El mestre bacallaner, un oficio en extinción

La Barcelona industrial del siglo XIX trajo consigo cambios profundos en la división social de sus habitantes y sus modos de comer

Inés Butrón

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Frente a la mesa de la burguesía, bien nutrida de las novedades que la industria agroalimentaria servía en colmados y  ultramarinos, la clase obrera -en su mayor parte, inmigrantes de las zonas rurales- subsistía con dos alimentos  básicos: el gra i el tall, la legumbre y el tocino o, en su defecto, el arenque o sardina de bota y el bacalao.

 

En esta circunstancia histórica surge la figura del mestre bacallaner, un oficio exclusivo de Cataluña que tuvo por misión fundamental facilitar a las familias del incipiente proletariado su ración diaria de proteína animal. El bacalao, una de las salazones más consumidas en la ciudad condal, empezó a venderse cortado –al detall– y desalado por el mestre bacallaner que, de este modo, ahorraba tiempo y esfuerzo en la cocina a las  mujeres trabajadoras, pero también a las numerosas fondes de sisos que poblaron la ciudad donde obreros, payeses y menestrales compartían porrón y mesa.

 

Estos platos, recogidos por Manuel Vázquez Montalbán en la primera edición de «L’art de menjar a Catalunya» (1977), rústicos, pobrísimos y elementales, han desaparecido de las cartas de puro anacronismo, pero no de la memoria colectiva que aún relaciona un guardia civil con un arenque acompañado de ensalada, un payés amb barretina con un plato de col, patata y arenque, un plat de ballarines amb la reina delos mares( arenque y judías)  y un ànec o tallmut con un plato de bacalao hervido. Una forma socarrona de relacionar modo de comer y pertenencia social.

 

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Frente a las recetas de salazones ricas y opulentas que proponía Ignasi Domènech a las señoras de la alta burguesía catalana en su libro «La mejor cocina de Cuaresma» ( 1914) para hacer más llevadera  la obligatoria abstinencia, en la mesa proletaria se servía a lo sumo un bacalao a la llauna con pimentón, ajo y aceite con un puñado de seques que ya se vendían cocidas en tiendas y paradas de mercado. Uno de esos platos que la desmemoria ha revestido de exquisitez, Santo Grial, junto con la escudella, de la identidad culinaria catalana.

 

A día de hoy, en los mercados de una ciudad atrapada entre la dignificación de la cocina local y la homogeneidad globalizadora, una bacaladería sigue siendo un respetable reducto de resistencia culinaria que el ciudadano aprecia y admira como depositario de una tradición que en tiempos de Cuaresma aún resuena en el fondo de los paladares.

 

La pérdida de los saberes culinarios es especialmente evidente frente a un aparador de pesca salada en el que se exponen fragmentos de materia comestible bajo formas, texturas y olores en vías de extinción. Saber cocinar implica, entonces, saber transmutar, conocer y desentrañar. Y es en ese punto crucial de la historia de la alimentación donde se yergue la figura del mestre bacallaner, estandarte del viejo gremio de la supervivencia.

 

El bacaladero suele pertenecer a sagas familiares que empezaron como tiendas ambulantes alrededor de la Plaza Padró hacia finales del XIX, como la de María Masclans (1882), bacaladera en el Mercat de Sant Antoni, a las que vemos tras un mostrador de encurtidos y salazones ofreciendo explicaciones a los que ignoran la corta distancia entre la miseria y la sal amenizadas con procedimientos y recetas. En Cataluña, explica María, el bacalao más consumido siempre ha llegado de Islandia en forma de hojas -piezas enteras- que su madre troceaba y desespinaba, una adaptación en la venta del producto que llamó la atención de los propios islandeses.

 

“De hecho- cuenta- cada vez hay más factorías islandesas que venden el pescado fileteado, desespinado y congelado que en salazón”. Para María, la conservación en sal -más lenta y cara- de la especie gadusmorhua podría, incluso, desaparecer, ya no es prioritaria, y lo demuestra  la competencia de estas otras especies congeladas y comercializadas bajo el rótulo de “al punto de sal”.

 

Lalo González es mestre bacallaner en el Mercat del Ninot desde 1989. Estos días prepara los encargos de bacalao para algunas familias que van a cocinarlo durante la Semana Santa, el momento álgido de su consumo; las corta y desala con precisión de cirujano para que esta “momia pisciforme” resucite en un proceso de desalado no exento de pericia (ha de permanecer entre cinco y siete días sumergido en la misma agua hasta que se rehidrate y engorde y, posteriormente, permanecer sumergido en sucesivos cambios de agua con rotación de las piezas en la cubeta para que haya un desalado uniforme).

 

Su detallada explicación fascina y, al mismo tiempo, suscita la duda de su viabilidad en un futuro desolador para los artesanos de la comida. “Todo oficio es una acumulación de años de experiencia y conocimientos, que hoy en día no interesa a las nuevas generaciones que han de trajinar entre cubetas de agua salada y olor a pescado curado”.

 

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En su parada lucen blanquísimos lomos, pencas y cocochas, las tripas, las colas, el rosario y el cogote, despiezados y organizados según categorías y grosores; el cuenco del desmigado con ajo y perejil para los buñuelos y los retales para esqueixadas veraniegas o brandadas cremosas.

 

Con todo, en los últimos años la receta terminada le gana el terreno al lomo desnudo que necesitará de una lenta sanfaina veraniega. Pero, la lentitud no casa bien con la industriosidad de esta ciudad que le debe su galanía y fortuna a la maquinaria frenética de la revolución industrial, así que hoy el cura y el burgués, el proletario y el patrón comen el mismo bacalao cuaresmal, pero, a ser posible, “listo para llevar”.

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