Kalma, de Jorge Monopoli: la obstinación a prueba de balas

En Kalma, restaurante ubicado en el extremo sur de la Argentina, Jorge Monopoli recorre paisajes y ecosistemas de la mano de pescadores y productores con una idea fija: mostrar todo aquello que no se conoce de este increíble lugar del fin del mundo

Rodolfo Reich

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Obstinado. Así se podría definir a Jorge Monopoli, chef y propietario de Kalma, en Ushuaia. Ese adjetivo da pistas de cómo su restaurante, con 16 años de vida en la ciudad más austral del mundo, mantiene la ambición intacta. La de ser embajador gastronómico de Tierra del Fuego, recorriendo una alacena poco transitada, que va más allá de los best sellers de la zona. “Acá hay productos emblemáticos con una calidad increíble, como la merluza negra, la centolla, el cordero fueguino. Pero también hay otras cosas que suelen pasar desapercibidas: los hongos de recolección, las flores, las hierbas, los pescados como el salmón salvaje, los pejerreyes o el róbalo, crustáceos como la langostilla, los pulpos del canal, entre muchos más. De eso se trata Kalma”, dice Jorge, que tantas veces parece un quijote enfrentando los grandes molinos del viento patagónico. 

 

La historia cuenta que este cocinero nació en La Patagonia, pero en un terreno menos extremo, más al norte, en Villa Regina, en el Alto Valle del Río Negro, de donde proviene el grueso de las manzanas y peras de Argentina. Terminado el colegio secundario, se fue de la casa de sus padres a la ciudad de La Plata, para estudiar geología. Allí comenzó a trabajar en la cocina. Dejó la universidad, estudió en el Instituto Argentino de Gastronomía, pasó por distintos restaurantes e hizo una pasantía en Sevilla, en el hotel de lujo Hacienda Benazuza, donde ofrecían los principales hits históricos de ElBulli. Vivió y trabajó casi dos años en España, hasta que un llamado de un cocinero amigo, Gustavo Rapretti, lo llevó a Ushuaia para hacerse cargo de la cocina de un hotel recién inaugurado. 

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En la Patagonia, Jorge Monopoli descubrió la importancia de la cocina del producto como vínculo con el entorno y con los productores.

Corría el año 2007, Jorge tenía 27 años, y llegó a la llamada ciudad del fin del mundo con engreídos aires de superioridad gastronómica. “Venía con mi cocina molecular, mis esferificaciones y gelificaciones. Fue un desastre: eso no le interesaba a nadie, choqué contra una pared durísima”, recuerda. “La experiencia me sirvió, me obligó a pensar. Entendí que la cocina de producto era más que una moda. Tenía que ver con la sustentabilidad, con el desarrollo económico de una región, con una idea de lo propio. Era algo sólido, durable. Así arrancó el germen de Kalma”. Con esa idea, Jorge buscó una cocina para desarrollar primero un catering, y el local que encontŕó terminó convirtiéndose en Kalma, restaurante que una década y media más tarde insiste con las mismas ideas, con una voz clara y lúcida.

 

El fin del mundo

 

Para entender Kalma es necesario pensar en Tierra del Fuego, la provincia que marca el extremo sur de la Patagonia Argentina, incluyendo en sus límites territorios como las Islas Malvinas, la Isla de los Estados y la península Antártica. De importancia geopolítica, es una región cercada por aguas, el Estrecho de Magallanes, el Canal de Beagle, el Océano Atlántico. Hay grandes lagos y el final de la Cordillera de los Andes, que acá pega una curva, con orientación oeste este, logrando que Ushuaia —la capital provincial— sea la única ciudad trasandina del país.

 

Tierra del Fuego fue hogar de distintas comunidades, yamánas, selk’nam, entre las principales. Fue centro de disputas con la vecina Chile, fue también una mítica cárcel. A partir de la década de 1970, su escasa población comenzó a multiplicarse, apoyada por una decisión estatal de convertir a la provincia en un polo tecnológico. Creció también el turismo, con Ushuaia como puerto de grandes cruceros, con Tierra del Fuego como parada de turistas en su camino a la Antártida, como centro de esquí, como destino de aventura y trekking, con sus cotos de caza y de pesca, con sus ballenas, con sus guanacos corriendo por los campos.. El clima acá es cambiante; hay una frase de los lugareños: “en un mismo día se pueden vivir las cuatro estaciones”. Vientos potentes, fríos bajo cero, largos días bajo el sol. Es una ciudad que se mantiene joven: todavía hoy más del 50% de los habitantes de Tierra del Fuego no nació aquí, sino que vino de otras partes del país, cada uno buscando sueños o escapando de realidades. Apenas salir de la ciudad de Ushuaia en auto, aparecen sobre un recodo de la Ruta 3 decenas de modestos y coloridos altares religiosos, reconociendo los santos, las vírgenes y las creencias que llegaron con los migrantes. 

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A priori, se podría pensar que la de la Patagonia es una despensa limitada, pero Monopoli cuenta 35 proteínas disponibles. En la imagen, el chef recolecta hongos en temporada.

En este contexto nace Kalma, en una ciudad de 110.000 habitantes, que recibe turismos eclécticos, brasileños en invierno buscando nieve, europeos y norteamericanos en camino a la misteriosa Antártida, argentinos descubriendo un país que no conocen. “Fuimos los primeros en ofrecer menú degustación”, cuenta Jorge. “No fue fácil, viví muchas crisis: propias, del país y del mundo. Entré varias veces en bancarrota, pensé en cambiar, poner una pizzería, una fábrica de pastas. Pero por necedad o por convicción, seguí siempre el mismo concepto. Esa obstinación es lo que me permitió llegar hasta acá, sin inversores o socios. Mirando atrás, siento orgullo del camino que recorrí”. 

 

Una alacena sorpresiva

 

El prejuicio común afirma que en lugares tan extremos y distantes como Tierra del Fuego, la posibilidad de conseguir productos frescos es acotada. Jorge lo niega: “hay una diversidad increíble. Llevo contadas más de 35 proteínas que uso en el restaurante. Hay muchísimos hongos silvestres, en distintas épocas del año, y salimos a buscar por los bosques: coprinus, pan de indio, fistulina antárctica, champignon augusto, morillas y más. Hay flores, hierbas, el levístico (un apio del monte) que es fantástico”. Un día de Jorge puede incluir una visita a la Estancia Harberton, donde Abby Goodall maneja una huerta al aire libre con un siglo y medio de historia en Tierra del Fuego. Puede también llevarlo hasta las costas del Cabo San Pablo, sobre el mar Atlántico, para esperar la bajamar comiendo deliciosas empanadas de róbalo, y recoger luego las redes junto a los pescadores Miguel y Silvia. O ir a Cambaceres, una de las bahías del Canal de Beagle, para ver si Santiago o Juan —pescadores de piel curtida— consiguen pejerreyes o salmón salvaje. “En estos 20 años armé vínculos muy fuertes, se convirtió en mi dinámica de vida. No se trata solo de conseguir el producto, sino de entender el proceso completo de lo que significa ese producto. Darnos una mano unos a otros, conocernos, saber quiénes somos. Así como se usa la palabra sustentabilidad para hablar del ambiente… lo mismo, pero aplicado a las relaciones entre nosotros”. 

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Kalma ofrece un menú degustación de temporada basado en los productos disponibles del mar, los bosques y las huertas cercanas.

Una nueva idea de Jorge, diseñada junto a su pareja Bruna Rodrigues (brasileña, también afincada en Ushuaia), es ofrecer estas experiencias con mirada turística: previa reserva, salir en grupo de cuatro, seis, hasta ocho personas, junto con el cocinero a recorrer la isla entera, recolectar hongos, cosechar kale o frambuesas, hablar con los pescadores, calzarse las botas de goma para entrar al mar y retirar las redes, abrigarse para vencer el viento, pasar la noche en Estancia Las Loicas con la salamandra encendida, cenar allí un menú con la firma de Kalma, en versión más rústica: podrá ser pulpo fueguino a la parrilla, un cordero local, un ojo de bife de una cabaña de Angus, mejillones, almejas, erizos, navajas, una centolla sin artificios, un guiso, un kimchi de kale, lo que dicte el capricho, la estación, el azar. 

 

“Los vegetales suelen venir de invernaderos, pero cuando encontrás una huerta al aire libre, es emocionante lo que se genera. Tenés productos que se adaptaron al clima. El kale, por ejemplo, se pone dulce, porque la raíz le manda glucosa a la hoja para que no se congele. Ese kale lo meto en el kamado y es una locura. Acá el ajo tarda un año entero en brotar y crecer; yo lo planto en abril en la huerta de mi casa, pasa el invierno bajo la tierra congelada, pero latente, cargándose de potencia. Esto me vuela la cabeza”. Jorge habla así, con intensidad, con enamoramiento de esta tierra que adoptó. Una tierra áspera, salvaje, problemática y hermosa, que está lejos de ser la de un cuento de hadas. 

 

En Kalma es posible seguir distintos recorridos: hay menú a la carta, con platos más amigables para todo público; hay degustación corta —tres pasos con sopa y panes de masa madre de bienvenida—, y está el menú insignia, donde juegan todos los elementos que el cocinero encuentra cada día. Un crudo de pejerrey, unos mejillones dulces, un hongo lengua de vaca cocinado con salsa soja, el fantástico collarín del róbalo, unos lingotes de cordero braseado, unos tortellini de centolla con bisque de langostilla, las huevas del salmón salvaje apenas saladas, los letones del mismo pescado trabajados al modo de un shirako japonés, entre más opciones.

 

No todos los platos son perfectos, pero sí todos muestran esa búsqueda y esa determinación que conforman la columna vertebral del restaurante. De beber, la sommelier Camila Fernández armó una cava con gran presencia de bodegas patagónicas. Y se suman cócteles y cuatro vermús diseñados por la bartender Luz Canessa, a base de productos locales, casiss, corinto, canelo, entre tantos otros. En el equipo está Oriana Giuggia, con sus panes de masa madre y su pastelería, que se atreve a jugar con una cocina dulce con postres como el de remolacha, helado de levístico, vinagre de kombucha de cassis y nabo crujiente.  

 

En ciudades donde manda el turismo, es usual que la gastronomía apueste a lo fácil, a lo que siempre funciona. Kalma escapa a esta fórmula hecha, cartografiando un mapa comestible del mar, de la estepa, del bosque, de los lagos y canales. Un restaurante valiente y necesario.  

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