Al cántabro Ignacio Solana Pérez (43 años) el alma de cocinero le ha ido germinando poco a poco. Ansiaba ser futbolista, pero estaba claro que, nacido en una familia dedicada desde hace cuatro generaciones a aposentar y alimentar a los viajeros y a sus caballerías entre las ignotas montañas del Alto Asón, el futuro le tenía preparado una chaquetilla blanca y un lugar junto a los fogones.
Su carrera estaba escrita. Y su mayor conquista, haber sido capaz de integrar y desarrollar la herencia hasta transformarla y convertirse en un cocinero del siglo XXI. De la casa de comidas, colmado y bar que atendieron sus ancestros montañeses, tutelan hoy sus padres y que lleva abierta desde 1938 frente al santuario de La Bien Aparecida, patrona de Cantabria, a un restaurante con estrella Michelin desde 2011, Solana, que ha reinterpretado y actualizado el recetario de su madre, Begoña, y de su tía Mari Carmen. Ese es el gran viaje de Solana.
Hay un plato (mejor, dos) que retrata esa mutación. El pimiento verde de verano, bautizado para los restos como caviar de Ampuero, que llega desde la cercana huerta que cuidan Ludivina y su marido Litos en Marrón y que aquí sirven frito de toda la vida de dios.
Maganos y caldo de puchero
Con Nacho Solana (sólo su familia más directa le llama Ignacio) estos pimientos choriceros recogidos en verde a primera hora de cada mañana, se fríen en abundante aceite suave tras haberles practicado una incisión a lo largo y haber sazonado con sal y una piececita de ajo el interior.
«Una vez fritos, se tapan con la tapa de una sopera y se deja que se confiten en su propio calor», explica. Luego es facilísimo separar la sabrosa carne de la apergaminada piel, convirtiendo el verdor del pimiento en una suerte de clorofílico y untuoso paté vegetal que animan a comer entre pan.
Bici, fútbol y ayuda en el bar
Para entender al cocinero de 2023 es inevitable retroceder hasta el niño que bajaba a estudiar a Ampuero en bicicleta y que volvía a casa cargado de libros y deberes trepando las rampas de La Bien Aparecida. A su llegada a la casona familiar, coronada por el flamígero sol del escudo familiar, se cruzaba con partidas de novicios del seminario diocesano de los Padres Trinitarios, inmaculados en sus hábitos blancos con una insólita cruz roja y azul sobre el pecho.
Ignacio Solana ha crecido al son de las campanas del santuario, y mecido por el sonido, duro, seco, de los pelotazos del anejo frontón donde jugaban los seminaristas navarros y guipuzcoanos en esta aldea (concejo de Marrón) de apenas 40 vecinos ganaderos, montañeses y arriscados.
«Yo ayudaba en el bar de casa, en la barra. En aquellos años, la religión estaba muy arraigada, existía mucha devoción y llegaban hasta aquí muchas excursiones. En casa siempre había trabajo. No era muy estudioso, pero iba aprobando todo porque tenía facilidad. Mi gran sueño era ser futbolista, un media punta al estilo de Laudrup o Redondo», suspira.
«Cuando tenía 13 años mi madre se presentó en Laredo, en el centro de Formación Profesional, y me matriculó en cocina. Quería asegurar el relevo generacional. En el fútbol no tenía futuro», cabecea.
Todos conocían en estos valles al chaval de Solana, el que todas las mañanas bajaba en bici hasta Ampuero, donde cogía el autobús de línea a Laredo para aprender a ser cocinero. De vuelta, a hacer piernas trepando las cuestas de nuevo.
Cuando el tiempo hacía imposible el uso de la bicicleta, los paisanos veían a Nacho apostado en un cruce a la espera de que algún vecino, el panadero o algún otro buen samaritano le trasladara monte arriba, en coche, hasta casa.
«Acabé la Formación Profesional en cinco años; sin más pretensión. Hice un verano en el Club Náutico de Laredo. Se me hizo duro. Trabajé con pescados que no había visto nunca. Había muchísima gente en cocina y conocí otra forma de trabajar, distinta a la de casa. Me gustó y pensamos, con Paco Santisteban, en ir a conocer otras cocinas», recuerda.
El brillo de Aldebarán, la familia Europa
Cayó en Aldebarán, en Badajoz. Local puntero e innovador con estrella de la multinacional de las gomas conquistada por el cántabro Fernando Bárcena que fue, durante 14 años, nada menos que jefe de cocina en Arzak.
«Era un sitio rompedor, de estilo francés. Bárcena tenía muchísima sabiduría. Me aficioné a la cocina; compraba libros y libros de gastronomía; la guía de Rafael García Santos era como mi Biblia. Luego fui al Tubal, a Tafalla. Allí aprendí que la verdura dejaba de ser una guarnición para convertirse en protagonista. (Ah, las pochas. Tengo clientes mexicanos que son yonquis de las pochas y no fallan ninguna temporada). Más tarde entré en el Europa, de las hermanas Idoate, en Pamplona. Allí me enamoré absolutamente de la cocina», rememora.
«En mi paso por esos restaurantes – añade- aprendí de negocios familiares y de relaciones tanto como de gastronomía. Mis padres nunca me llamaron ni vinieron a verme para probar lo que hacía».
«Cuando volvía les contaba los volúmenes de trabajo, todo lo que estaba aprendiendo allí. Era 2002. Libraba los domingos y llegaba a casa a las tres de la madrugada. Jugaba con un amigo al frontón y ayudaba en casa. Cuando regresé quise cambiar las cosas», refiere.
Es el eterno dilema que han asumido (o no) las familias hosteleras de este país. Los hijos vuelven con otras ideas, con otra formación, con otro estilo, con personalidad propia. ¿Pero para qué cambiar si las cosas están bien como están?
«Cambié la vajilla por una Villeroy, empecé a dar cosas nuevas, poco a poco: un aperitivo de la casa que era un langostino en pasta brick con crema de calabaza. Era una revolución. Mi madre hacía merluza koskera, alubias, bacalao con tomate, pescado. Todo muy bien preparado. Pero yo llegué con otras ideas. Un día hablaron con Juan Mari Idoate y lo entendieron. Yo era el relevo; ellos estaban cansados». El primer paso estaba decidido.
Invirtieron 19 millones de pesetas para abrir un restaurante anejo a aquel bar popular que atendía peregrinos y excursionistas y donde se comía tan bien. «Fueron cinco años de una labor didáctica acometida día a día. Era el miedo a lo desconocido. Cuando llegó la estrella en 2011 cambió todo. A mí, como persona y como profesional, pero, también a la casa y a los clientes».
Tenía 31 años y fue un boom. En 2017 gano en Madrid Fusión el concurso Joselito a la Mejor Croqueta del Mundo, se sintió orgulloso porque «estaba en el buen camino». Y su familia lo vio. «Mi padre quitó la ganadería, que todavía manteníamos, y nos volcamos en este local. Nos impusimos la máxima exigencia. Trato de clavar siempre el punto. Todos los días tienen que ser de estrella», resalta.
Así lo logra con los maganos (chipirones) de Laredo o con la reinterpretación del cocido montañés (esencia y alma) con su papada, su gelatina de berza, su polvo de compango y su caldo de puchero.
En pandemia, Nacho volvió a recorrer los hayales, torrentes y prados que anduvo de crío, encontró perrechicales dormidos, conectó con los tomates de Tabernilla, se hizo fuerte estudiando a fondo las recetas de la madre y ampliando siempre en sus viajes la paleta de sabores ya aprendida. Y haciéndose valer en su casa solariega, lugar de peregrinación de comensales con las ideas muy claras.
«Siempre he sido un soñador. La cocina es muy dura, pero te da cosas que ni siquiera imaginaba. Hoy está de moda, los cocineros tenemos un estatus que era impensable. Conoces personas y disfrutas del lujo de que lleguen a tu casa clientes que recorren mil kilómetros», agradece.
Tanto el bar con su terraza como el gastronómico (menú Breñas, 13 pases: 72 €; Sotombo, 19 pases: 98 €) apuestan por el entorno. Solana atiende también la oferta gastronómica de Pico Velasco, hotel boutique en el P. Natural de las Marismas de Santoña.