuesta adquiere cada mañana en el mercado de Ventanilla. Hizo mucha fama con el congrio, un pescado con grandes cantidades de colágeno que se presta bien para sudado, chicharrón -fritura; siempre con hueso-, y jalea, pero ahora cuesta demasiado y solo lo ofrece previa coordinación y pago adelantado.
“Sobrino, ¿Cuál quieres?”, pregunta orgulloso con los brazos abiertos como una cruz con un animalote en cada mano, como siempre desde hace años. Uno escoge el ejemplar de su preferencia y desfila el banquete para cuatro o cinco comensales, a los que se les sale el corazón de alegría por el sabor, pero también por la experiencia. No es difícil imaginar a los pescadores del vecino barrio de Chucuito haciendo lo mismo hace cien años, llevando pescados aún vivos a cocinas como esta.
El local no tiene nombre oficial. Se llama según quien pregunte. Yo lo conocí como el Rincón de Santiago, porque así me lo presentaron hace quince años, cuando Santiago Celada, padre de Alex, todavía regentaba el espacio. Con ese nombre figura en la referencia que Wikipedia dedica al Porteño F.B.C. un club de fútbol fundado en 1928 que operó desde el mismo establecimiento y cuya última aparición fue en la segunda división distrital del Callao en 1993.
Para entonces, el espacio había sobrevivido varios terremotos, pero el último dejó una ventana torcida, mucho más característica con el paso del tiempo pues quedó sin enderezar y en el barrio la empezaron a llamar “la ventana del terremoto”, y con el tiempo simplemente Terremoto. Don Santiago ocupó y habitó el espacio después del club y de él adoptó el sobrenombre.
Don Santiago falleció hace doce años. A Alex todavía le sorprende que tanto tiempo después tanta gente se acerque preguntando por él. La casa, apenas un puñado de mesas y un baño precario, está casi siempre llena porque por raro que parezca, la buena sazón trasciende a la muerte. Antes de fallecer Santiago enseñó los trucos de su cocina a su esposa, quien a su vez transmitió el saber a Blanca, su nuera, quien cocina hoy. Policías, bomberos, profesores y extraños -como yo-, la visitan con frecuencia buscando ese sabor de décadas.
“Pero algunas cosas han cambiado”, me pone al día Alex. “Como el congrio es solo a pedido, ahora uso corvina cuando la encuentro muy barata. Cola negra es un pescado que nos funciona bien pero trabajamos con lo que el mar bota al terminal pesquero. Puede ser sierra, picuda, cabrilla, pintadilla… no hay pescado malo, sino mal cocinero”. Si la especie disponible no da para ceviche, este se suele hacer de merluza. Es fresquísima porque es un pescado que no admite concesiones al prepararse de manera tan desnuda y porque en el Perú no existe tal cosa como una cevichería sin ceviche.
Nunca pida otra cosa que no sea ceviche, sudado o jalea porque lo mirarán como se mira a un loco: aquí solo se fríe, se suda y se adereza, con la riqueza del Pacífico peruano como límite. Si le interesan este tipo de experiencias -subrepticias, desnudas, salvajes-, tenga presente que puede llegar preguntando en el barrio por Terremoto, pero que tal vez no sea un vecindario en el que convenga preguntar demasiado. Más bien, asegúrese de salir de ahí antes de las cinco pues la calle puede ponerse más intensa que la mesa.
También puede preguntar por La casa de cartón, que es como aparece en Google. El nombre, nuevamente, se lo pusieron los vecinos, esta vez porque durante años las paredes estaban recubiertas de cartones adheridos a los muros por clavos con la cabeza extendida con chapas de cerveza, un arreglo transitorio que duró más de lo que Alex hubiera querido. “Hace poco rehicimos las paredes con drywall, y si bien todavía nos faltan unas partes del techo, lo hemos reforzado con triplay por ahora”, me cuenta. Las fotos decoloradas que recordaban a los fundadores del club de fútbol que alguna vez operó aquí y que sostuvieron estos muros, se han perdido para siempre. De la memorabilia futbolera queda un escudo y unas inscripciones en una alacena centenaria.
Son detalles menores, pero de gran impacto en la consciencia de la fugacidad de las cosas. Pueden más la luz, la humedad y el tiempo que el afán de preservar en un país con una historia incomparable, pero pésima memoria. ¿Será ese también el destino que se imponga a estos sabores plenos?