Andoni Luis Aduriz desciende de su viejo coche gris ataviado con una camiseta negra con el título del documental que ha rodado junto a Paco Plaza: «Mugaritz, sin pan ni postre». No deja de ser chocante que este año, y por primera vez desde mi visita inicial en 2009 al caserío Otzazulueta, aparecieran sobre la mesa un bocado de bogavante, un lingote de dentón, una pieza de roja chuleta asada y hasta una versión del bacalao al pilpil como una salada nube infantil muy Mugaritz.
Aunque por si esa sucesión de platos tan reconocibles (¿¡impropios del Mugaritz más referencial!?) no fuera suficiente, entre los 33 pases del menú, al final, y tras elegir acidez entre tres sabores, el camarero me acercó a la terraza un plato con una rebanada de pan de Antonio Bachour, mejor pastelero del mundo 2022, y un trozo de queso bañado con pimentón extremeño. O sea: tuve ¡PAN de POSTRE!
Como aquí nada es casual es obligado preguntarse, ¿qué está pasando este año en Mugaritz, ese lugar perdido donde aún puede uno «experimentar la incomodidad de la vanguardia»?
«Todo acaba el día en que pierdes la curiosidad», reflexiona Aduriz. «A mí mantener la libertad de Mugaritz me cuesta la salud, me cuesta la vida», dice el chef en el documental, rodeado de sus escuderos.
«Esto es muy personal; me he pasado la vida pedaleando, aleteando y, de repente, un día me di cuenta de que estaba en otro ciclo. Es así, pasas en un instante de ser promesa a ser un icono. Tengo 54 años y cada vez me queda menos para jubilarme.
Pero seguimos marcando hitos; formo parte de una generación de cocineros que son leyenda como Micha, como Gastón Acurio, como René Redzepi o Massimo Bottura. Pero este mundo te mide respecto a los años que tienes. Con el paso del tiempo te vas haciendo más transparente, interesas menos a los demás, sientes que tu peso es distinto, que te vuelves traslúcido. Y no lo digo sólo por los bares. Eso también sucede en el plano profesional. Lo vemos con las guías y las listas que no quieren otra cosa que novedad, novedad, novedad. Pero lo nuevo no tiene por qué ser siempre más potente que un trabajo donde hay una trayectoria, donde hay muchísima sabiduría», dice el patrón de uno de los escasos restaurantes del mundo donde todavía te enfrentas al vértigo de lo desconocido.
Sigue habiendo incomodidad entre la sabrosura: ese morro de cerdo como si fuera una corteza que se pega a las muelas y que da paso a una exquisitez como la caracola con grasa de foie y crema de cabezas del hongo inoki. Luego, la alquimia de transformar la textura y la apariencia del alga kombu; cuatro latas rotuladas que encierran cuatro tipos de cultivos micelares plantados sobre crema de arroz, como el Penicilium candidum que se usa en belleza, el koji y otros con los que se hace sake y que se deben untar con el dedo y chupar.
Saturación y sobreestimulación
Lo evidente es que nada es evidente y que nada es nunca lo que parece en Mugaritz.
Y más este año en que el lema es «Lo que no se ve». Estuvieron cerrados de noviembre a abril buscando esas «perlitas», los «detalles» que surgen de los jóvenes, ilusionados y no moldeados cerebros de los residentes. El documental de Plaza es conmovedor al descubrir el ímprobo proceso, los errores, tropiezos y deslumbrantes descubrimientos de los aprendices de hechicero tutelados por Julián Otero, Ramón Perisé y ese ser de luz con rotuladores de colores en las manos que se llama Javi Vergara, DJ, buscador de zánganos con sabor a requesón y «promotor musical místico».
«La creatividad sirve para resolver problemas. El nuestro es hacer un menú de 25 platos para sorprender, emocionar y enfadar a los clientes», postula Ramón Perisé, uno de los cerebros de Mugaritz a quien Aduriz presenta como «un corsario«. «Hemos decidido buscar problemas. Sólo buscando problemas encontraremos soluciones, que es el camino de la creatividad», resume Perisé que en el documental aparece enredando con los agrios filamentos del natto y probando hongos infundidos en pescado, aspecto de fuet Tarradellas y reconocible aroma humano, con el nigromante griego Dimitrios Tasoulis, responsable que fue del Banco de Fermentos.
Chupas una sabrosa moka de piñones e hinojo depositada sobre un antebrazo de cerámica, bebes sake Seko x Chartier en una pieza nipona que remeda una rosada hoja de loto, sientes la sedosa profundidad de un steak tartare de vaca colonizado por hongos, masticas un alga traslúcida que ha sido privada de la celulosa y de la clorofila, muerdes una espardeña marinada un mes con cacahuetes y recubierta de la piel de ese mismo cohombro frita y crocante.
Vives en una extenuante montaña rusa con sus medidos valles de descongestión: un cómodo dentón tratado en hojas de higo sarraceno y servido en un plato de madera de navegante cedro baja las revoluciones, amaina ese «punto de sobreestimulación», de «saturación» del que habla Perisé y que se desinfla de manera consciente con islas de confort.
Aún así, la sucesión de estímulos es tan abrumadora que los sentidos atentos deben multiplicarse para tratar de entender semejante acumulación de sensaciones y sabores desconocidos, que te llevan y te traen. «Izena badu, bada: lo que tiene nombre, es», escribo
Sexo y ritmo en la olla común
Al principio de la jornada, los comensales debimos escoger entre trece sabores el ingrediente que los cocineros incorporarán a la Sopa del día que se cocina en la chimenea de la caseta sobre una base de caldo de pollo. Todos, al mismo tiempo, tomaremos el doméstico guiso, suma de nuestras elecciones. La nuestra -un poco picosa porque llevaba doble de ritmo- incorporaba también fantasía, sosiego, inocencia, curiosidad, creatividad y caos a la olla común.
Los nombres de los platos son una categoría en sí mismos. Jardín de amaranto, Contesa: traiciones de la memoria, Matrioska de puerro, Besar. Al inicio hubo uno de chupar llamado Todo me recuerda a ti. Envueltos en papel cebolla se entregan al comensal junto al enunciado de los vinos en un kit, con las manos del equipo en cubierta, que sale del magín de Sasha Correa.
En un lugar donde el vino es «fermentación hecha metáfora» y una idea, «material inflamable», llama la atención la «inocencia» que esconde un trabajo de galeotes y el voluntario «paso atrás», la consciente «falta de liderazgo» que asume el propio Aduriz para dejar hacer a los otros.
Anda ahora Andoni Luis Aduriz dándole vueltas a una intervención en la universidad de Cantabria sobre alimentación y salud mental con el psicobiólogo Ignacio Morgado.
Mastica pues el origen de la palabra nostalgia, nacida en 1688 de la falta de alimentos nativos por los mercenarios suizos que asolaban Europa, baraja la «nostalgia del futuro» (pura saudade) y la importancia de las neuronas acantonadas en nuestro estómago al dictar deseos alimenticios. El microbioma, resume, nos hace comer lo que nos sentaba bien y nos hizo felices de niños. «¿No será la nostalgia una herramienta de la microbiota para que comamos lo que ella quiere?». Ay, amá.