Tiene 27 años, pero cuando le preguntan la edad, más de una vez pensó en mentir, en decir más. “A veces siento que ser mujer y ser joven es una combinación no siempre bien vista en gastronomía”, confirma. Se llama Clara Corso, le dicen Calu, es socia de Mad Pasta (un muy exitoso restaurante de pastas creativas en San Isidro, con rellenos y salsas que escapan al lugar común), y —más allá de números y prejuicios—, cuenta por detrás con valiosas experiencias que la convirtieron en la cocinera que es hoy.
“A los 23 años trabajé en un Estrella Michelin en Francia. Cuando entré, no tenía idea de dónde me estaba metiendo. Fue un choque durísimo: apenas tenía experiencia laboral, no hablaba una palabra de francés, nadie quería hablarme en inglés. Ninguna comanda me salía bien. Era ese maltrato que ves en las películas: cuando me daba vuelta me subían el fuego de la hornilla, me boludeaban. Yo era la más joven de la cocina y me veían como a una rubia, latina, sin experiencia. Había algo de la superioridad europea que me dejaban en claro de manera constante. Una vez entró un cocinero italiano, y a él sí le hablaron en inglés”, recuerda.
Decisión ante la adversidad
“Era una cocina muy intensa; en puestos como el mío nadie aguantaba mucho tiempo, se la pasaban renunciando. La única razón por la que yo no me fui, fue para no darles ese gusto. Estaba decidida a triunfar, a demostrarles que no era una inútil, que podía aguantar tanto como el que más. Incluso empecé a ir más temprano, de manera clandestina, ya que no se permitía entrar antes del horario establecido; pero iba más temprano para, al menos, intentar lograr terminar mi parte a tiempo. Una vez me descubrieron y casi me echan”, dice. “Eso sí: el día que me felicitaron, ahí renuncié”.
Los inicios gastronómicos de Clara arrancaron con más dudas que certezas: terminó el secundario, le gustaba hacer tortas, soñaba con tener una casa de té en Bariloche, y jugar al hockey. Quiso estudiar cocina, y el padre, poco convencido, le recomendó que hiciera la Licenciatura de Gastronomía en la Universidad Argentina de la Empresa, una institución privada que tiene un convenio con el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG).
Allí, además de técnicas culinarias, aprendió sobre el negocio gastronómico: inversiones, planos, finanzas, costeos. “Cuando me recibí me fui a Europa: todavía no estaba segura de querer ser cocinera. En Barcelona trabajé en un bar de tapas, con mucha técnica molecular y esas boludeces; y lo disfruté un montón. Entendí que ese podía ser mi camino. De ahí me fui a Francia, a un restaurante con una estrella Michelín en Versalles; el lugar era hermoso, el cuarto que rentaba tenía vista al castillo, era un sueño, pero la pasé horrible. No tenía idea de nada, no sabía qué implicaba la alta cocina. Fueron varios meses de maltrato hasta que un día exploté: un día el chef, enojado, me golpeó con una cuchara, y me volví loca: empecé a insultarlo fuerte en español; todos me miraban, el servicio estaba frenado. A partir de ahí mis compañeros empezaron a tratarme mejor, a ser más cómplices y colaborativos. Y, en medio de una frustración constante, conocí lo que era una cocina profesional, me enamoré de eso, del oficio y del orgullo que cada uno de nosotros sentía por nuestro trabajo. Lo que vi en Francia no lo volví a ver nunca más, un ritmo y una exigencia que me marcaron”.
Todo esto, tan lejano hoy, sucedió hace apenas cuatro años; en cocina, el tiempo corre distinto. Desde entonces, Clara se convirtió en una de las cocineras más interesantes de la Argentina, obsesiva por el trabajo, sumando conocimiento, experiencias, técnica y algunas pausas trabajadas en terapia para permitirse la reflexión y el disfrute.
“Volví en uno de esos aviones repatriados a Argentina en mayo de 2020, en medio de la pandemia. Pasé 15 días en cuarentena, encerrada en un cuarto, aprendiendo de masa madre, con ayuda de un amigo que me enseñaba por video. Estaba desesperada por volver a trabajar: escribí mails a cocineros en Francia, en Argentina. Sin saber siquiera quiénes eran, les decía a todos más o menos lo mismo: te admiro mucho, quiero trabajar con vos”, cuenta.
Un nuevo comienzo
Uno de los que contestó fue Lucas Canga, que por ese entonces era parte de la cocina de Alo’s (el prestigioso restaurante del chef Alejandro Feraud), en la Zona Norte de Buenos Aires. Con el salón cerrado por la pandemia, Alo’s había inaugurado una boutique con delis, panes y patisserie. Tras la insistencia de Clara (“si es necesario, no me paguen, pero déjenme trabajar”, rogaba), terminaron contratándola como ayudante de panadería. “A los tres días le agarró Covid al jefe de panadería y me hice cargo yo. Estuve dos meses haciendo medialunas, croissants, brioche, masa madre. Ese fue mi comienzo en Alo’s. Luego pasé a los fuegos, una etapa hermosa y creativa, con Lucas como jefe de cocina. No había menú: cada mañana nos metíamos en la cámara de frío y armábamos platos con lo que había en stock.
Con Ale Feraud de guía pensé mis propias recetas, teniendo mucha libertad. Ahí también conocí a Félix, éramos todos unos loquitos por la cocina. Competíamos entre nosotros, de una manera alegre, sana, para ver quién hacía lo mejor, lo más creativo y rico. Yo me quería comer el mundo: pasé por entradas, por panadería, por pastas, por proteínas. Agarraba un sector, lo exprimía todo lo posible, y cambiaba a otro. Si en Francia aprendí ritmo y velocidad, en Alo’s aprendí a cocinar rico. Y lo mejor de todo es que ya no me sentía la más enfermita, la que no podía parar de trabajar: yo era parte de esa enfermedad que nos había contagiado a todos”.
Cuando Lucas Canga renunció a Alo’s, Alejandro Feraud eligió a esa joven Clara de 24 años como jefa de cocina. “Obvio dije que sí, pero no me sentía preparada. Varios del equipo, con más experiencia que yo, renunciaron. Yo era la más chica, una rubia cheta de Bellavista que tenía auto propio, que tenía mi estuche con cuchillos que me había comprado en Francia. ¡Pero cada cosa me la había ganado rompiéndome el lomo! Estaba dando pasos muy largos, con mucho crecimiento, pero con consecuencias físicas y mentales. Mi ejemplo de líder era lo vivido en Francia: era exigente, dura.
Me tomó un tiempo manejar las formas y maneras de hablar. Precisaba entender que, de Francia, debía quedarme con la exigencia profesional, pero no con el maltrato. Ale, por suerte, me entendió y me dio el tiempo, el espacio y la confianza. Fue duro, tuve ataques de pánico, y no quería ser la cocinera que un día colapsa y abandona todo. Empecé terapia, volví a entrenar mi físico, buscando equilibrar salud y trabajo”. Hoy, de Alo’s le quedan no solo grandes amigos y la experiencia de manejar equipos, sino también platos que le siguen dando orgullo, como los churros de batata morada con paté de hígado de pato, o los ñoquis con velouté francesa y aceite de vainilla, entre otros.
Pastas poco convencionales
En esos mismos años, Clara se sumó a un incipiente proyecto personal que Lucas y Félix habían ideado en pandemia: bajo el nombre de Mad Pasta, estos dos cocineros ofrecían pastas congeladas poco convencionales con envío a domicilio. “Arranqué gratis, me interesaba aprender; después del trabajo nos íbamos a la casa de Félix y hacíamos las pastas en un cuartito”.
Con el tiempo, Clara se puso en pareja con Lucas y luego, cuando decidieron convertir Mad Pasta en un restaurante, se sumó como socia. “Lucas estaba arrancando Piedra Pasillo, Félix estaba con su restaurante en Uruguay, yo todavía era jefa de cocina de Alo’s. Estábamos todos a mil: abrimos Mad en octubre de 2022, arrancando a trabajar a las 7.30 de la mañana y seguíamos sin parar hasta la madrugada. Pronto Mad se convirtió en un éxito y ahí decidí renunciar a Alo’s para concentrarme en el restaurante”.
Mad es, en gran medida, una fiel representación del carácter de sus cocineros: es joven, moderno, canchero. Sin exagerar sofisticación, se permite juegos de autor, esquivando la potente tradición italiana que hunde raíces en Argentina. Entre los nuevos clásicos de este restaurante que apenas tiene dos años de vida, aparece por ejemplo la brocheta de ñoquis fritos de papa intercalados con albóndigas de cerdo y langostino. “Cuando mezclás todo eso, queda algo que es tan delicioso como divertido”, asegura Clara.
Lo mismo pasa con los cappellacci de zapallo cabutia con sofrito de manteca y jengibre, crema de curry y salsa matcha por encima. O los gnocchi de ricota con crema de ajo asado, espárragos y miel fermentada de ajo con castañas tostadas. O el Nino Berguese, raviolón relleno que va cambiando según la estación del año. “Con Mad intentamos mostrar una nueva era de la pasta, con una base italiana muy investigada por Félix, también con algo de impronta argentina, que es lo que somos; y con nuestra mirada de cocina de autor. Las masas son clásicas (sémola y huevo o agua), las formas son italianas, los sabores son bien nuestros”. Con mesas siempre llenas, mediodía y noche, es común verla a Clara en la cocina de Mad Pasta, organizando el despacho.
Futuro y ganas
Con esos 27 años que cada tanto quiere ocultar, Clara Corso tiene el mundo por delante. Invitada habitual a congresos y pop ups en distintos lugares de Argentina y el mundo, gana experiencia y suma miradas a su cocina, donde siempre vuelve. “Intento calmarme, sé que soy muy impulsiva; sigo en terapia, mucha meditación y control de la ansiedad, muchas herramientas para el día a día, con el objetivo de poner las cosas claras, de entender qué quiero hacer”, dice. Y culmina: “Mad Pasta me encanta, pero siento que hay otra parte de mí, la de una cocina más compleja, que dejé en Alo’s y que quiero recuperar. Lo próximo será poner un restaurante con Lucas, sin inversores ni socios, estamos ahorrando para eso. Imaginamos un lugar con la irreverencia de Mad y aspectos de fine dining, elegante y divertido. Sabemos de panadería, de pastelería, de cocina: nos gusta mezclar todo. Y es ahí, en la mezcla, donde creo que somos muy buenos”.