“El olor de mi abuelo era el olor de los venenos. Era cultivador de papa del municipio de La Unión. Murió de cáncer. Me juré que nunca iba a entregar alimentos envenenados a nadie. Soy pastora de la agroecología”. Diana Acevedo, tecnóloga agropecuaria, fue la invitada de honor en la decimoséptima edición de No solo de pan vive el hambre, una iniciativa que emplea la cocina como herramienta de preservación y divulgación de la despensa agrícola y silvestre de Colombia frente a la industrialización alimentaria.
Mientras en las mesas se servía agua fresca de guayaba y flor de Jamaica, en la tarima del centro cultural La Pascasia, Acevedo conversaba con Alejandra Mejía, creadora de estos encuentros. A continuación llegaría el primer plato del almuerzo: arepita de yuca con berenjena en escabeche y chicharrón de conejo. La suavidad de la arepa respondía a un motivo que Diana no tardó en aclarar: “a esa yuca no hay que echarle nada”, dijo. Los aditivos que se emplean en las arepas industriales restan cremosidad y sabor.
Cocina, memoria y resistencia
No solo de pan vive el hambre se ha desarrollado a través de encuentros culinarios, talleres, eventos y colaboraciones con cocineros, artistas y colectivos de distintas regiones del país. Se han realizado unos veinte encuentros en territorios como el Oriente antioqueño, Popayán (Cauca), el Chocó, La Mojana Sucreña y Bolivarense, San Martín (Meta), Mompox (Bolívar) y Honda (Tolima). Pero su casa oficial está en La Pascasia, espacio cultural en el centro de Medellín, donde se convocan jornadas sin periodicidad establecida en sábado al mediodía. Allí llegan grupos de amigos, familias y comensales solitarios.

El lugar cuenta con un espacio de techos altísimos y acabados rústicos en el que se dispone el escenario y las mesas. En cada mesa hay una suerte de herbario con los nombres de distintas hojas. En esta ocasión, además, había un tenderete de madera en el cual se podía adquirir un paquete con 12 vegetales cultivados por don Reinaldo Correa, uno de los agricultores presentes, y otros productos agroecológicos de Eco Astilleros, proyecto de Diana Acevedo.
La autoproclamada pastora de la agroecología lleva más de 20 años “pegada a la tierra, aprendiendo sus ritmos y conociendo la maravilla de cultivar y de crecer los frutos en la tierra. Estamos aquí porque comemos todos los días, lo cual se ha convertido en algo importante para muchos; ya no tan mecánico; más consciente”. Diana nació en Medellín y deambuló por distintos municipios de Antioquia. “Hoy la agricultura ecológica ancestral, en la que no se envenena el alimento, forma parte de mi propósito de vida”, precisa.
Medellín como despensa
La orgullosa mamá de Miguel Ángel, el adolescente que la acompañaba, dice que se ha vuelto una mujer rural aun siendo habitante de Medellín. De hecho, más de 70% del territorio de la segunda ciudad colombiana es rural, y dentro de sus límites se producen muchos alimentos. Diana tiene su proyecto en El Astillero, una vereda que forma parte de Medellín. Hay gente que vive y trabaja en la montaña dentro de los límites de la ciudad. Una de esas personas es Reinando Correa, también presente en el encuentro. “Yo vivo en Aguas Frías, mi finca está ubicada en Belén. Soy nacido y criado allí, desde pequeño haciendo lo que me gusta: trabajar la agricultura. Soy un campesino de pura casta. Me gusta sembrar, desyerbar, acariciar las matas. Ojalá fueran a la finca y vieran los cultivos y como vive uno en el campo. Mucha gente no sabe cómo se cultiva. Da brega, pero es bueno”.
Lo singular de estos encuentros es que unen charlas y comida rica. En el menú de aquel día había productos de la huerta de don Reinaldo: lechuga, cilantro, espinaca, hinojo, rúgula, rábano, mizuna. Contó que cultiva muchas variedades y que en épocas de tanta lluvia como este año, las lechugas y las espinacas se pudren. “El maíz es más guapo, pero no se siembra todo el año”, anota. Mientras escuchábamos a don Reinaldo llegó a la mesa el segundo paso: pan de papa con cuajada cremosa, hinojo braseado al limón, arena de maní y semillas de candia de Doradal (Antioquia).
Tanto Diana como don Reinaldo y Alejandra están convencidos de que mientras más diversidad haya, más fácil es hacer agricultura. Se muestran motivados porque «cada día hay más comunidades conscientes, que buscan alimentos libres de agrotóxicos». Los alimentos que producen personas como Reinaldo, transforman la vida de las personas.
Encuentros que cambian vidas
Antes de instalarse en El Astillero, Diana viajó por distintas regiones de Colombia trabajando con comunidades. “En lugares de tierras cálidas logramos recuperar muchas semillas nativas. Llegué a municipios donde la gente solo comía arroz, y después de tres años, teníamos más de 27 semillas en la dieta alimenticia. Incluso de arroz, solo se comía una variedad, y descubrimos que podíamos sembrar seis o siete. Conocí comunidades que no sabían que existía el maíz morado; a comunidades que vivían alrededor de un río y que no sabían que los primeros habitantes de su región, los indígenas Zenú, cultivaban en el río y no se inundaban”.

Todas esas historias fueron alimentando su vida, “el resumen de lo aprendido lo llevo a la cocina, a la huerta y al restaurante de El Astillero. Para mí, producir los alimentos y saber de dónde vienen es lo más maravilloso de la vida. Yo sé quién cultivó la flor de Jamaica del jugo que se están tomando. Es Janeth, una mujer de Vegachí que ha transformado su vida con las aromáticas. Hoy consumen ustedes una flor de Jamaica que no ha recibido ningún agrotóxico. Soy feliz de hacer esto posible”, dijo.
Antes de que se sirviera el plato principal, saquitos de harina de plátano rellenos con pollo y verdura al horno, ensalada fresca y limonada de cúrcuma y miel infusionada con manzanilla, Alejandra sacó algunas conclusiones: “Siempre que hacemos un encuentro de No Solo de Pan vive el Hambre, digo que quizás nos estemos comiendo algo que no volveremos a comer o que nunca hayamos probado. Son encuentros singulares con personas, preparaciones y tradiciones que no son fáciles de encontrar en nuestra cotidianidad; más cuando el alimento que tenemos al alcance día a día suele ser más homogéneo debido al mercado”.
El cierre dulce y suave del bizcocho de bore (malanga o papa china) con crema pastelera de maracúa (curubina o maracuyá dulce) e infusión fría de cedrón, me dejó un gusto tropical. Ver a los productores, conocer sus historias, confiar, creer que no es un cuento echado en un menú de un restaurante, me sacó sonrisas. Los mercados y productos del tenderete se fueron a la casa de varios de los asistentes que, como yo, entendimos las palabras de Alejandra: “Diana es una gestora, una tejedora de comunidades productoras que, con sus quehaceres, hacen posible alimentos y mundos distintos. Nos conocimos hace tiempo y aquí seguimos tejiendo”.