Creyentes y practicantes

Dejo comanda

El tópico está tan manido que ya no puede usarse sin sonrojo. Templo del buen comer,  santuario de la gula, centro de peregrinación para los amantes de la gastronomía… Los símiles religiosos son una letanía constante en la literatura culinaria. Supongo que es porque la inmensa mayoría se entona como un cantar de alabanza que solo tiene parangón en la sagrada escritura.

 

No hay tanta salmodia cuando uno baja al bar a tomar una ronda de cañas con los amigotes o da cuenta del menú del día al lado de la oficina. Esas loas se reservan para mesas celestiales y vienen acompañadas de unas liturgias que permiten saborear los manjares con anticipación, en una suerte de misterio eucarístico representado en el altar de las redes sociales. Ese peregrinar que repiten -repetimos, mea culpa- los cronistas del comer es muchas veces literal. En cuántas ocasiones, para gozar del maná, es preciso hacer un largo camino. Transitamos carreteras secundarias hasta un pueblo perdido para visitar a un chef anacoreta en un cenobio ignoto. Y hay quien surca los mares hasta lejanas tierras, siguiendo la estela de estrellas fugaces. La tierra prometida no siempre es como nos la contaron, todo hay que decirlo, pero esa es otra historia.

 

El caso es que esas mesas marcadas como destino por la biblia de turno, quizá puedan resistir mejor los rigores del día a día cuando llegue la época de vacas flacas. Mientras en las babilonias del Airbnb y de los fondos buitre, el clero bajo de hosteleros empieza a protestar -se las ven y se las desean para que la parroquia se rasque el bolsillo con la frecuencia de antaño-, los monasterios del yantar siguen recibiendo peregrinos. Y cada día de más lejos.

 

¿Por qué será? Las razones son diversas y se me alarga la homilía. El hecho es que los fieles de misa diaria que llenaban el cepillo de la mesa del barrio cada día son menos. Pero para irnos de vez en cuando de romería siempre quedan algunas arras en el zurrón. Al final tenían razón los cursis, y en esto de la gastronomía pasa un poco como en la religión: abundan los creyentes, pero escasean los practicantes.