Alo’s es querido por sus clientes, respetado por sus pares, admirado por jóvenes generaciones de cocineros. Un restaurante íntimo, bello, exigente, caprichoso, que deambula en el tan buscado —y tantas veces errado— camino de una alta cocina sin pomposidad, un bistró donde abundan detalles y técnica, con ortodoxia y libertad, tomando riesgos, cometiendo errores, logrando epifanías.
Alo’s es la casa de Alejandro Feraud, su fundador e ideólogo. Con 44 años de edad y aspecto bonachón, es un cocinero de vieja escuela, con experiencia en la Europa de estrellas Michelin, que en su restaurante cultiva lo que él llama una filosofía hippie militar: “Lo más importante en Alo’s es el equipo de trabajo que logramos. Busco formar personas que disfruten estar en la cocina. Donde se vean entusiasmados con lo que hacen, que haya aprendizaje, libertad de acción, también empatía. Si viene un cocinero y me pide un día libre porque es la graduación de su sobrino, claro que lo tiene. Es importante que podamos disfrutar de la vida, de nuestros afectos, es básico. La libertad personal y profesional no tiene precio. Pero, como contraprestación a esa libertad, soy muy estricto. Si sos impuntal, mejor ni vengas. Si tomás una responsabilidad, cumplila”, dice.

No son palabras vacías, no es un slogan de marketing woke: Alo’s es reconocido como un restaurante escuela, uno de los más influyentes en el país, en cuyos fuegos se forman cocineros, pasteleros, sommeliers, que luego ganan su propio prestigio, que abren sus propios restaurantes, que salen en las revistas, que ganan premios. Con aire paternalista, Feraud mira a esos cocineros con orgullo, los visita en sus restaurantes, mantiene una relación a largo plazo.
Cielo e infierno
“Voy del castillo al pasillo, y del pasillo al castillo”, explica Alejandro Feraud. Y se refiere a su gastronomía, también a su vida. Nació en una familia de clase acomodada, fue un adolescente difícil, con mal desempeño en las escuelas, con adicciones ganadas en la calle que lo siguen persiguiendo hoy, como sombras que siempre se adivinan sobre el suelo. Él lo dice en voz alta, sin romantizar, sin darle épica, solo conciencia. “A veces se habla de las drogas en la cocina como algo aventurero. No es así. En mi caso, no me hizo bien, no me hace bien. Es una lucha que lucharé toda la vida, lo sé. Pero nunca llevé este problema a Alo’s, quiero demasiado a mi restaurante como para hacerle algún daño. Imagino que por eso armo equipos tan fuertes. Equipos que pueden ofrecer por sí solos un servicio impecable”.
Hace poco más de un año, Alejandro llegó a un punto muy bajo, fuera de su hogar, alejado de sus seres queridos; desde entonces está cuidado, y se cuida. Y su presencia en la cocina, su mirada, su constante buen humor, se traduce en cada detalle del lugar: con él allí, Alo’s brilla, todo funciona incluso mejor, la creatividad vuela incluso más alto.
Del castillo al pasillo es también una proclama gastronómica. Entender que los sabores no nacen ni se nutren del fine dining, sino que la cocina más seria suma influencias en distintas culturas y lugares, en barrios populares y en capitales del mundo, en la calle y en el hogar, en lo opulento y en lo básico, en lo complejo y en lo simple. “Me pasó estar de noche en un hotel cinco estrellas y al otro día en una villa, en un barrio bajo. Hay algo del sabor a ropa vieja, a tradición, que es potente. Si un día escribo un libro, me gustaría que sea al XYZ de la cocina. Ya tenemos el ABC, esto sería lo que no se cuenta, lo que se aprende en la experiencia, lo que hay más allá”.
Capicúa
Alo’s tiene 11 años; Alejandro Feraud, 44 años. “Veo algo en esos números capicúas de bisagra. Cuando arranqué con Alo’s no imaginaba el futuro, todo era presente, emoción, creatividad, trabajo. Fueron 10 años muy largos. Y comienzo esta década con ganas de hacer más cosas, de cocinar mejor. En la cocina nunca dejás de aprender, es un camino sin fin. Y, por suerte, nunca me aburrí de lo que hacemos”, dice.

Durante la entrevista, Alejandro habla de técnicas culinarias, de productos, de sabores. Lo hace con ese fanatismo que revela a un nerd de los fuegos y las cocciones. Habla con indisimulado orgullo del nuevo menú que ofrecen en estos meses, Alo’s en su salsa, basado en las grandes salsas madres de la historia junto con sus muchas derivadas (desde la bechamel a la velouté, desde la mayonesa a la holandesa), en una tradición escrita a piedra por Marie-Antoine Carême, continuada por Auguste Escoffier, que acá retoman de manera contemporánea. “Sí, se puede ver como un gesto vintage, pero siento que es un buen momento para volver a enseñar a los cocineros más jóvenes la importancia de algunas técnicas, lo que aportan esas salsas al plato. Es un compromiso para que entiendan que hay una historia detrás de lo que se hace hoy. La cocina hoy está en momento hermoso, con una calidad de productos increíbles. Pero yo tengo 27 años de cocina a mis espaldas, y esta es mi manera de verla, no puedo entenderla de otro modo”.
Algunos platos que están saliendo en estos días en las mesas de Alo’s: un Club Sandwich, capricho personal de Alejandro, en pan de molde tostado, una versión que lleva soufflé de calamar, pollo procesado con panceta de cerdo ahumada, tomate, lechuga y salsa tártara, acompañado con papas rejilla. Otro: la molleja laqueada, servida con esferas de queso parmesano frito, manzana y salsa mornay de lechuga. Uno de los pasos más sabrosos: los ñoquis con espuma de almendras y dulce jugo de cebollas cocinadas por cuatro días a 60°C. En casi todos los menús de Feraud hay algún magret de pato, una debilidad de este cocinero, que ahora sale con salsa normandía de algas, sumando berros, ají y duraznos. También una chuleta de cordero, de un animal criado en la estancia familiar, junto con un milhojas de papa relleno con la paleta del mismo cordero, con demi-glace y bearnesa. Entre los postres, capítulo que acá llaman como ´cocina dulce´, hay que probar la tarta de chocolate al 80%, elaborada con un cacao de Finca Paytiti, Perú.

Más allá del listado, Alo’s sostiene en alto una idea obsesiva de hospitalidad: el protagonista es el cliente, sin mandatos o retos de la cocina. El restaurante abre de la mañana a la noche, con desayunos —los laminados y panificados de la casa son estupendos—, almuerzos, meriendas, cócteles, cena. La cava de vinos suma etiquetas conocidas y también desconocidas, recomendadas con conocimiento y empatía por los sommeliers. Cada plato se puede pedir a la carta, también hay menú degustación de ocho pasos. Pero si llega un comensal que quiere, obstinado, una carne a la plancha por fuera de carta, no se le niega: se la harán a pedido, respetando el punto de cocción deseado. “Nos pensamos como bistrónomie, algo así como un bistró con más técnica y juego. La idea de qué es y qué no es un fine dining siempre está en discusión: un buen tomate, un buen fondo de cocción, eso también pertenece a la alta cocina. Pero si el fine dining más conocido es como un ballet, con esos movimientos tan precisos, tan perfectos, y que en lo personal me fascinan, acá ofrecemos un poco más de rock nacional”.
Desde hace ya unos años, las hormigas —tan laboriosas y tan colectivas— son marca identitaria de Alo’s, como logotipo de la casa. Están impresas en las camisetas de los empleados, en los delantales de los cocineros, en las paredes del salón, en la puerta del restaurante. Un recordatorio de aquel viejo, trillado y aun así necesario refrán que afirma: la unión hace la fuerza.
