Hace unos años tener que atravesar el hall de un hotel para adentrarse en su restaurante era una circunstancia suficientemente disuasoria para que los potenciales comensales se cohibieran antes de ir a comer o cenar si no eran clientes alojados. La reacción contraria, ya rozando los comienzos de los 2000, fue asociar los restaurantes de grandes hoteles a figuras de la cocina, chefs con estrellas Michelin que atrajeran público ávido de nuevas experiencias, una fórmula rentable tanto para el cocinero como para el establecimiento.
De una forma u otra esta última alianza se ha venido manteniendo y dado buenos resultados, sobre todo en ciudades como Madrid y Barcelona. Pero el concepto ha trascendido y se ha hecho transversal, de modo que cualquier experiencia turística pasa necesariamente por procurar al cliente una cocina de nivel.
Es indudable que un buen restaurante aporta valor a la oferta hotelera y es uno de los alicientes a la hora de viajar, casi tanto -a veces incluso más- que las que brinda el propio alojamiento. Por eso la familia Lorenzo García tenía muy claro que en A Quinta de Auga la gastronomía tenía que ser el complemento perfecto.
Un lugar con mucho encanto
Filigrana no se puede entender sin el espacio en el que se ubica. Un edificio singular, que fue en el siglo XVIII una fábrica de papel, en medio de una preciosa finca de 10.000 metros cuadrados surcada por el río Sar. La arquitecta madrileña Luisa García y su marido, el promotor José Ramón Lorenzo adquirieron la propiedad en 2003 con la idea de hacer de ella un hotel muy singular. Tras seis años de una laboriosa restauración se convirtió en uno de los alojamientos más recomendables de toda Galicia, adscrito al prestigioso sello Relais & Châteaux.
Está a las afueras de Santiago de Compostela, pero en realidad parece encontrarse en medio de un bosque, un lugar que respira tranquilidad y del que no apetece salir. Un espacio coqueto y elegante donde todo está cuidado al detalle para que te sientas como en casa de unos amigos a los que has ido a ver para pasar unos días.
Esa confortabilidad, esa forma de sentirse bien, no puede dejar de lado lo gastronómico. De ahí que el restaurante proyecte la misma idea que se respira en A Quinta. Porque, además, no está pensado exclusivamente para los clientes alojados, sino que pretende abrirse a cualquiera que quiera conocerlo, es decir, que sea un destino en sí mismo.
El comedor sigue la estética de todo el hotel, con ese refinamiento que le caracteriza, y que en el buen tiempo se abre a una terraza ajardinada llena de plantas y flores, muy apetecible para comer o cenar si el tiempo lo permite.
En este escenario oficia desde 2009 el cocinero Federico López que antes de llegar aquí había pasado por los fogones del también gallego Casa Marcelo* y el suizo Le Bearn**.
Gallego en el fondo, clásico en la forma
En las mesas López pone a punto una cocina de base tradicional gallega que respeta el producto y la temporada, actualizada en los conceptos y la presentación, pero que no renuncia a esa alma clásica atemporal que no pasa nunca de moda. Se abastece de la propia huerta de la finca -en realidad dos, una de vegetales y hortalizas y otra de cítricos y fresas- y de proveedores de confianza y cercanía, agricultores de la zona, que como la carne o los huevos son de proximidad. Por descontado los pescados y mariscos de las rías, esa idea del kilómetro 0 que defienden desde su pertenencia a Slow Food.
Con estos argumentos el cocinero maneja una carta y tres menús degustación a precios razonables (por lógica el menú de marisco tiene un precio elevado), incluso imbatibles si hablamos del menú diario a 29 euros, teniendo en cuenta el lugar, el servicio y la calidad de los platos (incluyendo entrante, principal y postre).
La mejor forma de acercarse a la cocina de Filigrana es optar por el menú degustación de 12 platos (72 euros sin vinos) que va variando según el mercado. Puede empezar por una ostra gallega al natural aderezada con un suave gel de lima con el punto justo de frescor que no enmascare el bivalvo. Un clásico de la casa es el chupito de pulpo con cachelos, estupendo por la calidad y punto del pulpo. Menos conseguido el gazpacho de sandía y remolacha con helado de aceite de oliva virgen extra (también de producción gallega), básicamente porque resulta un tanto dulce.
El crujiente de anchoa y albariño con queso de As Neves funciona muy bien en conjunto, y da paso a uno de los platos estrella del restaurante: la merluza de pincho al vapor sobre cremoso de guisantes (lo ideal sería ofrecerlo únicamente en primavera, en su mejor momento), una elaboración sencilla que se basa en la calidad irreprochable del pescado y su cocción, a la que no se le pueden poner pegas.
Es habitual cualquiera de los pescados de la ría a la sal, acompañado de cachelos y verduras, como el delicioso sargo, que limpian en sala con todo el protocolo y la profesionalidad precisa.
Antes de los postres una receta tan clásica e internacional como es steak tartar de ternera gallega, con un aliño muy equilibrado, que sirven con pan al carbón, conseguido con tinta de calamar.
Ya con los dulces, mousse de fruta de la pasión con helado de mango y milhojas de queso mascarpone con helado de fresas, ambos refrescantes, nada dulces, lo que se agradece para terminar la comida. Sin embargo los golosos no pueden dejar de probar la tarta de queso con caramelo, casi un delicioso tocino de cielo.
La bodega cumple de sobra y sorprende con estupendos vinos gallegos, tanto blancos como tintos y espumosos. Lo mejor es dejarse aconsejar por el maître, Jorge Ozores, que derrocha amabilidad y conocimiento al frente de la sala.
El menú degustación que se ofrece de lunes a viernes y se componen de entrante, principal y postre cuesta 29 euros, mientras que el de doce pases se eleva a los 72, con 38 euros más de maridaje, y el basado en marisco con vinos gallegos seleccionados por el sumiller asciende a 216 euros.