Cuando Lur abrió sus puertas, a finales de 2023, en una calle recóndita al Sur de Madrid, entre la plaza de Legazpi y el Planetario, y semioculto tras una fachada que pasa prácticamente inadvertida para el viandante, rápidamente se convirtió en una dirección secreta frecuentada por los vecinos del cada vez más emergente Barrio de los Metales, en el distrito de Arganzuela. Ahora, cuando está a punto de cumplir un año de vida, ya es un secreto a voces entre los más avezados gastrónomos capitalinos. Y, en breve, estará en boca de todos.
El mérito es de una cocinera que acaba de cumplir ¡22 años!, Lucía Gutiérrez, discípula del mítico Hilario Arbelaiz y que practica una cocina apegada a la tierra (lur significa eso, tierra, en euskera) a través de ingredientes de temporada procedentes de pequeños productores, con un incuestionable deje vascongado (la sombra del maestro es alargada), un notable dominio de la técnica y, sobre todo, que es lo que más llama la atención dada su edad, sentido común, mucho sentido común. Tiempo para hacer locuras y filigranas tiene por delante todo el del mundo.
El comedor del restaurante es casi una declaración de principios naturalistas. Entre pequeños olivos, apenas cinco mesas, con capacidad para una docena de comensales, sobre cada una de las cuales, sin manteles, reposa a modo de ornamento una cepa de vid seca. El espacio entre ellas es enorme -sólo recuerdo algo parecido en Santceloni- y cada una es como isla donde los comensales pueden dedicarse a vivir la experiencia casi en la intimidad, apenas arrullados por un ligero hilo musical.
Sólo es posible reservar por internet y, al hacerlo, hay que indicar si se optará por el menú degustación (76 euros, sin bebida) o por comer a la carta, compuesta por cinco entrantes y cuatro segundos. Atención a esta segunda opción porque, en una decisión cuanto menos controvertible, los entrantes han de pedirse a mesa completa y sin la opción de compartirlos: es decir, en una mesa de dos de cada uno de ellos hay que pedir (y abonar) dos raciones. Los segundos, en cambio, sí se pueden compartir y llegan ya emplatados en sus medias raciones. Seguro que este sistema es muy útil para la logística y para garantizar un consumo mínimo, pero…
Para arrancar, a modo de apertura, un trío de snacks interactivos entre sí que casi, casi, proponen la cuadratura del círculo y dejan intuir por dónde van los tiros de la cocinera: gajo de tomate sobre jugo de pimientos asados, pimientos a la brasa con colágeno de bonito y taco de bonito asado con polvo de tomate. Un ejercicio de estilo tan divertido como estimulante.
Acertada combinación la del bogavante azul con crema de coliflor y aire de hinojo, con las verduras ejerciendo de contrapunto al marisco al tiempo que ensalzan su sabor. La cabeza que acompaña, para chuparse (literalmente) los dedos.
Funciona muy bien la flor de calabacín rellena de idiazábal ahumado sobre fondo de beurre glacé, igual que lo hace el chipirón de Getaria relleno de sus tentáculos con un fondo bien trabado de tinta y el toque refrescante que aporta una crema agria.
(Nos hubiera gustado probar también los otros dos entrantes, ravioli de gallina en pepitoria con almendras garrapiñadas y puntilla y guiso de rabito de cerdo ibérico, cigala al carbón, regaliz y lima pero, dadas las normas de la casa, hubiera sido excesiva cantidad.)
Entre los segundos nos recomendaron el taco de bonito muy poco hecho con cebolla, limón y chirivía pero, por no repetir de este pescado, nos fuimos a una lubina salvaje con grasa de txuleta, rebozuelos y calabaza, estupenda de punto, intensa de sabor y que anticipa ese otoño que se aproxima inexorablemente.
Apenas dos camareros se bastan y sobran para atender con solvencia y eficacia la sala y en cuanto a la bodega hay que reseñar que la oferta es más bien corta, lo cual no significa que no haya cositas interesantes. Otra cuestión es que los precios de los vinos son severos, por no decir directamente disuasorios.
En cualquier caso, apunten este nombre: Lucía Gutiérrez.