"El mejor parrillero es el marinero. Sabe leer cada pez"

La vuelta al mundo en el plato. Aitor Arregi es guardián y memoria de Elkano, la manera de volcar sobre la mesa un territorio marino único, labrado por hombres de piedra

Julián Méndez

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Es un alcornoque centenario. La cara del tronco que da a la mar está taladrada, erosionada por efecto de los aires marinos y la humedad. El lado de sotavento es más dulce, mullido, confortable. Le he pedido a Aitor Arregi Artano (54) que me muestre su particular atalaya, el punto desde el que, en una mañana como la de hoy, de viento Sur y con el aire tan transparente como un cristal tallado, sigue el rumbo de los pesqueros que, poco tiempo después, descargarán el pescado que se pasará por las parrillas de Elkano.

Aitor Arregi es un anfitrión fabuloso, orgulloso de presentar su territorio. Hijo de Pedro Arregui y Mari Jose Artano, sabe que todo lo que ocurre en las mesas de Elkano surge en el horizonte que abarca su mirada. Aquí todo tiene nombre porque sólo tiene nombre lo que es. Desde su particular santuario seguimos con la vista las maniobras del Manuelah Bi que anda al salmonete, del Koasta, del Castillo…

Cose Arregi los nombres de los patrones como Iñaki Arralde o Faustino Zumeta con las rocas donde calan el arte (pescar no deja de ser un arte) bautizadas como Sabalarri o Nolarri; la jaula de atunes rojos de Itsas-Balfegó, los cabos y bahías que se avistan a ambas bandas. Las lajas del Flysch modelan los fondos marinos, pero su resistencia de roca ha orientado también el rumbo de los hombres, obligados a resguardar sus cultivos de los salobres vientos, «el veneno», como dicen por aquí.

Junto a la iglesia de Askisu consagrada a San Martín, están las huertas de guisantes y de piparras y ¡los aguacates! de Juanito Urkidi. Un poco más acá, los emparrados con las plantaciones de txakoli de Izar-Leku (Artadi); allí, los tomates del caserío Alikante, la casa familiar de Kanpaia, donde Pedro Arregui, el padre, hacía todos los años un barril de txakoli y la ermita de piedra de San Prudentzi, con su albergue y su hotelito, coto gastronómico de un cocinero antológico… Todo me lo muestra Arregi como quien enseña un tesoro. «Getaria no es un pueblo, es una manera de ser», reflexiona. «Lo mejor que tenemos se ha traído de fuera. Ese conocimiento, el tornaviaje, es fundamental», remarca.

Sólo en otras dos personas, Pedrito Sánchez (chef de Bagá) y Luis Lera (de Castroverde de Campos), he encontrado tanta pasión al mostrarme las riquezas ocultas en lugares ignotos, tesoros que están delante de nuestros ojos, pero que, con su concurso, devienen escenarios fabulosos.

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Sicilianos, canicas y Emeterio Urresti

Paseamos por la calle mayor, que desemboca en el puerto y dedicada a ¡Elkano!, como no podía ser de otra forma, vemos fotos de los viejos muelles y de mujeres trabajando en la industria de la anchoa que trajeron a Getaria sicilianos apellidados Liborio, Nardín, Orlando, Oliveri…

Otras imágenes muestran el empeño de Alfonso XIII por hacer un puerto moderno y seguro y con una cofradía que produjera hielo en el 400 aniversario de la circunnavegación del paisano y sus 18 supervivientes, llegados a Sevilla con 600 quintales (27.000 kilos) de clavo. Hay fotos de los veraneos de la reina Fabiola, de los marqueses de Casa Torres y el joven Balenciaga, de los aristócratas que perfumaron aquí sus canotiers con el aroma de las parrillas adosadas a la piedra y se animaron a comer los pescados de los pescadores. Desembocamos en la iglesia de San Salvador, gótico sobre románico, triforio y pila bautismal de 1290, con sus muros desparejados de arenisca y órgano Cavaillé-Coll de ocho registros.

Pero Arregi me llama la atención sobre el singular suelo inclinado de su nave central. «De críos, sentados en los bancos, en misa de 11, a la que venía todo el pueblo, los chavales soltábamos canicas desde las primeras filas que salían rodando hasta el coro», ríe. Aquí bautizaron a Elkano, «el primer parrillero», porque legó tres piezas de hierro en su testamento de 1526. Los 500 ducados de oro de renta anual que le concedió Carlos V aún están por cobrar, como recuerda con humor Emeterio Urresti, presidente de la Cofradía de Pescadores, con quien coincidimos en el muelle. Urresti me descubre que aquí se fundó el primer albergue donde marinos de todo Kantauri podían encontrar cobijo ante temporales y galernas. 1.500 plazas nada menos, que Emeterio sueña convertir en residencia de mayores.

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«Asar es un acto de desnudez»

«Asar es un acto de desnudez», me explicará más tarde Arregi. «El mejor parrillero es el marinero. Cuando iban a por la ballena a Canadá, hace cinco siglos, ya asaban a bordo. El marinero sabe si el pez entró vivo al barco o si fue el último que sacaron de la red. Si lo eviscera sabe qué ha comido y dónde, ve si está flaco o tiene mucha grasa, si tiene huevas, si ha sido pescado cerca o viene de más lejos. El marinero interpreta, lee al pez. En mi casa, quien asaba era Luis Mari Manterola. Pedro, mi padre, lo hizo en los primeros años y luego, los lunes, cuando libraba Manterola (esos lunes, cuando empezaba a formarse en el oficio, Víctor Arguinzóniz se sentaba en la terraza del bar de enfrente, el Getariano, para ver cómo se manejaba Pedro Arregui con cogotes y rodaballos). Cuando se jubila Manterola no llamo a Luis Irizar, como hacíamos cuando necesitábamos un cocinero, sino que le pregunto a Asier Ezenarro, marinero y el menor de mi cuadrilla, que si quiere dejar la mar para venirse a Elkano. Me dijo «noooo».

 

Era primavera y andaban a la antxoa, salían de lunes a jueves, vendían bien y estaban el fin de semana en casa. En verano, le tocó coger la caña para ir a bonitos, mareas de 15 o 20 días, con jornadas de 37 horas o más, yendo hasta las Azores y más allá. En octubre, al acabar la campaña, me preguntó «¿Aitor, eso sigue en pie?»».

Asier Ezenarro está al pie de las parrillas de Elkano, vestido con chaquetilla blanca. Es fuerte, de mediana estatura, macizo, con unas manos fuertes y trabajadas por anzuelos y sedales, con las que voltea las piezas. Junto a la parrilla, el calor es abrasador. Le pregunto a Aitor por una foto en la que, junto a su padre, y bajo esa misma parrilla caliente aparece tumbado un perrillo blanco. «¡Txiki!», se alboroza. «Tenía dos misiones: era el vigilante; avisaba si entraba algún desconocido. Y mantenía las ratas a raya cuando había mareas vivas. Se metía en la bodega cuando llegaba el primer cliente y sólo salía al irse el último».

En esta casa (de la que forman parte 35 personas; algunas, como Marijo Elustondo -«Arbe», por el caserío del que proviene-, con más de 30 años de servicio) se guía por dos mandamientos claros: «El secreto está en comprar bien y no estropearlo», sentenció el aita. Y, hoy, «pagar para poder elegir lo mejor».

Eso llega al plato: pueden ser kokotxas o rodaballo, la cabeza de una bogavanta con el «petróleo» de sus gónadas, el salmonete del Manuelah (con su hígado asado y la raspa frita) o un superviviente verdel a la parrilla de sabor memorable vestido con el «agua de Lourdes» que inventó la madre.

Antiguo futbolista de Alavés y Villarreal, fueron a buscarle cuando estudiaba ingeniería en Donosti. Debutó con el Glorioso contra el Logroñés, con el Tato Abadía y su bigotón, como primer rival. «Vino a ficharme Gonzalo Antón, que había querido comprar el Itxaso que abrió el padre en Madrid».

«El mar curte. De los de Getaria dicen que hablamos a voces. Los marineros tienen que levantar la voz para oírse entre el ruido de la máquina. Son gente ruda, que no sabes a dónde miran porque tienen los ojos puestos en el horizonte del mar, en el infinito».