Cierro los ojos y veo el Cañón del Chicamocha desde lo alto. Me dirijo de Bucaramanga a Barichara. Son 118 kilómetros por una carretera tan bella como abrupta. Cae la tarde y los riscos del accidente geográfico, de 227 kilómetros de longitud y más de 2.000 metros de profundidad, me roban la mirada evitando que mi mente se sobrecoja entre el pesado tráfico y la estrechez de una vía llena de precipicios y con poca protección.
Oscurece. Estoy cansada y solo pienso que al fin me sentaré a la mesa de Elvia, uno de los restaurantes de Colombia que más ganas tenía de conocer. La apuesta del cocinero Rafael Buitrago es tan atractiva como audaz. Declarado Monumento Nacional en 1978 y cautivador con su paisaje desértico de tierra roja y amarilla y sus casas de bahareque blancas, a Barichara le sobran atractivos para ser un destino turístico. Pero las apuestas de restauración en Colombia cuestan, más en lugares de difícil acceso. Lo que en un pueblito europeo resulta romántico, aquí podría ser utópico. No lo ha sido para Elvia.

Son casi las ocho de la noche. El conductor se pregunta si aún encontraré el restaurante abierto. Barichara es un pueblo de vocación cultural y de deportes de aventura, poco trasnochador. Acaba de empezar el Festival de Cine Verde y hay mayor actividad por estos días. Es jueves. El carro se mueve por el empedrado de las calles de la localidad, mientras yo me embeleso mirando sus blancas fachadas. Llueve. Llegamos a la casa esquinera que guarda los sabores de Elvia, donde Rafael y su equipo tienen la cocina a toda marcha y las mesas llenas.
Recuerdos, producto y técnica
Tras pasar por cocinas como las de Néctar en Yucatán, Gustu en La Paz y El Chato en Bogotá, ciudad de la cual es oriundo, Rafael Buitrago decide regresar a sus raíces. Pasaba sus vacaciones de niño en San Gil, otra población de Santander cercana a Barichara. Allí, en la finca familiar, entre la carne oreada secándose al sol, el maíz recién molido y los cabros, nació la inspiración para Elvia, que lleva el nombre de su madre y su abuela. Un homenaje a las mujeres de su familia, donde también resulta fundamental su hermana Verónica, quien dejó una vida de años en Londres, para irse a Barichara, donde hoy opera La Casa de Vero, un hospedaje rural de belleza singular.
La entrada a Elvia es por el bar, acogedor entre su techo bajo y su obra en madera. Cruzando un vano se accede a la zona del restaurante, con cocina amplísima y abierta de par en par a la vista del comensal. Pienso que la distribución es algo teatral, las mesas están dispuestas de tal manera que de todas puede mirarse a la cocina, donde los actores son el grupo de cocineros, ayudantes y personal de servicio, y la utilería, además de ollas, sartenes y cucharas, son frascos con fermentos, artesanías locales, botellas, platos y vasijas. No hay excesos ni ostentación, tampoco es un espacio minimalista, es el resultado de la arquitectura del pueblo y del lenguaje de cocina de cercanía a la que le apuesta Rafael.

Elvia ofrece carta y menú degustación. La primera noche, más ligera, me voy por la primera opción. Iniciamos con la ensalada de quinua con coles a las brasas, un abrebocas fresco y de texturas contrastantes. Seguimos con la mojarra a las brasas con ensalada de mute y garbanzos, cerdo Congo (criollo del corregimiento de Cachirí) y de cierre su postre vegano: masato de yuca y cardamomo, sandía, fresas y rosas. Soy defensora de mantener la opción de la carta cuando se opta por tener degustación. Entre la posibilidad de mostrar la destreza del cocinero en el menú, y la opción de que el cliente elija qué y cuánto comer, se amplían las posibilidades.
El mejor de los mundos para conocer la propuesta de un cocinero es, cómo no, probar ambas alternativas. Así que regresé la noche siguiente, esta vez más temprano, descansada y con el estómago vacío, para probar el menú de 12 tiempos. De los bocados iniciales el cangrejo con crocante de maíz resultó un abrebocas ideal y el pan de cuajada suave y apetitoso. Su croqueta rellena de carne oreada y ají de tomate y sandía tiene su fama más que bien ganada: crujiente al morderla y untuosa al interior, de sabor contundente como se espera para este bocado.
El tercer paso fue, quizás, mi favorito. Tanto la bebida y el plato por separado, como la armonía que logran. Se trata de un aguachile de coliflor tatemada, arveja, pistacho y parfait de yogur, acompañado con un cóctel a base de mezcal y extracto de espinaca pasada por las brasas. Ambas preparaciones resultan de un verde refrescante, tanto a la vista, como al paladar. Diría que son el tipo de platos que si hablaran nos dirían: “Soy bueno para ti. Bueno para el paladar, bueno para el estómago”.
Del menú de Elvia destaco, además de lo sabroso, lo bien hilado y equilibrado que está. Doce me resultan muchos pasos, pero ellos saben ensamblarlo para que no empalague. Hay mojarra, lengua servida con mango biche, trucha, queso de cabra, un sorprendente tartar de cidra y un pollo de campo bien rico. Hay burbujas; cerveza local; un mocktail de guayaba, gotas de remolacha y tónica que descansa hacia el medio tiempo. Vino de tamarindo de El Cruxe de las Rocas, productores nacionales sorprendentes y un pinot noir francés que habría querido disfrutar con más calma. En postres el consentido de Rafael: leche cuajada, cáscara de limón, uvas pasas, panela y crumble de almendras, su versión del que le preparaba su abuela Elvia.

Veintidós personas hacen posible la apuesta de Elvia, secundada por Edgar Andrés Gómez, jefe de servicio y sommelier. Ambos coincidieron en alguna de las cocinas de Bogotá y desde entonces se acompañan. Las preparaciones vienen servidas en vajillas elaboradas en cerámica de Guane, fabricadas por la artesana Bernardita Ortiz Alquichire, heredera de una tradición familiar y de los indígenas Guane. Suena El Preso, salsa vieja guardia a un volumen en el que se puede conversar. Ambas noches las mesas están llenas, y hoy disponen de un segundo nivel sobre el bar en donde pueden ampliar el servicio.
Seis años ganados día a día, con pandemia e incendio de por medio. Sí, en el primer semestre de 2025 un cortocircuito inició el fuego en una zona de almacenaje. Por fortuna fue controlado a tiempo y los daños no fueron mayores. Luego vino la solidaridad de los colegas. Álvaro Clavijo del restaurante El Chato viajó desde Bogotá e hicieron una cena a cuatro manos para recaudar fondos.
Rafael sabe que sus clientes son en su mayoría turistas, nacionales y extranjeros, que por fortuna llegan casi todo el año. Los locales acaso vayan, pero igual es un pueblo pequeño, apenas supera los siete mil habitantes. Él tiene claras su apuesta y su propuesta. Sigue recorriendo las veredas y buscando productos de estas tierras para incluir en su menú: hormigas culonas, café, maíz criollo. De paso ha llevado a que otros cocineros, locales y de otras ciudades, se animen a abrir alternativas.
En Barichara está hoy el hogar de Rafael, los recuerdos de Elvia su abuela y el presente de Elvia, su madre y de Verónica, su hermana. Aún hay mucho por andar en el territorio de los patiamarillos, mucho por cocinar con sus productos.
