Un emocionante comedor popular en el centro de Pichilemu, una de las caletas más conocidas de Chile.
Es lunes en Pichilemu, una ciudad costera a tres horas desde Santiago, mundialmente reconocida por ser la capital del surf. El pueblo está vacío, aún no empieza la temporada alta y son pocos los restaurantes abiertos. Me hablan, sin embargo, del restaurante Comida Rica Yael Riku, el local de Gerardo León y Lorena Basulto, un sitio que abre todos los días, solo da servicio de almuerzo y al que a diario acuden parroquianos locales para el deleite de los sentidos y profesionales interesados en coger perspectiva y volver a pensar sobre los aspectos importantes que rodean a una cocina.
Cruzo el umbral de la puerta y una maleta de cochayuyo, esa alga que viste las costas chilenas, me da la bienvenida. La carta, una hoja escrita con marcadores de colores, está pegada en la pared, mientras otro cartel da cuenta del menú del día. La lectura de ambas me anuncia una comida inolvidable.
Me entra por los ojos un rompecatre, que es como le llama a su ceviche de pesca del día (en este caso reineta), con piure (Pyura chilensis), ese urocordado intenso y yodado, endémico del Pacífico chileno, ulte, algo de lapa, cochayuyo, oxalis, planta halófita conocida también como trébol, abundante y silvestre en las salinas de la región, y nalca (Gunnera tinctoria), planta nativa comestible con cuya hoja se suele cubrir el curanto en Chiloé y de la que usa sus tallos similares al ruibarbo. Llega a la mesa acompañado de un caldo denso, frío, una especie de leche de tigre en base a la cocción de nalcas y algo de licor. Quedo muda. Me sobrecoge encontrar en un solo plato tal variedades de recursos marinos. Es la primera vez que un plato me habla de esos 4200 kilómetros de la que presumimos en Chile. Es abundante y elegante al mismo tiempo, con diversidad de texturas, sabores nítidos. Puede que sea el mejor ceviche que haya comido nunca. Te deja el cuerpo para ir de fiesta.
Sigo con una bandeja de locos (concholepas concholepas) un molusco gasterópodo de una sola valva que se alimenta de picorocos y lapas, otras dos joyas del Pacífico austral. Gerardo lo cocina con maestría, con el tiempo justo para que quede tierno sin perder sabor. Los acompaña con un vaso de su caldo, y los sirve a la manera tradicional chilena, con mahonesa, una salsa verde a base de cebolla y cilantro y papas cocidas.
Le pregunto a Gerardo de donde viene el nombre de su restaurante, “Yael Riku significa comida rica en mapudungún”, me responde. Lo suscribo. Trabaja con productos frescos de la zona, de mar y campo, muchos de ellos de la cocina mapuche, como nalcas, mote, quinua, piñones, harina tostada, boldos. Practica una cocina libre, sin recetas, sin grandes estructuras, en las que las únicas constantes son la novedad, el sabor y la abundancia. Una cocina territorial. El precio es popular y el comedor, para 50 personas, es amable, cercano.
Sigo el festín con un plato cuyo nombre no tiene desperdicio. “Feo pero Rico”, un pejesapo frito rebozado al estilo pescador, receta que Gerardo consiguió del mismo proveedor del pescado. Lo marina en limón, vino y ajo, lo fríe extraordinariamente bien. Es un pescado graso, de poca carne y mucho sabor. Un lujo de especie, muy difícil de encontrar. Lo sirve entero y es un gozo comerlo con las manos.
Para cerrar, unas nalcas en almíbar de boldo con un toque de crema.
Muchas de las caletas chilenas son unidades territoriales fundacionales, es decir, hubo primera una caleta, antes que una ciudad. Llevo meses levantando información sobre el maritorio chileno y sus posibilidades y en una sola comida, de tantas que he hecho en mi vida, me encuentro de frente con toda esa autenticidad, con todo lo que el mar Pacífico representa. Una comida emocionante.