La pulpería marina de El Vasco

Necochea es una localidad balnearia del sureste argentino que recibe miles de turistas por año durante los meses de verano, su playa es codiciada por su cristalinidad, su color y extensión. De diciembre a marzo, la ciudad muta y sus calles se llenan de visitantes que las caminan buscando todo aquello, pero también su gastronomía marina en su puerto de aguas profundas, donde pintorescos restaurantes ofrecen los frutos no sólo del mar, sino también del Río Quequén, que desemboca en un estuario de gran riqueza ictícola.

Leandro Vesco

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La paz reina en Los Ángeles, a 30 kilómetros de este bullicio, una mínima aldea marítima con una pulpería que congrega a los solitarios. “El secreto es la honestidad y el trabajo”, explica Óscar Zapiain. Más conocido como el Vasco, atiende su pulpería desde los años 70, cuando Los Ángeles era un territorio apenas conocido por la gente de campo. Tiene 20 habitantes estables durante el año. Sin señal telefónica ni internet, el pueblo es una cápsula de paz y tranquilidad. Se llega luego de atravesar un áspero camino rural de tierra y piedra, que se vuelve intransitable con la lluvia.

 

Para ver esta costa íntima, es necesario el esfuerzo. Un racimo de casas se confunde entre los senderos que siguen el diseño caprichoso de los médanos suaves. Liebres y zorros los cruzan. La naturaleza agreste y salvaje convive con algunos caminantes, campo y mar se unen en la calle de tierra donde se levanta la Pulpería del Vasco. Punto de encuentro por excelencia.

Pulpería El Vasco
Pulpería El Vasco

“Es una vida linda, los clientes ya son amigos”, cuenta Oscar, nacido en Necochea. El pueblo, convertido en un destino sólo visitado por amantes de los silencios naturales y del mar, tiene a su vez la presencia de la vida rural, grandes extensiones de campos con ganadería y agricultura decoran la entrada al pueblo. En verano, el girasol se funde con el azul marino del mar. Es común ver vacas pastando en los médanos; una postal inusual. Estancieros, trabajadores rurales y pescadores, se reúnen todos los días a tomar un aperitivo minutos antes del almuerzo y al caer el sol. La ceremonia tiene rango de liturgia.

 

“No importa si no tienen dinero, saben que yo les voy a dar igual”, comenta Oscar. No sólo un trago, sino provisiones. El dinero en estos lugares no tiene importancia. En un papel (el mismo que usa para envolver fiambres), anota pacientemente aquello que forma parte del crédito que este pulpero da a sus fieles clientes. “Me basta ver la mirada de la gente para saber cómo son”. Códigos de otros tiempos cuando todo se arreglaba de una manera más sencilla. “Si me das tu palabra, para mí con eso basta”.

Entorno de la Pulpería El Vasco
Entorno de la Pulpería El Vasco

El mostrador es un altar. Un sifón de soda, las botellas de Cinzano Rosso, Gancia, Fernet y la caña. Una heladera exhibidora -de las pocas cosas modernas- dejan ver otras mismas botellas de estas bebidas y cervezas, alguna gaseosa puede entrometerse. La cortadora de fiambre en un costado. En las estanterías, lo tradicional para sobrevivir y muy bien en el campo: fideos, yerba, arroz, harina, azúcar y algunas latas de caballa. Es suficiente. “Nunca me aburrí en el mar”, recuerda Oscar.

 

La puerta de la pulpería mira al campo, un toro observa desconfiado todo el movimiento de vehículos que se acercan. Hace muchos años atrás, eran caballos, ahora, vehículos de doble tracción, los nuevos equinos. El mar está detrás de un médano, a pocos metros. Se oye durante todo el día. Ese susurro atronador, a veces se vuelve un mantra moderador, las mareas definen los días, y las acciones. Los pescadores son madrugadores. El Vasco los atiende, un trago antes de entrar al mar, y a la salida si hubo pique se celebra, sino, también. En el verano los peces se vuelven esquivos, la sorpresiva presencia de algas en la costa, los espanta.

El mar, fuente de la despensa de la pulpería
El mar, fuente de la despensa de la pulpería

“Acá hay mucha libertad, mucha sinceridad en las personas”, afirma Oscar. La zona rural y el propio Los Ángeles están alejados. La gran ciudad, Necochea, está a 30 kilómetros, que parecen mil. “Me cuesta salir de acá, algo me tira a quedarme”, dice. Las estancias alrededor del pueblo son de las mismas familias desde hace más de un siglo, en algunos casos. El Vasco llegó en 1970, pasó su infancia en Rawson, en la estepa patagónica, en una estancia de galeses. Regresó a Necochea y desde los doce años estuvo detrás del mostrador ayudando a su padre a atender el almacén de ramos generales familiar, se llamaba “Los Vasquitos”. Su familia vino de Guipúzcoa.

 

“Siempre estuve detrás del mostrador”, cuenta. Curioso e inquieto, compraron con su padre la pulpería de Los Ángeles a su último dueño. “Nos dijo: esto tiene que ser de ustedes”. La oferta tenía mucha carga emocional, aquel propietario era cliente del almacén de ramos generales. Fiel a su sangre vasca, sabían que el desafío era una épica. “Era como comprar un desierto, no había más que arena”, recuerda Oscar y así continuó con vida la vieja pulpería de mar.

Pulpería El Vasco
Pulpería El Vasco

La gastronomía en el pueblo marítimo se dirime en el mostrador. Los pescadores son esperados porque traen carne fresca. La corvina es una especie versátil, es un pescado que se puede asar a las brasas, como el popular asado. La receta es simple, durante la cocción se le agrega constantemente limón, y al finalizar, ajo y perejil. El cazón se frita, apanado con harina o pan rallado. El pejerrey, también. El mero se elige para la olla. “Son hombres fieles, siempre están dispuestos a ayudar”, señala el Vasco para definir a esa congregación de peregrinos que se embarca y negocia con el mar. Otros desde la costa lanzan sus reeles esperando que la alegría venga desde el agua baja la forma de algún pescado, otros se animan a hacerlo desde kayaks y enfrentar las desafiantes olas cruzadas. Pescadillas, gatuzos y chuchos suelen visitar estas aguas salvajes.

 

“Es una gran cocinera”, define El Vasco a Gladys Zubillaga, su esposa. Tiene razón. Con gran habilidad, sólo conseguida por años de estar frente a las ollas familiares, sus platos son deseados por los habitúes de la pulpería. Cordero, pollo y costillares de vaca a las brasas, sus especialidades. No hay secretos entre la carne y las brasas para esta mujer. Un plato es esperado: la pizza rellena, amasada por ella. Su hijo Pablo tiene un parador en el extremo de la aldea, sobre la costa. “Vasco Beach”, así la bautizó. Es el mejor balcón para ver el mar.

«Los tiempos han cambiado, pero el lazo

entre el mostrador y los hombres de campo, no»

“Antes se tomaba bebida fuerte, caña, ginebra. Había hombres rudos, ahora la cerveza ha ocupado ese lugar”, acuerda Oscar. Los tiempos han cambiado, pero el lazo entre el mostrador y los hombres de campo, no. Sus primeros años en Los Ángeles fueron de exploración. “Me subía a un caballo me perdía entre los médanos”, dice. Así fue encontrando vestigios de pobladores originarios y fósiles de animales prehistóricos. Su pulpería también es un museo se concentran estos hallazgos.

 

Los Ángeles tiene una costa que llamó la atención de los navegantes. A sólo siete kilómetros del caserío se halla el Médano Blanco dentro de la mayor cordillera aurífera argentina, una cadena de dunas vivas que se corona con este gigante de cien metros de altura. Magallanes en 1520 cuando pasó en su derrota hacia el Estrecho que lleva su nombre, notó un extraño monte que brillaba. Este es el efecto que produce el reflejo del sol en el médano más alto de Argentina. Un poco antes está la “Cueva del Tigre”, hoy en ruinas, aunque no así su historia. Según el mito rural un bandido –ladrón- rural se escondió de la Ley allí y escondió en algún lugar un tesoro.

Entorno de la Pulpería El Vasco
Entorno de la Pulpería El Vasco

“Hace cincuenta años entré por primera vez y nunca más dejé de venir”, confiesa Bernardo Iribarne, estanciero vecino. ¿Por qué visita la pulpería todos los días? No hay mucho misterio, en los silencios de los caminos rurales y en la intimidad entre la tierra y los hombres que la trabajan, el lenguaje es sencillo y sentimental. “Es un hábito, después de un día largo, es un recreo para el alma”, dice. “La Azucena”, se llama su estancia, está a 2000 metros del mar. “El Vasco es gaucho, te quiere hasta la muerte”, sentencia Iribarne.

 

El conspicuo grupo de escoltas que acompañan todos los días al Vasco y que forman una guardia de corazones alrededor del mostrador, se encuentran a diario. “Es un escape, no falto nunca”, asegura Martín Pailhe, también estanciero. Hace 40 años que se conocen. En el largo invierno la pulpería cobra valor. Una vieja salamandra (estufa a leña de hierro fundido) invita a la charla y al encuentro, durante el verano las sonrisas son más recurrentes. “Es la persona que te escucha cuando tenes un problema, hablamos de los viejos tiempos”, confiesa Pailhe.

Habituales de la Pulpería
Habituales de la Pulpería

“Cuando me despierto lo primero que hago es ver los médanos, no podría estar en un lugar sin médanos”, cuenta Oscar desde el mostrador, que es un apoyo para viajeros, hombres y mujeres que viven alejados del mundo digital, redes sociales y ruidos de la modernidad. “Somos una familia, cuando alguno no viene por algunos días, lo llamo para ver si necesita algo”, resume Oscar, su pulpería es un refugio de humanidad.