Enganchao pero estrellao - Fernando Huidobro

Fernando Huidobro

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No tengo duda alguna de que soy un privilegiado gastronómada. Voy dando barrigazos y tumbando ollas por todo el país y a veces por más lejanos lugares bárbaros. Mi tiempo, mis esfuerzos, mi omeprazol y mi pasta me cuestan. Sí, es una afición costosa pero me tiene enganchao, perturba mi mente y enturbia mi voluntad. Soy un gastroadicto más. Como muestra, un botón bien gordo. En seis días y seis noches he visitado y no para quedarme mirando precisamente, los siguientes restas: El Celler de Can Roca, El Bulli, Kursaal, El Frontón de Tolosa, Bergara, Akelare, Aldanondo y  M. Berasategui. No sé hasta donde estará tocada mi salud, pero les aseguro que la de esas mesas es excelente.

Mil veces tengo escrito sobre lo absurdo de clasificaciones y comparaciones entre los peculiares miembros de esta raza de los restauradores, pero delirante sería ya hacerlo sobre la de los comensales. A ver quien es el guapo que le echa criadillas al asunto, saca una guía de estereotipos de clientes y les otorga «coronitas» de la primera a la séptima. Se necesitaría echar mano de expertos Lopezibores y Rojasmarcos. No, no me interesaría saber en qué grupito patológico me encasillarían. Prefiero quedarme como estoy, sin psicoanalizarme culinariamente me va bien.

Por eso, cada vez que cada año los redondos michelines de la Michelín ponen a rodar la rueda de la fortuna estrellada y veo y siento y vivo el nerviosismo y la sinrazón y la pérdida de dignidad de cuantos están pendientes de que les toque el gordo de esta otra lotería de navidad, me entristezco profundamente y clamo al cielo.

Los miguelines nos tienen cogidos por lo güevos, duros, pasados por agua, a baja temperatura o a la flamenca; milenarios, petrificados o gelificados, a todos nos tiemblan al independiente criterio de su compás.

Y siento que todos los gastronómicos, galácticos o no, nos arrastramos por la miseria de este monstruo pantagruélico al que hemos entregado la cuchara, dado de comer y malcriado desde su nacimiento con lo más exquisito de nuestra cocina, y que ahora se señorea con autocomplacencia extrema e incluso desprecio, de nuestras encomiables y benditas mesas. ¡Maldita sea su estrella!