El restaurante pamplonica Kabo ha sido fructífera fuente de noticias durante 2023. Y no todas buenas, de esas que hacen alegrarse por sus dueños. Así, la relación de grandes hitos particulares arranca con su traslado traumático al número 10 de la Avenida Zaragoza, a solo 20 metros del hotel Avenida, su ubicación original. Apenas dos meses después, durante la celebración de los últimos sanfermines el nuevo establecimiento fue víctima de una oleada de reservas falsas y no-shows que esa semana le privó de la presencia y facturación de nada menos que 146 comensales. Y ya en la recta final del año permanece en la memoria la imagen de Aaron Ortiz (cocina) y Jaione Aizpurua (sala) sobre el escenario del Auditori Fòrum del Centro Internacional de Convenciones de Barcelona, donde en enero recibieron su primera estrella.
La recogieron los dos porque ambos son responsables del éxito. Él cocina aplicando un prisma de contemporaneidad a la despensa navarra y ella dirige la sala con elegancia, respetuosa complicidad y esa sonrisa XL natural que tanto se echa en falta. La pareja forma un tándem indisociable desde 2016, cuando se conoció en la vermutería Darlalata (ella era jefa de barra, él cliente) y decidió compartir proyectos vitales y profesionales. Fue el arranque de una trayectoria conjunta con escalas en Inglaterra, Irlanda, Kenia y Argentina antes del definitivo asentamiento en Pamplona.
Fue en 2019 cuando abrió sus puertas por primera vez Kabo con un planteamiento claro: “Es un espacio donde el hilo conductor es Navarra, productos y productores con nombre y apellidos. No es el final de la cadena, sino el principio de todo”. Son palabras de Aaron, un cocinero reacio a las modas que pasó una temporada de prácticas en el departamento de I+D de Mugaritz.
Menos de cuatro años han bastado para afianzar una propuesta gastronómica que, sin resignarse a un formato estrictamente tradicional, se inspira en buena medida en el recetario popular, encuentra jugosidad, sabor y contraste en una batería de emulsiones, y otorga efectivamente protagonismo al producto del lugar. La intención se aprecia nítidamente en la información que se arrima al comensal, donde figuran los nombres propios de los proveedores de una treintena de productos de proximidad, desde alcachofas, cardo y borraja a cordero, trufa y ternera.
Dos horas dedicadas a producto, técnica y sentimiento
Alrededor de dos horas dura la experiencia en Kabo. Es el tiempo que lleva dar buena cuenta de un menú degustación (única opción disponible) que transcurre a ritmo ágil marcado por Jaione y se puede armonizar con una selección de vinos que pone el acento en bodegas pequeñas y abarca 150 referencias. Éstas están llamadas a elevar una fórmula que gira alrededor del producto, la técnica y el sentimiento, cambia con el paso de cada estación y hace gala de permeabilidad para incorporar sobre la marcha productos de temporada.
La costumbre es empezar con mantequilla casera especiada, sazonada con sal de Salinas de Oro y escoltada por pan de carasatu, y a mi paso siguieron tres cálidas muestras de fingerfood pegadas al terreno. Incluso en forma de panipuri ahumado relleno de un cremoso de foie con trufa aestivum cubierto, a su vez, con manzana verde, anguila ahumada de Yesa, cebolla encurtida al vino tinto y emulsión cítrica; un feliz contraste de componente graso y notas ácidas. El bollo de mantequilla se rellenó con cordero lechal de Tierra Estella, aderezado con ralladura de queso Roncal y aceite navarro, y la croqueta es de euskaltxerri, cerdo autóctono criado en este caso en Lekunberri.
Los cubiertos llegan para comer una atinada cebolleta estofada posada sobre reducción oscura de ave y cerveza y, más clara, emulsión de tomillo limonero. El turgente y sabroso tomate feo de Tudela apareció en texturas (en trozo, en espuma, deshidratado), propulsado por pesto de huacatay y emulsión de cereza pinta de Milagro. Igual que el calabacín, presentado en una secuencia que lo incluía como sedosísima crema ligeramente trufada, como especie de tagliatelle escalfado relleno de tartufo y como flor en tempura rellena de queso brie. Una combinación notable.
Su versión del almuercico sanferminero jugó inicialmente al despiste al ser emplatado en vajilla negra con forma de erizo de mar, cuando realmente consistía en una base de papada de euskaltxerri y (poco) pimiento del cristal, huevo de pollita ecológica, espuma de huevo frito y migas con grasa de papada, pimentón, ajo y cebolla. Una invitación a meter una y otra vez la cucharica que precedió a una ración de corvina asada tocada con una vinagreta con picada de cebolleta y pimientos verde y rojo. El pescado lucía un gran punto de ejecución y la salsa cobraba melosidad con el aporte de médula de atún.
Aún restaban dos platos de carne: una armoniosa combinación de rebozuelo, col y cochinillo de otra vez euskaltxerri (demasiado cerdo pío negro, quizá, presente en tres de los nueve bocados salados), y la irrupción en escena del elegante pichón de Aráiz. Convivían en el plato cortes de pechuga y de solomillo, éste a modo de anchoa de montaña por las peculiaridades de su elaboración con sal, azúcar y arbequina, y se tensaba la cuerda de la paradoja al embutir hierbas que come el ave en un cartucho de patata, al presentar lo que le alimenta dentro de aquello que le quita la vida. Eso sí, mejor hubiera resultado un paté de sus interiores.
Más audaz resultó incluso el apartado de postres, cuyo atrevimiento mereció aplauso al incorporar el componente vegetal situando helado de tomillo, lavanda y miel entre tierra de remolacha y endivia con maracuyá. Después de un helado de haba tonka (con aire de regaliz, tierra de aceituna negra y ligero chocolate con leche) y antes de transformación, señalado como “postre emblema de Kabo”. Lo es porque su vistosa puesta en escena (salsa de grosella negra se vierte sobre una cápsula de algodón de azúcar que, al deshacerse en contacto con el líquido, representa el paso de oruga a mariposa) evoca una “historia de resurrección y fuerza”. La de la propia Jaione, que apenas veinteañera superó una grave enfermedad y comenzó “a volar”.
“Para mí la mariposa representa la transformación de una misma, la independencia, la libertad”, cuenta Aizpuru, una mujer que ha cumplido el sueño de abrir su propio restaurante. De ahí la relevancia del insecto en Kabo, que por cierto significa “la transformación de la mariposa” en el idioma de la tribu masai, con la que la pareja convivió en Kenia.
Así trascurre el día a día en Kabo, entre alegrías, sabrosuras, sobresaltos y homenajes, como la vida misma. El ánimo con que lo afrontan se refleja en la decoración de esa cocina presidida poruna frase impresa a gran tamaño sobre la campana: “Persigue un sueño lo suficientemente grande para nunca perderlo de vista”.
Su determinación no la agrietan campañas desestabilizadoras, hospitales ni ese hilo musical que emite versiones soft de Rolling Stones, Madonna, Aerosmith… Con lo bien que suenan las originales, sin necesidad de pensar que uno está en el ascensor o en la sala de espera del dentista.