La chicha embrutece. La cerveza también, o más.
La primera frase sirvió para que, entre el inicio de los años 20 y la Ley 34 de 1948, el floreciente, foráneo y novedoso negocio de las cerveceras desplazara, condenara y llevara a la ruina la tradición de nuestras bebidas ancestralescolombianas. La chicha embrutece.
La segunda frase es mía. Sin ir más lejos, la semana pasada murió un joven vecino del barrio como resultado de una trifulca de varias personas iracundas y embriagadas de pola, mazorcas y rencillas pendientes. Un empujón llevó a otro empujón y el desafortunado cayó desde la terraza de un cuarto piso.
El marketing de aquellas cerveceras fue implacable e impecable desde el punto de vista de los resultados económicos de las empresas y sus accionistas. También fue desleal, tergiversado y colonialista. Y, en cuanto al consumidor, una sumisa víctima de su propio esnobismo, incultura y clasismo. Nada nuevo, por cierto, en determinados hábitos de consumo de los productos colombianos en este siglo XXI.
Afortunadamente, de un tiempo a esta parte, se respira y se bebe soberanía. En Bogotá veo de nuevo las calles que rodean al Chorro de Quevedo repletas de jóvenes con sus botellas de chicha, mostradores y locales que ofrecen diferentes tipos del trago fermentado y el Museo de la Chicha que sigue resistiendo cual galos de Asterix, asediado de polas y a pocos metros del monumento a Policarpa Salavarrieta en la que se inspiró Bavaria, más allá de su honor y coraje contra los españoles en la independencia colombiana, y lanzó en 1911 una cerveza en su honor, La Pola, que además se convirtió en un nombre genérico que dura hasta hoy. Qué soberana contradicción.
Una imagen que veo repetida acá donde camine por la capital o allá donde me lleven de paseo por el país, es una mesa llena de polas vacías rodeada de personas tomando la enésima botella. Amén del sembrado de chapas en metros a la redonda. Hasta me dio por coleccionarlas durante una época. No hace mucho acabaron todas en la basura de reciclaje y solo conservo dos: una de la marca Cachorra y otra que acuña su valor: “precio sugerido $250”. Ambas agujereadas en su centro por haber estado atravesadas con clavos, sujetando endebles y humildes paredes.
Más allá del destierro de la chicha, durante décadas se ha ninguneado al resto de bebidas tradicionales del país: viche, chirrinchi, ñeque, chapil, guarapo, curao, candela, sabajón, tapetusa, mistela… cualquier preparación ancestral fue casi aniquilada por nuevos decretos, por esnobismo cultural, por las grandes industrias o por las copias adulteradas del contrabando.
En el libro La derrota de un vicio, de Jorge Bejarano (1950), encontramos una reproducción de un cartel publicitario que reza: “las cárceles se llenan de gentes que toman chicha”. Aquel empujón cervecero que acabó en caída al vacío deja a dos hermanas en la cárcel, a una viuda, a varias familias destrozadas y a varios niños y niñas huérfanos. Por defunción los unos y por prisión de sus mamás a los otros. Obviamente, el problema no es lo que cada cual se echa al coleto sino el modo y el motivo: la moderación o el exceso, el control o el abuso, la alegría o el despecho, la celebración o el luto. No vamos a demonizar a estas alturas a las cerveceras y pagarles con la misma moneda que en los años 20, faltaría más, haya paz, pero sí debemos saber de nuestra propia historia con el bebercio y ponerlo de nuevo en el lugar que merece.
Siguiendo con la dicha y con seguir ubicándonos como consumidores colombianos en nuestros propios saberes, se celebró hace algunas semanas en Medellín la segunda edición de la feria popular A Media Caña, escoltada por el eslogan “por la soberanía etílica”. Espectacularmente organizada por Comfama en la Plazuela San Ignacio y alrededores. Actividades y representaciones culturales hicieron honores a las bebidas espirituosas. Allá se mezclaron vida, rituales y conexión con nuestra tierra en forma de diablitos y máscaras, percusiones y marimbas, estampados, cantos y charlas entonadas, la ley del viche y la edición de gastrolibros, rituales de sanación y tabaco orgánico, bebidas mestizas y sabores perdidos, cócteles montañeros y palabras fermentadas, sonidos ancestrales y tambores. Y se bebió en totuma, vasija, cántaro, múcura, ánfora, cuenco y copa.
Orgullosa soberanía etílica de productores en todo el país: Medellín, El Peñol, Bojayá, Rionegro, San Basilio de Palenque, Guapi, Guarne, Riosucio, Marinilla, El Carmen, Cocorná, Santa Fe de Antioquia, Montes de María, San Gil y Tibasosa en Boyacá.
Aplaudo también, no sin razón porque son buenérrimos tragos, a nuevos negocios etílicos de inspiración foráneacreados a lo largo y ancho de Colombia en estos últimos años, tales como ginebra, vodka, vinos de frutas, hidromiel, eau de vie, spritzer, vermouth, whiskey de quinoa, whiskey de maíz, destilados de frutas, y, faltaría más, magníficas cervezas artesanales. Felicitaciones también a los que siguen destilando tragos nacionales de la caña de azúcar, cada vez mejores desde hace décadas, como rones y aguardientes.
¿Y qué pasa en los restaurantes? Recuerdo que los únicos restaurantes bogotanos donde hace una década ya se hablaba y se servían viches, chichas y algunas golosinas etílicas caseras más, eran Mini-mal de Eduardo Martínez y Antonuela Ariza, así como en el antiguo Leo Cocina y Cava, de Leonor Espinosa, junto al Museo Nacional. Por fortuna, no solo ambos lugares siguen sirviendo orgullosos tales brebajes, sino que han ampliado su oferta y los han incluido en sus respectivas cartas de coctelería; contagiando además a decenas de colegas de la cocina, de la sala y de la barra, que han conseguido en menos de un lustro descrestar al planeta con preparaciones que incluyen a nuestras bebidas ancestrales colombianas.
Quizás hoy solo faltaría que, como consumidores colombianos, superemos un esnobismo cultural que pareciera permearlo todo y aprendamos de nuestro propio TOC, compulsiva y obsesivamente: conectar con nuestro Territorio, beberlo con Orgullo y que la Cultura nos empape. Más allá de una botella de lindo diseño y una etiqueta elegante cuyo líquido interior es más bien reflejo de industrialización, química y tendencia, que no de un artesanal trabajo de soberanía etílica y reflejo de ancestralidad.
Ñapa cultural:
*La derrota de un vicio. Jorge Bejarano, editorial Iqueima, 1950.
*La chicha, una bebida fermentada a través de la historia. Instituto Colomniano de Antropología y CEREC, 1994.