El cocinero Manolo de la Osa, del restaurante Las Rejas en Cuenca, ‘lo sabe todo de la cocinación, se pasa todo el día haciendo equilibrios de funámbulo en este difícil tejado que es la restauración’
El funambulismo alámbrico es una actividad de riesgo elevado que los millonarios ni sus pijos hijos practican porque implica andar por la cuerda floja. El funambulismo gastronómico inalámbrico es una profesión de grueso riesgo que algunos grandes restauradores se ven obligados a ejercer porque su restaurante no genera las rentas que corresponden a su alta categoría ni son visitados todo lo que merecen de sobras por una clientela huidiza, demediada por la crisis y perezosa en el desplazamiento.
Gastrónomos de mentirijillas y gastronómadas de chichinabo que mantienen así en vilo a los negocios desperdigados por el suelo patrio alejados de las grandes urbes y situados in the middle of nowhere o, en este caso, en un lugar de La Mancha de cuyo nombre muchos no quieren ni acordarse porque no lo consideran “en la onda”, porque no se le identifica con la cocina vanguardista de moda. Así en solitud, fuera de esos gentiles y opulentos círculos permanece encerrada en sus propias rejas brillando al sol y a la luna, desafiante, la Osa Mayor de nuestra restauración: Las Rejas. Manolo de la Osa es El Funambulista en el Enrejado.
Si Manolo “fuera rico, dubi dubi dubi dubi dum, no se mataría a trabajar, supervisaría comidas maravillosas; con su buena papada, contento gritaría a los sirvientes día y noche y los hombres más importantes irían a adularle pues cuando eres rico se creen que lo sabes todo”.
Como Manolo no es rico (eso creo), pero lo sabe casi todo de la cocinación, se pasa todo el día dubi dubi bum, haciendo equilibrios de funámbulo en este difícil tejado que es la restauración. Allí, en Las Pedroñeras, en la llanura conquense, ha tendido su cable entre Las Rejas, en todo lo alto, donde anidan las cigüeñas. Fíjense al ir llegando, a lo lejos en lontananza verán ustedes su pancha y sancha figura de cocinero embarbado, andando sobre él con su ancha y planchá chaquetilla, en sorprendente y perfecto equilibrio, mientras hace girar al tiempo y sin que se le caiga ni uno, los brillantes platos de su impresionante carta. Sin red ni miedo, por algo habrá colgado de ese cable pelao sobre el que anda y canta, esa cantidad de ristras de ajos moraos. Todo el día budi budi bum.
Equilibrio. Sí. Puro y duro. Esa es mi definición, así lo he visto y sentido. Esa creo que es su característica y maravillosa cualidad culinaria definitoria. En la elección y en los sabores propios y profundos de cada producto que pone en cada receta. En las texturas variadas y bienintencionadas dadas a conciencia a cada uno respecto de los demás que le acompañan. En la conjunción de cada elemento que interviene. En la perfección ecuánime del todo. Nada, nada saca los pies del plato ni le saca, por tanto, al comensal de sus casillas. No hay excesos de ningún tipo (¡salvo el de quien como yo se mete entre pecho y espalda semejante menú!), ningún sabor está potenciado artificialmente, la naturalidad sabiamente manipulada se impone, es lo único que sobresale. Reina la armonía.
Sus ingredientes principales son comme il faut: ostra, foie, setas, trufa, perdiz. Pero sus entretelas y mezcolanzas colaterales son humildes aunque sublimes. Lo que hace con los quesos de la tierra en sus distintos estadios de maduración e untuosidad es excepcional, un uso versátil, comedido y finísimo. Su piñonada, que también lo lleva, es pura volatinería: tostados, amargo, trufados, lácteos… y perfección. La ostra con fondo de caza y escabeche azafranado no tiene nombre, es brutal. El aroma del guiso de trigo aún perdura en mi memoria, la nobleza del sabor de sus ingredientes también. Con el punto de maridaje y el toque de los taninos del dulce tinto, el foie se sale de madre. De la sopa de ajo a su manera para qué escribir, ¡menudo cocktail!: primero olía a hierba fresca puesta a caldo, por medio geleé, crujía en el camino por el pan tostao y a lo hondo, el cante jondo del ajo del pueblo, morao, ronco y afinao, un elegante quejío de fondo. ¡La de dios es cristo!
Y la perdiz. ¡LA PERDIZ! Prefiero escribir. Con pata de cabra gelatinosa, castaña en crema y salsifís glaseado. Hecha por un lado, casi cruda en su interior, caliente y tostada, jugosa, mordible y tersa pero deshaciéndose con suavidad en la masticación, al segundo mordisco, ¡¿y la salsa?! ¡¿y el muslito oscurete, rechoncho, crudo y despegado?! ¡Sensacional!
Así cocina el Señor de la Osa, desenvolviéndose como puede, hábil y peleonamente, entre tendencias contrarias que no por nuevas han de ser mejores, esta es la prueba; así actúa, apartándose de las corrientes tecnofusionadas que hoy imperan con cierto absolutismo monopilista, desmedidamente por tanto a mi entender nada sospechoso de pacatismo. Cocina personalísima y directa, en vena, sin artificios, sin jugueteos ni disimulos. Cocinación trabajada, impecable, gustosa, de muy buen gusto, contemporánea de corte clásico o clasicista sin serlo, sin buscar clasificación alguna porque es de carácter propio, muy suya, que encuentra con máxima maestría la compensación y la composición: el gusto y las texturas equilibradas. Un maestro de las densidades.
Una persona, un cocinero, un personaje, muy poco convencional, nada corriente ni moliente, contra corriente más bien, extravagante, es decir, funambulesco. Libre entre Las Rejas, libre. Subido al tejado y cantando su “si yo fuera rico. Llubi dubi dubi dubi dudi dum”.