Daniel Núñez no nació con las manos en la masa. Su primer encuentro con el oficio fue accidental: atravesar una cocina de banquetes en León para instalar un equipo de audio. Años después, dirigiría las cocinas de Pujol y defendería un proyecto que convirtió el maíz en laboratorio cultural.
«No cocinaba nada. Mi mamá no tenía tiempo. De verdad no vengo de una familia de cocineros», confiesa desde las cocinas donde hoy coordina un equipo de 40 personas. Aquella cocina de banquetes plantó una semilla que definiría su carrera.
En 2011, durante sus prácticas profesionales en León, Daniel escuchó hablar del chef Enrique Olvera y de un proyecto en San Miguel de Allende: Moxi. El acercamiento fue clandestino: se asomaba por la puerta para observar a los cocineros. «Me llamó la atención y me decidí a hacer prácticas ahí».

Cuatro años después, cuando Pujol se expandía, Daniel fue convocado para dar el salto a la capital.
«Llegué y le dije a mi esposa: Está la posibilidad de ir a la Ciudad de México. Creo que es donde nos aventamos. Y dijo: Pues vámonos».
La identidad se construye
¿Qué significa cocinar con identidad según la escuela de Enrique Olvera? Daniel ha estado suficiente tiempo dentro del grupo para entender que no se trata de una fórmula, sino de una actitud.
«Creo que ya tiene un estilo muy marcado Pujol. Cuando visitas cualquiera de los restaurantes del grupo, sabes que estás ahí por el mobiliario, por el servicio, por la música, pero sobre todo por la comida», explica.
La identidad no se impone: se construye. Y en Molino El Pujol, esa construcción pasó por el laboratorio más inesperado: el maíz.
Entre el rescate y la controversia
Cuando Molino El Pujol abrió en abril de 2018, las críticas fueron inmediatas y feroces. «Tortillas santificadas», «abuso económico», «gentrificación culinaria». El precio de la docena de tortillas —20 pesos cuando una tortillería de barrio vendía el kilo a 13— se convirtió en el símbolo de una discusión más profunda: ¿Dónde está la línea entre rescatar y apropiarse?
«Mucha de la gente que empezó a hablar mal no sabía de todo el contexto; de todo lo que hay detrás», reflexiona Daniel. «Para empezar, trabajamos con Amado, que es una persona que está haciendo trabajo de campo desde la tierra y desde un pensamiento más profundo».

Amado Ramírez es el curador de maíces de Molino El Pujol. Su trabajo va más allá de la compra de grano: es un rastreo sistemático de variedades criollas, un mapeo de familias productoras, una documentación de técnicas ancestrales que podrían perderse sin el respaldo económico adecuado.
Su metodología es específica: viaja a las comunidades, identifica a familias que conservan semillas ancestrales, establece relaciones comerciales directas y documenta los procesos tradicionales de nixtamalización. «No vamos y compramos toda su producción. Compramos el excedente que les sobra de lo que ellos consumen», aclara Daniel.
Cada variedad requiere ajustes técnicos: la cantidad de cal, el tiempo de cocción, la temperatura del agua, el punto de molienda. El maíz de Jala, Nayarit, que protagoniza el menú de aniversario, ejemplifica esta complejidad. Su naturaleza alcalina —resultado de los minerales del suelo volcánico— requirió meses de experimentación para lograr la nixtamalización correcta.
El laboratorio del maíz
Molino El Pujol no es una tortillería gourmet. Es un laboratorio gastronómico donde cada maíz representa un reto técnico diferente. «Cada maíz es diferente, depende mucho de la tierra, de los minerales, de las características que tiene. La cantidad de cal, la cocción, el agua, la molienda… todo cambia».
Durante años trabajaron principalmente con maíces de Oaxaca, hasta llegar a entender su comportamiento. Ahora exploran la región del Pacífico: Nayarit, Colima, Jalisco. Cada nueva procedencia implica reaprender el proceso completo.

El laboratorio funciona como archivo gastronómico vivo. Cada variedad de maíz se procesa según técnicas específicas de su región de origen, documentando diferencias en alcalinidad, humedad, tiempo de cocción y textura final. Han registrado más de 30 variedades criollas, cada una con su protocolo técnico específico.
«Hemos estado documentando todo este conocimiento. La intención es que no quede solo para nosotros, sino que la gente pueda acceder a él», asegura Daniel.
La degustación del séptimo aniversario
La tarde del séptimo aniversario de Molino El Pujol, el restaurante presenta un menú especial que refleja esta nueva etapa de exploración. El maíz protagonista es el de Jala: un grano blanco que, por sí solo, resulta discreto, pero que potencia extraordinariamente cualquier sabor que lo acompañe.
«Por sí solo no dice mucho, no tiene mucho sabor. Pero lo que hace es que resalta muchísimo el sabor de las cosas con las que lo acompañas», explica Daniel, mientras observa la terraza abarrotada con comensales que soportan incluso la lluvia para probar los nuevos maíces.
El menú incluye pozole de camarón preparado por cocineras tradicionales de Jala, tamal de tatemado de cerdo, pescadillas de marlín ahumado y, para cerrar, gorditas de piloncillo al horno. Todo elaborado con el maíz blanco que revela su personalidad alcalina, característica de los granos del Pacífico.

La primera cucharada del pozole es reveladora: un fondo que remite al consomé marino, pero con la profundidad terrosa del maíz nixtamalizado. «Hay un dejo de humo, de tierra», se percibe en cada grano. Es un sabor que puede desconcertar a quien busca referencias conocidas, pero que conecta con memorias más profundas.
La nueva geografía del maíz
El proyecto de Molino El Pujol ha evolucionado hacia algo más ambicioso: mapear México a través de sus maíces. Trabajando con el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, han dividido el país en seis regiones. Cada cuatro o cinco meses cambian de zona, explorando nuevas variedades y técnicas.
«Estamos haciendo visitas de campo a estas regiones, buscando familias que estén produciendo maíces criollos y que nos puedan colaborar», explica Daniel. El proceso incluye envío de muestras, análisis en laboratorio y adaptación de las técnicas de nixtamalización según las características específicas de cada variedad.
Los maíces del Pacífico, más alcalinos que los de Oaxaca, han requerido ajustar todo el proceso: «La química del suelo influye directamente en la textura y el sabor final. No es solo cambiar el grano; es reaprender a procesarlo».
Identidad sin ego
Daniel Núñez representa una generación de cocineros que creció dentro del sistema Pujol sin perder de vista sus orígenes. A los 33 años, con una hija que tuvo a los 23, entiende que el éxito de Molino El Pujol no radica en la innovación por la innovación, sino en la coherencia cultural.
Su historia —del audio a la gastronomía, de León a la Ciudad de México, de las cajas de cartón a dirigir una de las cocinas más influyentes del país— resume una generación que no heredó el oficio, sino que lo construyó paso a paso.
Cuando le pregunto si le preocupa perder identidad propia después de tantos años en el grupo, la respuesta es directa: «Es que no estamos rescatando nada. Nos gusta trabajar con productos de calidad, tratar de preservar, darle el valor que se merece. Creo que eso es lo único que hacemos».
¿Rescate o apropiación?
La pregunta persiste: ¿Dónde está la línea entre rescatar y apropiarse? Daniel no la evade: «También creo que mucha gente que empezó a hablar mal no sabía de todo el contexto, de todo lo que hay detrás».
El contexto es Amado Ramírez trabajando directamente con productores. Es el pago de precios justos por excedentes. Es la documentación sistemática de técnicas. Es la colaboración con cocineras tradicionales que entienden el insumo desde su origen.
Molino El Pujol no se apropia: rastrea, documenta, preserva y paga. La diferencia es sustancial, aunque no siempre evidente para quien observa desde afuera.

El maíz tostado con mayonesa de chicatana que sirven como entrada no es un homenaje: es una traducción. La gordita de piloncillo que cierra la comida no es nostalgia: es técnica aplicada con productos contemporáneos. El pozole de camarón preparado por cocineras de Jala no es folclor: es conocimiento vivo.
Siete años después, Molino El Pujol ha demostrado que la alta cocina puede ser un vehículo de preservación cultural sin caer en la apropiación. Que el laboratorio gastronómico puede coexistir con el respeto a las tradiciones. Que rescatar, cuando se hace con rigor y honestidad, no solo no es apropiar: es resistir.