Parece que los otrora rutilantes ‘foodies’ empiezan a descoserse el apelativo de la camisa tan rápido como antes se lo bordaron. Hace unos días, un experimentado director de marketing de este país con larga experiencia en el sector afirmó en el evento Discover EAT, celebrado en Castilla la Mancha, que no le gusta la palabra ‘foodie’ y aunque no llegó a desarrollar un argumentario completo, dejó claro que le sonaba a rancia. Un conocido y original club madrileño de aficionados a la comida hace un tiempo que también borró lo de ‘club foodie’ consciente de que quitaba más que ponía y hasta una prestigiosa periodista del ramo, que se declaraba como ‘foodie’ en su propia página web hace años que ya dejó de autodefinirse como tal.
A mí nunca me gustó, ni en los tiempos en los que los ‘foodies’ parecían que se iban a comer el mundo –valga el chiste– ni ahora que dicen serlo en voz baja. El ‘palabro’ siempre me sonó pretencioso, con un montón de connotaciones vinculadas a lo frívolo, lo moderno y lo evanescente-digital. Nunca me reconocí como ‘foodie’, ni me interesaban aquellos que se empeñaban en abrazarse a esa bandera y tampoco lo que el concepto traía presuntamente a aquel mundo de la gastronomía ‘pre-foodista’.
Las tendencias y los conceptos americanos siempre nos llegan con retraso y se nos quedan por ahí más tiempo que en su país de origen. En Estados Unidos hace ya mucho tiempo que el movimiento foodista fue expulsado del universo de lo ‘cool’. Hasta The Washington Post publicó un artículo titulado: «Deja de llamarte foodie». Por más que a algunos les sonara pomposa durante un tiempo, la palabra no era mucho más que un sustituto moderno e informal de ‘gourmet’ con redes sociales.
Término antiguo
Mucho antes de los ‘foodies’ ya existíamos personas muy interesadas en la comida y después de que desaparezcan, lo que parece no será muy tarde tal y como van las cosas, seguiremos existiendo, incluso cuando Instagram vaya madurando, como les ocurrió a otras redes sociales, y sea sustituida por la siguiente. Y no crean que yo soy radical. El periódico The Observer, en 2009, ya acuñó el término ‘foodidiots’ para referirse a ellos.
Aún existen miles de personas que usan el término ‘foodie’ con entusiasmo, publican fotos de los platos que piden, organizan viajes y consumen sin parar productos culinarios digitales, no comestibles, como documentales, programas de recetas, etc… y no parecen ser sensibles a las críticas de esnobismo gastronómico o postureo.
Aunque para muchos el término ‘foodie’ suene a moderno y parezca relacionado con revolución digital, la verdad es que surgió cuando aún no existía internet. Su creadora fue la periodista Gael Greene en una columna del New York Magazine de 1980. En aquel texto, lo de ‘foodie’ no era un elogio, sino tan solo una forma de describir a un grupo pequeño pero creciente de aficionados a la comida. En 1984, Ann Barr y Paul Levy publicaron en Londres el documento fundacional del movimiento, si puede llamarse así, ‘The Official Foodie Handbook’, un libro que narraba las vidas de los amantes de la comida de aquellos tiempos en todo el mundo, buscadores de aventuras culinarias, adictos a la cocina interesados en todo tipo de experiencias gastronómicas, refinadas o no.
Con el tiempo, el término se volvió tan ubicuo que perdió su significado. Todavía hay webs de citas para foodies, blogs de foodies e infinidad de artículos y estrategias de todo tipo sobre cómo atraer a los foodies desde el marketing empresarial, a los de primera generación y también a los que la Asociación de Restaurantes de Estados Unidos denomina como ‘foodies 2.0’.
Hay expertos que aseguran que nadie debería autodenominarse ‘foodie’ si de verdad lo es. Hay una ironía profunda en describirse como parte de un mundo al que casi ningún verdadero iniciado se autoadscribe. «Usar la palabra te excluye automáticamente de lo que quieres parecer. Es un elogio y una burla, según quién lo diga». En el artículo de The Washington Post al que nos referíamos antes, el periodista Roberto A. Ferdman lo explicaba gráficamente: «Es como llevar una prenda de moda de hace cinco años: demasiado antigua para estar de moda, pero no lo suficiente para ser vintage. Y encima, decir que formas parte del club más estiloso». Las críticas no solo vienen de ese desfase temporal, sino también de su vinculación con lo publicitario, convirtiéndose en sinónimo de pretensión superficial. Javier Pérez Escohotado, en su obra ‘El giro gastronómico’, cuestiona «la mercantilización de la alta cocina desde los años 90, vinculada al fenómeno ‘foodie’: la comida ha pasado de cultura culinaria a estrategia de marketing elitista».
El último que cierre la puerta.