Tralkan, Doble Flecha, Riñihuazo y El Ruco son los vinos que desde 2022 está embotellando de su pequeño viñedo Camilo Hornauer. Conectar algún detalle geográfico para no olvidar sus nombres es casi misión imposible. Hasta que el mismo Camilo cuenta que muy cerca del viñedo que comenzó a plantar en 2010, ocurrió el mayor terremoto registrado en la historia de la humanidad. Con una magnitud de 9.5 en la escala de Richter, este cataclismo de 1960 dejó en el piso, literal, la cercana ciudad de Valdivia, y miles de pérdidas humanas. Como consecuencia, el mismo día, cerca, en el Lago Riñihue, el cerro Tralkan se desmoronaba bloqueando su único desagüe, el río San Pedro. En pocos días, el nivel del lago, en cuya ribera ahora crece el pequeño viñedo de Camilo, subió más de 12 metros. Durante este tiempo, los varios pueblos aguas abajo vivieron bajo la amenaza de una inminente inundación. Para evitarlo, en una obra de ingeniera contra el tiempo, y mientras cientos de familias vivían en improvisadas viviendas que llamaron rucos, desde todo Chile llegaron miles de voluntarios. Aquella hazaña, protagonizada por paleadores anónimos, es conocida como el “Riñihuazo”.
En la ribera del Riñihue
Ingeniero civil mecánico, Camilo llegó a Valdivia con 26 años para administrar el campo familiar. En ese andar, por pura afición al vino, se animó a plantar sus primeras parras. Como a varios viñateros del sur, la idea le nació al toparse con un parrón muy antiguo, a pesar de la inclemencia del clima. No por casualidad, Valdivia es conocida como la ciudad más lluviosa del sur de Chile. “Si alguien cultivó aquí antes, la uva se da”, pensó.
Así, en 2010 levantó su primer viñedo con unas 900 plantas entre cinco variedades diferentes. Su primera cosecha, de apenas cinco litros, fue cuatro años más tarde; lo normal son dos. Un experimento, que con el tiempo se ha duplicado hasta alcanzar hoy las dos mil parritas. “Yo sé manejar árboles, vacas, pero en bodega soy novato. Mi desafío fue aprender a plantar y gestionar el viñedo para entregar la mejor uva posible, y ahora después de años creo finalmente vamos bien”.

Su pasión por el vino nació antes que su huerta. Desde los 18 años, Camilo había sido un degustador de vinos del mundo sin límites, y un sibarita. Por otro lado, recuerda riéndose de sí mismo, a los 22 años asesoró en la exportación de vinos al padre de una novia alemana. “Armaba pallets y me las daba de experto”. Con el tiempo, la vida sumó otra gota al vino: su actual pareja, madre de sus hijos, proviene de una familia de viñateros en Burgos, España. “Es una coincidencia que me hace confirmar que hay seguir en esto”.
Aprender con los pioneros
Fue gracias a un artículo en una revista, como supo que relativamente cerca había un enólogo francés haciendo vinos. Lo buscó. Era Quentin Javoy, discípulo de Louis-Antoine Luyt, padre de los vinos naturales en Chile. Lo llamó sin muchas expectativas y sin saber, confiesa, qué eran los vinos naturales, ni quien era Luyt. La palabra funky, por supuesto, no existía más que en su registro de estilos musicales.
Quentin, enólogo en la bodega de los hermanos franceses Porter, aceptó ayudarlo porque vio en él sus firmes principios de cuidar el ambiente. Ser creador de la fundación conservacionista Plantae, seguro sumó puntos a favor. Luego, fue Camilo quien empezó a conocer los principios de los vinos naturales. “Vi que respondían a mi filosofía de no echar química ni al campo, ni al mosto. Mi mujer es además firme en sus principios alimenticios, todo me llevó para allá”, relata.
Desde entonces, Camilo vinifica sus vinos bajo el nombre de Viña Riñihue en la pequeña bodega en Coteau Trumao y, por supuesto, se alineó con su filosofía de mínima intervención. Eso sí, aunque en el mismo catálogo de sus vinos, los define como funky (aludiendo a las posibles desviaciones aromáticas de vinos sin protección del sulforoso), enfatiza que los vinos que no cumplen su estándar de calidad, los descarta. “Si quedan mal, son más de 200 litros que prefiero botar antes que transformarlos en vinagre. Con la calidad no se juega”.

Para él, ambos proyectos, la fundación y la viña, están conectados por un mismo principio: el respeto por la tierra. “El campo, la fundación y el vino tienen un mismo hilo conductor: buscar siempre la mayor coherencia con la naturaleza. Cuando plantamos, la primera asesora me decía que había que usar fungicidas. Yo me puse creativo buscando productos naturales. Cuesta. Las fórmulas o recetas no funcionan, son más prueba y error”.
La primera cosecha embotellada fue en 2017, con volúmenes tan pequeños que apenas llenaban una barrica. En 2020 hicieron ya suficiente cantidad como para para comercializar. Hoy la producción alcanza entre 1.200 y 1.500 botellas anuales. Las etiquetas, diseñadas por su hermana, rinden homenaje al Riñihuazo de 1960.
Dos Flechas es su sauvignon blanc, «la variedad que se vuelve loca», dice Camilo, por el vigor de sus suelos volcánicos. Un vigor que no se diluye, hay que decir. En el mercado está en su cosecha 2023, y encanta, más que por sus aromas, poco expresivos, por su boca filosa, como las flechas; y a la vez, con un dulzor de fruta madura muy sabrosa. La guarda en barricas usadas, como la tienen todos los vinos de Viña Riñihue, apacigua los aromas frutales.
Cómo logra madurez a pesar de las lluvias que llegan en abril, es la pregunta que se deben hacer sus vecinos, que hacen espumantes porque no llegan a grado para hacer vinos. “En un viñedo tradicional de Chile», explica Camilo, «las plantas se trabajan en un marco de un metro por un metro. Acá plantamos un metro por tres metros, para que no se hagan sombra entre sí, porque tengo tan poca luz”.

El Ruco, mezcla de las cepas blancas riesling y pinot gris, es el menos convencional de la familia: el mas funky. Su color es naranjo, cobrizo, algo turbio; propio de un vino que nace de uvas blancas fermentadas con sus pieles y no se ha filtrado. En nariz hay notas inesperadas a sidra de manzana, propóleo, papaya. De las dos variedades, dice Camilo, riesling es la que más madurez logra; pinot gris por el contrario, la que menos. En la boca de El Ruco destaca una vez más la acidez, esa que hace salivar y pensar en comida sabrosa, con grasa: una trucha o un jabalí del sur. Además, hay sensación secante de las pieles; más atrás, aparece el dulzor y el volumen de la barrica junto a fruta madura. Si billetera mata galán, aquí acidez mata cualquier desviación aromática; su deliciosa acidez mata su esencia funky.
El tercer vino que probamos es Tralkura Chardonnay 2022. De nariz más austera, es el hermano mayor el sauvignon blanc Dos Flechas 2023; algo canoso, con menos inquietud, y claramente más serio. Igualmente limpio, brillante. De deliciosa acidez.
El pequeño viñedo donde nacen todos ellos (incluso el Riñihuazo Pinot Noir que aún no sale al mercado) se emplaza sobre suelos volcánicos ácidos, con un primer metro de materia orgánica. Abajo, hasta 14 capas revelan crecidas del lago y erupciones pasadas. Aquí, la maduración llega tarde, aunque parte a mediados de septiembre. El oídio, las avispas chaquetas amarillas y los pájaros son sus principales enemigos. Para proteger las uvas valiosas, instalan mallas en la semana antes de cosechar.
Los precios de los vinos de Riñihue bordean los $12.500 por botella. Apenas cubren el esfuerzo dice Camilo. “No se trata ni de regalar el vino, ni de inflar su valor. Es empezar de a poco a mostrar lo que hacemos, apuntando siempre a la calidad”.