Eleven Madison Park, un talento emergente en la gran manzana – Redacción

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Tiene una sonrisa infantil de niño grande, pero Daniel Humm resulta ser muy grande. Cuando nos enfrentamos a la tarea de elegir un solo restaurante de la Gran Manzana nos dimos cuenta de que en esta ciudad, el cielo es el límite, como dice su lema. Así que no nos andamos con chiquitas y nos decantamos por el mejor chef de Nueva York, al que encontramos entre los impresionantes muros de un restaurante Art Déco llamado Eleven Madison Park.

No lo decimos nosotros, sino la Fundación James Beard, cuyos premios son considerados los Oscar de la gastronomía estadounidense. A Humm, de 34 años, le hizo ilusión recibir este honor en mayo pasado, cómo no. «Lo votan todos los chef del país y eso significa mucho para mí», admite. Pero lo que realmente sintió como el gran triunfo de su carrera fueron las cuatro estrellas que le otorgó el año pasado ‘The New York Times’. «Para el negocio era más importante. En este país cuatro estrellas del ‘The New York Times’ es lo más alto a lo que puedes llegar», sentencia. «Sabíamos que si lográbamos eso, lo cambiaría todo, y así fue». Un mes de antelación para hacer la reserva, amén del reto personal. «Cogí este restaurante en 2006 con dos estrellas y lo transformé en cuatro estrellas en sólo tres años», dice sin falsa modestia. «Es un gran logro, no sé si alguien más ha conseguido algo así en Nueva York, sin olvidar que hemos pasado una recesión económica, que lo hace todavía más difícil para un restaurante de alta cocina».

De hecho, sólo otros cinco restaurantes comparten la máxima categoría que otorga el prestigioso rotativo, y de entre ellos Eleven Madison Park es el más asequible para el bolsillo y el menos estirado con la etiqueta.

Se puede almorzar sin vino un menú de dos platos por 28 dólares (22 euros) más IVA y propina, cenar tres platos desde 95 dólares (unos 75 euros), o deleitarse con un menú degustación de once platillos por 175 dólares (unos 137 euros). Dicen que la carta de vinos es para no perdérsela, y el restaurante se compromete a hacer la mejor elección para cada plato por 125 dólares (unos 98 euros). Conejo ecológico en rillettes de foie gras, cerezas y pan de pistacho, lubina a la brasa con judías de cannellini en salsa de bouillabaisse y chorizo, lasaña de langosta de Nueva Escocia y calabacín heirloom.

«Los ingredientes lo son todo. Tenemos a alguien que recoge hierbas silvestres en California para nosotros, otra persona que hace el queso sólo para nosotros, una granja a la que compramos los huevos, otra para la carne más exquisita, la leche, granos expresamente molidos para nosotros. Todo lo que entra en nuestra cocina no es lo que encuentras en un supermercado. Se trata de la calidad y de la relación que estableces con la gente, eso marca la diferencia».

Como buen suizo, Humm es un cocinero con conciencia, pero ni el humanismo ni la ecología son capaces de comprometer un ápice el sabor de sus platos. «Cuando esta gente recoge nuestros ingredientes nos lleva en la mente, saben que tienen que escoger lo mejor y saben exactamente lo que estamos buscando. Esa conexión hace que la comida sea mejor». En su menú hay alimentos ecológicos, pero sólo cuando ganan en sabor. Su conciencia social se basa en apoyar a los pequeños granjeros que estén «muy, muy concentrados en la calidad», algo por lo que está dispuesto a pagar un precio mayor.

En su restaurante no se sirve agua de botella, le parece el mayor despilfarro de nuestra sociedad. Pero el filtro de 30.000 dólares que dispensa agua natural o de burbujas en cristal fino lo ha instalado expresamente una empresa suiza que está a la cabeza del sector, Fresh. «En los tiempos de hoy transportar agua de Francia o Italia hasta la otra punta del mundo para acabar con todas esas botellas en la basura me parece una locura. No es sostenible. Hay cosas que tienes que traerlas porque no existen aquí o porque son mejores, ¿Pero agua? No la necesitamos, la de Nueva York es buenísima».

En otras cocinas triunfan las bajas temperaturas, pero en la suya se cocina a fuego lento para resaltar el sabor. Nada de achicharrar el pescado por fuera, «que le daría un sabor a la brasa, por qué no dejarlo puro cuando tienes un pescado de calidad excelente». Doce minutos a 80 grados en el horno, apenas barnizado con aceite de oliva y sal pura, basta para cocinarlo con todo su jugo. No siente predilección por ningún pescado concreto, le encanta apreciar las diferencias, desde el sabor suave del mero al más penetrante de la sardina «y todo lo que hay por medio». «Lo que disfruto es preparándolo. Me encanta darle placer a la gente con la comida, satisfacerla, sorprenderla».

Daniel Humm
Daniel Humm

Piruletas de zanahoria

La recompensa es la sonrisa de sus comensales cuando se encuentran que las zanahorias de la sopa de guisantes con zanahorias vienen en forma de piruleta, o cuando la clásica ensalada de tomate y mozarela es en realidad un helado de mozarela con corazón de tomate, o el postre de leche con miel es como una montaña de nieve de la que brota el néctar de abeja.

Humm tiene la imaginación de un niño y la experiencia de un cocinero de élite para dar vida a esas ideas ingeniosas que se le ocurren a cualquier hora del día. «Puede ser en mitad de la noche, cuando voy en la bici o durante una reunión, siempre llevo conmigo una libreta para apuntar las ideas. Pienso en comida a todas horas».

Él lleva la batuta, pero el éxito se lo atribuye a todo el equipo. Su restaurante es como una gran orquesta de nada más ni nada menos que 150 músicos que cada día se reúnen durante una hora para afinar sus instrumentos y tocan con la precisión de un reloj suizo para sus comensales. Se estudia el menú del día, se prueban los vinos, se repasa la lista de reservas, el gusto de cada cliente, dónde se va a sentar cada uno, qué explicaciones requiere cada plato, qué dudas surgieron el día anterior.

En estos niveles hay que tener el oído muy fino. «Siempre escucho a los clientes, todos tienen una opinión, como yo también tengo la mía», advierte. «La mayoría se va contenta pero para algunos es demasiado salado, poco hecho. Yo lo miro, vuelvo a la cocina, se lo cuento a mi equipo y analizamos el plato antes de tomar una decisión. A veces decidimos que el tipo no sabe de lo que habla o que tiene razón, pero siempre lo escuchamos».

En la cocina de 40 personas, seis subchefs se encargan de revisar cada plato antes de que se sirva, y Humm navega entre todos «supervisando y entrenando», apunta. Desde el tamaño de los huevos hasta lo que se ha comprado en el mercado de granjeros de Union Square, de dónde salen buena parte de sus ingredientes. Tres personas hacen la compra allí cuatro veces por semana, pero una o dos veces se acerca él personalmente para asegurarse de que son los proveedores correctos.

Nada pasa desapercibido entre los gruesos muros del restaurante alojado en un histórico edificio con vistas al Parque de Madison. Las gruesas columnas y el desmedido ejército de ascensores todavía revelan que sus constructores lo proyectaron como el edificio más alto del mundo, si no lo hubiese truncado la Gran Depresión de 1929. «Hay restaurantes bellísimos que en realidad podrían estar en Los Ángeles o Las Vegas pero éste es auténticamente neoyorquino», presume Humm.

En su interior, nada se le escapa. Así es como detectaron a los críticos del ‘The New York Times’, que nunca anuncian sus visitas. «Al principio no los identificamos, pero no puedes comer aquí tres veces sin que sepamos quién eres, porque ponemos atención», dice con aires de KGB. «Sabemos dónde se sienta la gente, el plato que elige, el vino que pide. Pronto intuimos que eran ellos, vinieron como 15 ó 20 veces en cuatro años, y eso nos estresaba muchísimo. Sabíamos que nos estaban considerando para un cuatro estrellas, porque para quitarnos las que teníamos no necesitaban venir tantas veces».

Y así se hizo el sueño realidad, después de haber apostado por ello a base de complacer tanto a cada cliente que la crítica se viera obligada a responder al boca a boca que se corría ente la élite neoyorquina. Esa ciudad que todavía impresiona a Humm cada vez que sale a la calle en su único día libre de la semana. «Voy a la ópera, al ballet, a Broadway y me maravilla el nivel. Son los mejores bailarines del mundo, los mejores sopranos, las mejores actuaciones… Y eso ocurre todas las noches. Todo el mundo está aquí para hacerse un nombre y esa energía se siente, es una sensación increíble. Me encanta Nueva York», dice con la boca llena de admiración y la mirada chispeante. Y en ese Nueva York donde compiten los mejores del mundo, ser el mejor chef de Nueva York debe hacerle sentir como King Kong sentado sobre el Empire State. El cielo es el límite.