La Taberna de Mike Palmer, el canto de libertad de un artesano de la cocina

Mientras Málaga bulle de aperturas en su mejor momento gastronómico, Miguel Palma, uno de los referentes de la cocina en la ciudad, se retira al monte para formular la venta del siglo XXI.

Esperanza Peláez

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Miguel Palma se aleja de Málaga para formular la venta del siglo XXI.

Hay cocineros que no necesitan de listas o estrellas para ser respetados, como hay actores excelsos sin Óscar y ases del deporte sin oros olímpicos. Es el caso de Miguel Palma, cocinero malagueño que tras codearse con la gloria y su reverso en más de veinticinco años de carrera, se retiró al monte para empezar de cero sin presiones ni expectativas y terminó dibujando un nuevo concepto, lo que llama la venta del siglo XXI. En La Taberna de Mike Palmer, a menos de quince minutos en coche del centro de Málaga, Palma ofrece una cocina inmediata, basada en la intuición, la experiencia y la artesanía. También en el engrandecimiento de productos no considerados nobles, sean pescados como los boquerones, una lechuga o cualquier pieza de casquería. Guiso y brasa, temporalidad y transformación, tradición y subversión, rusticidad y sutileza. Cocina madura y hedonista en un entorno donde disfrutar de forma sosegada la efervescencia gastronómica que vive la capital malagueña.

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Taberna Mike Palmer. Foto: Taberna de Mike Palmer.

En pocos años, la ciudad de Málaga se ha transformado en destino turístico urbano con una oferta de restauración que ni los más optimistas podían soñar. Hace dos décadas costaba encontrar mesas a la altura de las estrellas del Festival de Cine, más allá del Café de París, donde brillaba un joven José Carlos García, o del restaurante Adolfo, del veterano Adolfo Jaime. A poca distancia de ambos, demostrando audacia, abrió Miguel Palma su primer Palo Cortado, restaurante que todavía hoy sería moderno: un asador gastronómico con sugerencias de mercado, decoración cálida y minimalista, servicio cercano, vajilla de diseño (algo infrecuente entonces), carta de vinos generosos y barra de ostras y champanes.

«Si algo nos queda hoy a los cocineros

como patrimonio es la capacidad de poder

transformar algo humilde en exquisito»

El éxito fue inmediato. Palo Cortado se convirtió en el local más sexy de la ciudad, donde todo el mundo quería sentarse y donde buena parte del público gastronómico de una capital de provincias descubrió el maigret de pato sin salsas ni guarniciones, solo acariciado por el fuego (es de los pocos platos de entonces que Palma mantiene en La Taberna de Mike Palmer), las quisquillas templadas con unas gotas de aceite de oliva virgen extra y escamas de sal (hoy, cuando todos las sirven, él ha dejado de comprarlas) y las copas de cristal fino. Málaga vivía un romance con Miguel Palma. ¿De dónde salía ese chico?

Hijo de militar, su madre y su abuela eran dos cocineras domésticas espléndidas, y él, criado de ciudad en ciudad con aquellos sabores por patria, encontró en la cocina su lugar en el mundo. Se graduó en la primera promoción de la Escuela de Hostelería de la Cónsula, pero lo que terminó marcando su personalidad como cocinero fue la etapa en Las Rejas junto a Manolo de la Osa. “Manolo es un genio de la cocina, conocedor y exigente hasta con el producto más modesto. En su casa nos hartábamos de desplumar perdices y despiezar liebres a diario. Todo tenía importancia y dignidad. Si algo nos queda hoy a los cocineros como patrimonio es la experiencia, el conocimiento, la capacidad de poder transformar algo humilde en exquisito. Hace veinte años, las quisquillas o las gambas rojas eran difíciles de conseguir y solo se comían en restaurantes. Hoy las encuentras en el mercado a precios accesibles y cualquiera es capaz de prepararlas sin estropearlas mucho. Lo que no hay es tanta gente capaz de guisar una lengua o de limpiar y preparar unos callos desde cero”, dice.

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Miguel Palma y Elena Stoica. Foto: Taberna de Mike Palmer.

Ser buen cocinero y llenar el restaurante no implica tener éxito en la gestión. La crisis económica de 2008 se llevó por delante Palo Cortado. Tras casi una década en Marbella afrontando trabajos alimenticios, Miguel Palma se ilusionó en volver a abrirlo en 2018, esta vez en pleno centro de Málaga y respaldado por un socio. Se hizo una campaña anunciando el retorno. Un ejército de nostálgicos colapsó el teléfono de reservas y llenó un local de muchos metros cuadrados montado con todos los lujos. Pero salvo el nombre, nada fue lo mismo. La disparidad de criterios entre chef y socio capitalista se resolvió, tan solo un año más tarde, con el despido de Palma, que además quedó desposeído de la marca que había creado. Herido y en la cuneta, junto a su compañera, Elena Stoica empezó a dar vueltas a la idea de alquilar una venta abandonada en los Montes de Málaga: “Quería algo alejado del mundo. Un salón donde llevar mis cosas y poder cocinar sin complicaciones”.

Nace Mike Palmer

La oportunidad se presentó. Un antiguo y fiel cliente de Miguel alquiló a la pareja un cobertizo en el Club Hípico El Pinar, al norte del barrio de El Limonar. Un espacio en la naturaleza a un salto del centro de Málaga. Acondicionaron el espacio con unos cuantos amigos, a golpe de brocha y martillo. Habilitaron una cocina interior y una parrilla fuera y abrieron en mayo de 2020, con el público ávido de espacios abiertos tras el confinamiento. No hubo publicidad y el críptico nombre tampoco daba pistas, pero en cuanto se supo que Mike Palmer era Miguel Palma, el boca a boca cundió. “Había días que teníamos que rechazar mesa tras mesa. La gente nos pedía comer de pie y que le pusiéramos los platos en el muro que rodea el recinto”, recuerda el cocinero.

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Platos relajadamente elegantes, en los que nada falta ni sobra. Foto: Mike Palmer.

A pesar de las mejoras llevadas a cabo un año después de la apertura, con Miguel Palma proclamado Mejor Chef por la Academia Gastronómica de Málaga, La Taberna de Mike Palmer sigue recordando más a un merendero de campo que a un restaurante al uso. Pero la rusticidad y el hecho de que la música del comedor exterior (hay también un coqueto y reducido comedor interior) la pongan chicharras y grillos, pájaros y brisa entre los pinos, contrasta con el refinamiento de piezas de vajilla y servicio de mesa en loza, plata, cobre, porcelana o cristal que el chef busca en anticuarios. Y sobre todo, con unos platos relajadamente elegantes, en los que nada falta ni sobra, todo está hecho con gusto y con sentido, y el uso de vinos generosos, armas secretas de Miguel Palma, aporta complejidad incluso a postres como el tocino de cielo al oloroso.

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Todo está hecho con gusto y con sentido. Foto: Mike Palmer.

La acogida comienza con una tabla de panes de maíz y centeno, mantequilla pasiega y aceite de oliva virgen extra, como sacada de un bodegón. La carta recoge las opciones atemporales: ensaladilla rusa con perdiz en escabeche, mejillones de bouchot con gazpachuelo de jamón ibérico al amontillado; ostras rebozadas en una etérea masa orly; tortilla de patatas al whisky; pulpo a la brasa con jugo de callos, hierbabuena y piparras; villagodio con tuétano; maigret a la parrilla, y una sección verde que muestra la capacidad de Palma de elevar lo sencillo. La lechuga viva, presentada entera, impregnada de un aliño ligero y con delicados encurtidos vegetales a modo de sorpresa entre las hojas, es espléndida. Otras propuestas, como las cebollas, pimientos o berenjenas, se caramelizan lentamente al fuego y se armonizan con fondos y salsas.

Con lo que más se divierte Miguel Palma, y más disfruta el comensal ávido de cocina, es con las sugerencias diarias que cantan los camareros. El final del verano trae boquerones a la brasa con jugo de pimientos y guindillas rebozadas; corvina braseada con oreja de cerdo, una de esas combinaciones de mar y montaña que el cocinero domina y que alarga la convivencia al guiso de albondigones y cigalas o el de lengua y carabineros. En temporada de caza, rinde pleitesía a elaboraciones de la gran cocina clásica, como la liebre royal, plato que aprendió con Manolo de la Osa y en el que introduce modificaciones según venga el producto, la apetencia o la conveniencia.

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La lechuga viva es espléndida. Foto: Mike Palmer.

“Hoy, la posibilidad de comprar directamente a los productores multiplica las opciones de juego. Yo tengo que cocinar para el cliente, pero también me permito hacer lo que me apetecería encontrar en una carta, y para mi sorpresa, esos platos, minoritarios a priori, terminan saliendo mucho”, dice. La carta se completa con postres clásicos en los que brilla la ejecución, y con vinos escogidos por él mismo. “Para mí, no tiene sentido ofrecer veinte platos y mil quinientos vinos, pero a Elena y a mí nos encanta el vino. Lo importante es tener una bodega pensada para estos platos, con referencias que no estén en todas partes y que la gente pueda descubrir y disfrutar. A estas alturas, ser feliz y dar un rato de felicidad a la gente con mi trabajo me parece la única aspiración fundamental”.

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