Una docena de acepciones tiene en el Diccionario de la RAE la palabra radical, varias de las cuales son aplicables al cocinero Daniel Ochoa, propietario e ideólogo del restaurante Montia, en la localidad de la sierra de Guadarrama madrileña San Lorenzo del Escorial. Para ser precisos, las siguientes: “Fundamental o esencial”, “Perteneciente o relativo a la raíz” y “Extremoso, tajante, intransigente”.
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Cocinero desde el año 2000 y formado en restaurantes como Mugaritz (el gran templo mundial de la radicalidad), Ochoa es responsable de un restaurante único e inimitable, rebosante de personalidad y que propone una experiencia (en este caso sí tiene sentido esta expresión tan prostituida actualmente) excitante, transgresora, disruptiva y provocadora, con el kilómetro Cero y los productos biológicos y ecológicos de máxima temporalidad por bandera.

En un local con dos ambientes, un comedor de aires nórdicos con chimenea, mucha madera y un chorreón de luz natural, muy serrano, y una terraza-invernadero, la oferta consiste en dos menús degustación (Montia, 15 pases por 115 €, y XL, 17 por 130 €) -a los que se suma el Corto de lunes a viernes (11 pases 80 €)- sobre los que el comensal recibe más bien escasa información antes de arrancar.
De lo único que puede estar seguro es de que se va a encontrar verduras de huerto propio, hierbas y flores recolectadas personalmente junto a los arroyos circundantes o en las laderas del cercano Monte Abantos, las setas y la caza que toquen en cada momento, y pescados de agua dulce procedentes de pequeños proveedores artesanos de la zona. Y unas presentaciones llenas de estética a la que contribuye, mucho, la vajilla de cerámica diseñada por artesanos de la zona.
Respecto a la parte líquida, los maridajes que propone el restaurante van de los 48 euros del Corto a los 78 del XL, pasando por los 70 del Montia e incluyen vinos naturales, cervezas artesanas, sake y vermouth casero. Es obligatorio e inevitable detenerse un momento sobre ellos. Mucho se ha hablado desde el nacimiento de Montia de su peculiar relación con el mundo del vino y de su apuesta, llevada hasta el límite, por los naturales “turbios, extremos, sin filtrar y sin sulfitos y a veces hasta con defectos”, que le ha valido ser protagonista de una enconada polémica en la que cuenta con tantos apologetas entregados como detractores furibundos.
Sin entrar a juzgarla porque es su propuesta y como tal hay que respetarla, se esté o no de acuerdo con ella, sí hay que decir que el hecho de que las bebidas que conforman el maridaje estén planteadas casi como un elemento más de los platos resulta en algunos casos injusto para quienes no lo pidan (bien porque no toman alcohol, ben porque no les gustan estos vinos), porque se pueden llegar a encontrar con pases “incompletos”. Especialmente en dos casos, como veremos: la trucha y el primer vuelco de los callos.
La cosa arranca con panes (centeno, maíz cocido sobre hoja de col, trigo duro y chapata) del Obrador Abantos de San Lorenzo del Escorial y una excepcional mantequilla de cabra de La Cabezuela, elaborada en Fresnedillas de la Oliva, aderezada con sal en escamas de flor de Saelices en Guadalajara y presentada muy fría, de tal forma que tiene casi textura de queso. Toda una declaración de intenciones de que no vamos a viajar muy lejos y de que todos los productos van a tener nombre y apellidos.

La batería de tres aperitivos nos aporta una pista más, y muy importante: concesiones a la melindrosidad, las justas. De menos a más en cuanto a sabor y potencia, tortilla de chalotas con mayonesa trufada, galleta en la que se sustituyen los huevos por sangre de cerdo rellena de paté de paloma y crujiente de cangrejo de río a la cerveza negra con crema de stracciatella y estragón y flor de oxalis, el mejor de los tres, complejo, largo y bien picante gracias a un generoso toque de cayena.

El primer gran plato del menú es el corazón de tomate y hierbas de ribera. La fruta procede de Valdemoro y es de la variedad Los Molinos. Se sirve sólo el corazón y con el resto se hace un agua de tomate que se infusiona con apio de monte y se acompaña con hierbas como albahaca, verdolaga o lantana y un chorro de AOVE de Villaconejos. Más allá del intenso sabor dulce-ácido del tomate, la gracia del plato reside n que cada bocado sabe diferente en función de la hierba que lo acompañe, que le puede dar matices más amargos o más ácidos.
Con el mar sólo nos vamos a encontrar en una ocasión, la ostra en escabeche de flor de saúco y ciruela y esferas de mora silvestre. Vamos, lo que viene a ser convertir el bivalvo en algo que sabe a sierra.
Después de este inciso marino, volvemos al huerto con la berenjena blanca del Jarama. Terciada, se cocina primero al vacío y después a la parrilla, con lo que cambia su textura, que adquiere una firmeza similar a la de una patata asada. Los matices sápidos y aromáticos los aportan la chalota y las hierbas del huerto (albahaca tulsi, orégano griego, oxalis y capuchina) y un suero de queso hecho con agua y leche de oveja de Chinchón. Otro platazo.

“Viaje a Japón sin salir de Guadarrama” podría ser el nombre de la siguiente propuesta, que es trucha, berros y champiñón. Cosiste en una lámina de pescado curada y pintada con una reducción de champiñones asados y sal de champiñón que sabe, literalmente, a soja. Como guarnición, una crema verde picantita que diríase de wasabi pero está hecha con lepidio (o berro de jardín). Un plato fascinante, con mucha enjundia y mucho trabajo técnico y de investigación detrás que se completa con un sake nigori junmai del Delta del Ebro… pero sólo para quienes hayan pedido el maridaje. Igual debería ir incluido en el propio plato, con o sin maridaje.

Metidos en el mundo micológico, una de las grandes bazas de Ochoa, aunque este año la temporada de setas va con retraso por los últimos coletazos de un verano interminable, es el turno del rebozuelo, mantequilla y azafrán, con el otoñal color naranja como leit motiv. La chantarela se saltea con jugo de carne y va acompañada por una holandesa de azafrán, calabaza y mantequilla. Rematan unas láminas de calabaza y un polvo de amanita cesárea. Estéticamente precioso, huele y sabe a otoño.
¿Nos vamos de caza? Corzo, hoja de higuera y mantequilla de vino rancio. Restallante de sabor, la carne, cocinada envuelta en una hoja de cabrahigo (higuera macho que no da frutos) y rematada a la parrilla, se deshace en la boca. Unas gotas de aceite del propio cabrahigo y un higo maduro ponen el toque final, muy aromático, a un plato con los días más contados que la película que lanzó a la fama a Ruth Gabriel.

Para terminar, dos dípticos, uno dedicado al cordero y el otro, a esos callos que desde el minuto uno de existencia de Montia han sido y siguen siendo santo y seña de la casa. Por lo que se refiere al cordero, espléndido el lechal colmenareño asado y con un toque de brasa, que le da un punto a humo y un toque crujiente, sobre su propio jugo con ensalada verde con bien de vinagre.

Menos espléndido el raviol de arroz relleno de asadurilla (riñoncitos, hígado) encebollada y aceite de pino con caldo de cebolla muy reducido, que le da un toque demasiado dulzón. La textura del raviol recuerda a una gominola y el sabor del interior un tanto áspero y agreste.
Los callos de Montia son una cosa muy sería, casi nos atrevemos a decir Los Callos, con mayúscula. Se sirven en dos vuelcos, Callos, en versión moderna y Más callos, en versión tradicional. En el primero llegan en forma de albóndiga hecha con recortes y envuelta en su propia tripa, con salsa de callos y el librillo frito en harina de garbanzo a modo de topping. No pican… pero hay truco: el picante lo aporta una especie de sangría, un brebaje infame y técnicamente defectuoso (por su altísimo nivel de acidez volátil es prácticamente vinagre) que lleva guindilla infusionada y, combinado con los bocados, increíblemente funciona. Sólo para quienes hayan pedido el maridaje, por lo que la reflexión es exactamente la misma que hacíamos con el sake de la trucha.
Más callos es la receta madrileña canónica y tradicional, con su librillo, su colmenilla, su toalla, pata y morro y chorizo, picantitos y una memorable explosión de untuosidad. De los mejores callos a la madrileña que se pueden tomar en la Comunidad de Madrid, que viene a ser lo mismo que decir de los mejores callos a la madrileña del mundo.

Un prepostre y tres postres conforman una parte dulce cuyo principal denominador es que el dulce se combina con otros sabores para no resultar empalagoso. De hecho casi podrían funcionar si se colocaran estratégicamente en medio de menú. Limpio y muy fresco el helado de queso de cabra con crujiente de miel y granizado de espinacas, una ensalada dulce. Pese a su originalidad, poco emocionante el sándwich helado de cantalupo con algas. Amable el juego de frutos rojos con fresas, frambuesas, vino rancio y merengue de almendra amarga. Y, para terminar, una muy divertida combinación de girasol, alcachofa y aceituna negra.
Un paseíto hasta el Monasterio para estirar las piernas después de, como mínimo, tres horas sentados completa un día de ésos que se marcan en el calendario como “ha valido la pena”.