Toqha, el restaurante de Edu Pérez en El Puerto de Santa María, cerrará sus puertas el 13 de octubre. El propio cocinero lo anunció a través de un vídeo publicado en la cuenta de Instagram del restaurante hace solo unos días. No habrá más cenas en ese patio en el que la tierra y el mar de Cádiz latían a la sombra de los naranjos. Siempre hubo en Toqha un ritmo, una música, una vibración que salía de la cocina y se hacía sentir sobre ese albero. Él mismo ha dicho en más de una ocasión que ve la línea de sabor como sonidos.
Hace poco más de año y medio la guía Michelin les daba su primera estrella. Edu, “saucejeño y andaluz, las provincias las hicieron en un despacho”, sociólogo en ciernes, formado en la escuela donostiarra de Luis Irizar, curtido en El Mirador de Ulía, en el A Fuego Negro de quien se acabó convirtiendo en su cuñado (Edorta Lamo), en el Cataria que Aitor Arregi instaló en Santi Pectri, en la gala solo habló de los proveedores:“Son quienes ayudan a sacar adelante Toqha. Sin ellos no somos nada y está bien recordarlo”. También de su hermano, el sumiller Juan José Pérez, que durante una larga temporada fue otro de los pulmones del proyecto.
El sur es el centro desde el que piensa. Hay en él una manera de mirar la cocina —el mundo— que a veces cuesta interpretar, aunque se compartan los códigos, aunque haya un lenguaje compartido. Un encuentro frustrado en El Puerto de Santa María se tradujo en una cerveza a medias a través de una pantalla en la que hablamos de las razones del cierre, de sus planes futuros y del precio que a veces se paga por ejercer con ética —y sensibilidad— su profesión.

¿Qué tal lo ha recibido el equipo?
Bien. Nos da un poco de rabia porque creemos que es un proyecto muy bonito. Isa Núñez, quien está llevando la sala y que lleva haciendo de anfitriona desde que mi hermano se fue, también lo veía necesario. Les estoy muy agradecido porque estaba muy nervioso antes de contárselo. Todo fueron abrazos. La historia es que estamos dando 14 cubiertos en un sitio para 50. La estructura, el sobre esfuerzo que esto conlleva, no tiene sentido.
¿Lo tenía antes?
No. Lo que pasa es que Tohqa, en mi cabeza, era una barra para diez, doce personas y en el centro de una ciudad. Era la idea. Como no conseguí que en Cádiz me dieran permiso, me metí en el local de David y Eva [David Méndez y Eva Baro, ahora en Berdó, también en El Puerto de Santa María]. Tohqa era un proyecto en el que quería darme libertad a mí mismo, arriesgar, y eso era mejor hacerlo en chiquitito, controlando muchísimo el esfuerzo y los costes. Pensaba que, por grande que fuera el local, que íbamos a poder acotarlo y que acabaría siendo llevable; que podría ir hacia donde yo quería, algo pequeño y cuidado de manera natural. Peco de idealista y en este caso también lo hice. Ahora creo que ya entiendo un poco más lo que es la vida adulta.
De todas formas, poco a poco fuisteis haciendo cambios.
Al final del segundo año quitamos la carta. Al siguiente se hizo la reforma, dejamos aquello precioso y seguimos con esa aspiración de dar menos cubiertos. Hay quien aprovecha para crecer con la estrella: yo tenía claro que para nosotros ese era el momento de decrecer.
¿En qué sentido?
Estrechamos los horarios porque al final es verdad que con la estrella el cliente se adapta un poco más. Bajamos aún más el aforo intentando romper también con la estacionalidad de El Puerto, que es un pueblo muy pequeño. No lo hemos conseguido.

¿Tohqa va a desaparecer o toca va a volver a esa idea inicial de ser esa barrita o ese espacio pequeño en una capital?
Tohqa, más que un sitio, es una manera de hacer las cosas, y eso cada día lo tengo más claro. Lo voy a guardar como un tesorito. Cerraremos el 13 de octubre, y se tendrían que dar unas condiciones muy concretas para que Tohqa volviera a la vida como a mí me gustaría.
¿Has recibido propuestas desde que lo contaste públicamente?
Sí, pero he pospuesto reuniones hasta septiembre porque ahora quiero estar aquí al 100%. Una a nivel individual y otra para trasladar Tohqa. En esta, ya de partida, no se daban las condiciones mínimas que busco. Pero no me cierro a nada.
¿Qué condiciones son esas?
Si vuelve, tiene que ser porque le hemos podido dar su sitio, amor, trabajar en él de una manera más cómoda y que a mí me permita cuidarme más. Esto no es nada nuevo. Lo sabe quien tiene un negocio pequeño. He puesto en Tohqa también mi salud, quizá más de lo que hubiera debido. No sé. He sufrido también. Entiendo que hay que sufrir, pero cada vez me quiero alejar más del sufrimiento.
Entonces, además de la estructura y la estacionalidad, hay razones emocionales para echar el cierre.
Estoy muy cansado de nadar río arriba. He hecho más o menos lo que he querido, aunque creo que no me he soltado del todo. Puede que eso también esté bien. Por muy idealista que yo sea, sabía dónde me metía. Llevábamos tres semanas y Ángel León vino una noche y me dijo: “Tío, hay dos caminos: en uno vas a ganar billetes. Y luego está este, en el que vas a sufrir”. Poco después vino Andoni [Luis Aduriz] y me dijo algo que yo le recordé hace poco: “Este proyecto te ha pasado por encima y tú todavía no te has dado cuenta”. Fue a los dos meses y medio de abrir. El cabrón es listo.
Echando la vista atrás, ¿harías algo de otra manera?
Ha sido un error no bajarme un poco más a la realidad y entender la demanda real. A partir de la estrella, y aunque nos hayan colgado el San Benito de que somos muy radicales o un restaurante que no es para todo el mundo, lo cierto es que hemos llevado la propuesta más cerca del placer, que es lo que queremos todos cuando comemos en la calle. Creo que ahora es más dulce para el cliente.
¿No fue así siempre?
Durante un tiempo lo que más me ha interesado ha sido aprender. Además de como negocio, entendía Tohqa como un espacio donde hurgar, en el que preguntarme cosas, y de algún modo he utilizado a la gente que venía como conejillo de Indias. No me arrepiento. Puede que hubiera estado bien por mi parte delimitar cierto espacio para quien quisiera comer y mojar pan. Durante un tiempo no lo hice y durante otro sí, pero no lo supe comunicar fuera. De hecho, Toni Segarra fue una de las primeras personas que entendió el proyecto, lo que yo pretendía hacer, y cuando vino me dijo: “No tocaría lo que estáis haciendo de puertas para adentro, pero sí hacia fuera”.

Antes has comentado que no te habías soltado del todo. ¿Qué te has guardado en todos estos años?
No sé. Siempre tengo la sensación de que cuando cocino, estoy cocinando lo que ideé dos años atrás. Aunque a veces no lo aparente, soy una persona muy lenta. Me cuesta mi tiempo conectar la razón con lo emocional, que me calen las cosas. También me cuesta atreverme a hacerlo. Y luego está lo puramente empresarial, la viabilidad. Creo que me he frenado en algunos momentos. Me lo guardo por si vuelve Tohqa (ríe).
¿En qué momento tuviste claro que había que cerrar?
Para nosotros la estrella fue un soplo de aire fresco por la repercusión a nivel cliente que tiene. Empezamos a tener un flujo constante como si estuviésemos en una capital, algo que nunca habíamos tenido. Eso hasta el verano pasado, más o menos. Pero de pronto volvimos a la dinámica marcada por la estacionalidad. Empecé a pensar que no iba a ser capaz de darle la vuelta.
Hasta entonces pensabas que sí.
Me creía Superman. En un momento empecé a ser consciente de que eso no era sano y a cuestionarme muchas verdades que me habían valido hasta entonces. Y empezaron a valerme menos. He construido mi identidad, como tantos otros de nuestra generación, basándome en el trabajo. Este es un oficio artesanal, vocacional. En mi caso no se hace con solo 40 horas a la semana. Pero es que tampoco me llegaba con 100. Es una elección propia, claro. Esa era la movida.
Así que empecé a asumir que estamos en la Bahía de Cádiz, en El Puerto de Santa María, un sitio que la gente tiene en la cabeza por los dos meses de verano y por Ángel [León], que tenía un local de 400m2 fuera de una ciudad para 50 cubiertos, no 14. Soy una persona bastante impulsiva, pero parece que estoy viviendo un momento de madurez, así que me pedí a mí mismo hacer un ejercicio de contención y de reposo. Y lo he hecho hasta el momento en el que lo he comunicado. Y ahora que la gente venga a disfrutar de ese patio los meses que quedan.
¿Te ha dado miedo en algún momento verbalizar ese «no puedo» o el “estoy cansado” por lo que tus colegas de profesión pudieran pensar de ti?
No creo que yo tenga tanto peso en el sector de la restauración. Por suerte he tenido otras inquietudes y en mi círculo cercano no todos son hosteleros. Me da bastante igual. A mí lo que me importa es la gente que me quiere, y dentro de la gente que me quiere hay gente de mi profesión. Claro que aparece algún despistado que en vez de abrazarte te intenta aleccionar o aconsejar, pero bueno, somos hijos de nuestro tiempo y todavía nos quedan por construir muchas cosas. No nos han enseñado a sostener el apoyo, por ejemplo. Es algo que tengo muy presente ahora. Miedo no me ha dado. Igual, en un sentido más profundo, sí defraudar a mis padres, que son los garantes de este proyecto. Pero estoy en proceso de entender que no todo el rato tenemos que hacerlo todo bien y que si estás atento puedes aprender de tu cagada.
¿Cerrar un restaurante también puede ser una decisión valiente?
El heroicismo y la meritocracia son algo que estoy desterrando. Cerrar era lo que tocaba. No sé si es valiente. Tampoco creo que fuera valiente cuando me decían que lo era por desarrollar una propuesta súper radical. No. Solo hacía lo que me salía. Y en este caso se ha tratado de hacer un análisis material del asunto, ver cómo yo me encontraba y ver cuál era el compromiso con el equipo, reposarlo y ponerme una fecha para tomar la decisión. No te voy a decir que sea fácil porque al final, claro, hay cosas que duelen, pero que ya está, que es lo que hay, que la vida es la vida, y que como dicen, “aceituna comía, huesecillo sacao”.
¿Crees que se habla poco del coste psicológico y emocional que supone el ritmo de un restaurante, sobre todo en el momento en el que se le da una estrella Michelin? ¿Crees que se debería hablar más para normalizar esto?
Creo que ahora se habla incluso demasiado y se acaba banalizando. No somos tontos a los que nos han metido en una porquera. Sabemos a dónde vamos. Llevo trabajando en esto 20 años y, por poco empático que seas, ves a tus jefes pasarlo mal. Meternos en esto es una decisión que tomamos conscientemente. Lo que sí he intentado desterrar después de mucho tiempo es algo que es más punitivo: el sacrificio. Me di cuenta en un concierto de Ángeles Toledano. Forma parte de una generación que se esfuerza, que da lo mejor de ella, pero intentando por todos los medios no sufrir. El escenario del sufrimiento lo hemos visto como un escenario válido. Y de virtud. Estoy intentando ir hacia otro lado.

¿La pandemia también te dijo algo sobre todo esto?
He descuidado mucho mis relaciones en pos del trabajo. Cuando me di cuenta no me gustó. Quedé con una amiga y me dijo “¡Qué guapo estás sin trabajar!” [ríe]. Y yo ya estaba con el ‘tarantantán’ en la cabeza. Hay que currar, no nos queda otra, no somos ricos. Pero sí que me saltó cierta alarma. Empecé a pensar en la finitud. Me di cuenta de que me iba a morir.
¿Crees que hoy en día el modelo del restaurante gastronómico es insostenible en sí mismo?
Siempre ha sido así. Se basaba en la auto explotación o en explotación de otros o las cuentas no salían. Entonces, quien lo ha querido hacer bien y tratar bien a su gente ha tenido que buscarse las papas por otro lado. La verdad es que el modelo de equipos grandes, estructuras grandes y precios contenidos, no funciona. Quien trabaja con género de calidad es muy difícil que gane dinero. Además, cada vez hay menos pescado, por ejemplo, y hay que pujar más por él. Está la vía vegetal, claro, pero como quieras trabajar con el mar y no subir los precios la cosa se te complica. Eso hace que muchos tengan género de más lejos, de África. Ahí nos tenemos que preguntar quiénes son los piratas.
¿Se ha perdido la honestidad en la cocina?
Creo que hay gente que sigue trabajando de manera honesta. Ser honesto es hacer lo que se tiene que hacer para que las personas que trabajan con nosotros vivan dignamente. El otro día, la poeta María Sánchez compartió una foto de una servilleta en la que ponía: «Creemos firmemente en la vida digna de nuestros iguales”. Se trata de eso. No importa que sirvas un producto top, que si tu clientela puede pagarlo genial; basta con que si pones papas, por lo menos peles y frías papas de verdad. Sí veo que ahora se confunden la ética y la estética.
¿A qué te refieres?
Creo en la ética. Los valores y las decisiones políticas que tú tomas en tu proyecto los tomas porque crees en ellos. En el caso de Tohqa, por ejemplo, era el campo. Yo creo en el campo. Y cuando estaba en Donosti estaba en un grupo de consumo. Comíamos bien y dábamos soporte a un proyecto agroecológico. No entiendo trabajar de otra manera. Y esto debe estar en concordancia con la estética, que es lo que, en este caso, vendes al cliente. Y estamos en un momento en el que se está vendiendo la ética como si fuera estética.
Solo como discurso.
Como si eso supusiera ya un éxito en sí mismo. Ojalá me equivoque y la ética dure eternamente. Ahora se habla de proveedores, se les pone cara. Nosotros lo hicimos en Tohqa hace tiempo. Pero no sé, creo que se intentan monetizar sus valores. Espero equivocarme. Se han hecho ejercicios enfocados a reconocer su trabajo de manera horizontal, como aquel de Quesos con rostro, pero veo que muchos cocineros, en vez de bajar un escalón, han intentado subir a la gente que cultiva un escalón por encima, que no han dejado esa necesidad de ser rockstars. Yo creo en los proyectos pequeños, en las cadenas de intercambio muy cortas.
¿Te sientes parte del colectivo de la gastronomía?
Solo cuando hay alguna iniciativa como la de Fogones por Gaza. En pasos que se dan, en actos concretos. Creo que siempre he dudado un poco del sector. Dudó mucho de mí, y por extensión, de lo que hay alrededor.
¿Crees que, desde este otro lado, el del periodismo gastronómico, tenemos cierta responsabilidad en dirigir hacia los cocineros demasiados focos?
Me crié como cocinero en los primeros dosmiles. Empezaron los grandes congresos, gente que no era del sector ganaba mucho dinero a costa del trabajo de otros. En esos mismos años se pone en el centro al súper chef, la cultura del ídolo. Creo que eso no nos ha hecho bien. Ahora me cuesta buscar responsabilidades individuales, sobre todo porque veo cómo trabajáis muchos y muchas periodistas. El marco económico es muy precario, el ritmo en el que tenéis que entregar los artículos, lo que los grandes medios pagan… No me parece bien darles esta responsabilidad a los cuerpos precarizados. No voy a ser yo quien lo haga.
Lo que sí echo de menos es la crítica gastronómica hecha de manera respetuosa y constructiva. Todo se ha convertido en un publirreportaje y no todo vale. Puede ser un campo en el que se cultive el pensamiento crítico y el paladar crítico, en el que se forme un criterio. Además, se está dejando de cocinar en casa y eso ha hecho que haya una brecha de conocimiento. Si hay una brecha de conocimiento la posibilidad de perversión es mucho más plausible.
¿En algún momento ha sido un objetivo hacer divulgación de los ingredientes, usos, recetas de tu territorio?
Sí, pero en muchos momentos no lo hemos conseguido. Al principio sí había una parte didáctica que a mí me interesó más, con los despieces de las cabezas, por ejemplo, pero no quería aleccionar a nadie.
Cádiz compone tu paisaje emocional ahora. ¿Te ves fuera cocinando otro paisaje?
En un futuro cercano me gustaría estar en Cádiz, pero en Cádiz capital. Ahora mi proyecto vital está aquí. Decidimos criar a nuestra hija aquí, pero sí que hay algunas ciudades a las que no me importaría ir si me tirasen de los dedos.
¿Y te ves cocinando para alguien en vez de en tu propio restaurante?
No lo descarto siempre que se llegue a acuerdos. Tengo la movida de que yo siempre hago los proyectos de otros como si fueran propios. No sé hacerlo de otra forma. Pero me gustaría llevarlo de otra manera, a un terreno más sano, pero me gustan los proyectos que duelen. Acabo de decir la frase que no quería [ríe].
Quedan pocos meses hasta el 13 de octubre. ¿Hay belleza también en decir adiós a un proyecto como el tuyo?
Odio las despedidas. Soy de hacer bombas de humo. Pero esta vez sí he querido anunciarlo. Quiero abrazarme, quiero abrazar.
¿Qué se está terminando realmente con el cierre de Tohqa?
Más que algo que está terminando, veo que estoy abriendo un espacio para que sucedan las cosas de otra manera, uno que me permite soltar las cosas que ya no me valen.
¿Por ejemplo?
La rigidez, tenerlo todo controlado. Quiero dejarla a un lado y ser capaz adaptarme y aceptar que algunas veces las cosas se van a poder resolver mejor y otras peor. Aspiro a eso, en lo laboral y en la vida. Me gusta mucho el concepto de vereda, que son caminos que se hacen al andarlos, que no están trazados. Igual que se andan, se desandan y después se andan para otro lado. Por eso no lo veo como un final.
En más de una ocasión has dicho que cocinas como si compusieras, que cocinas sabores como si fueran música. Estos últimos días de Tohqa, ¿sonarán a un réquiem?
No, no, qué va. ¡Qué va! Sonará más a un fin de fiesta por bulerías.