La última salinera

Mamá Lola es Dolores Toalombo Punina, la última salinera de Salinas de Guaranda, una parroquia rural del Ande central ecuatoriano. Cocinó sal hasta cumplidos los noventa y es la última superviviente de un oficio que hace medio siglo ocupaba a todas las mujeres de la localidad,

Ignacio Medina

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Mamá Lola tiene bien cumplidos los 93 años y hace casi tres que ha dejado de lavar y cocinar la sal. Ahora lo hace su hijo Hugo, pero solo mientras ella siga en pie; luego se irá a vivir a Guayaquil para empezar otra vida con sus dos hijos menores. En los papeles, Mamá Lola es Dolores Toalombo Punina y es la última salinera de Salinas de Guaranda, una parroquia rural del Ande central ecuatoriano (provincia de Bolívar) que hace cincuenta años vivía de la sal. Se obtenía de las tres fuentes que manaban en lo alto de una ladera rocosa situada frente al pueblo y ocupaba a las mujeres de la localidad. En verno preparaban agua sal y en invierno la cocinaban. Los hombres trabajaban el campo y se ocupaban del ganado.

 

Para el pueblo, Dolores es Mamá Lola. La encuentro a las seis y media de la mañana mientras recorre las calles embarradas apoyada en su bastón. Es una mujer menuda, viste al estilo tradicional y se cubre con un sombrero de paño negro. Me han contado que no le gustan los turistas y cuando alguno pierde la discreción el bastón cambia de función; procuro mantener la distancia. Es temporada de lluvias, estamos a 3550 metros sobre el nivel del mar y el frío se cuela hasta los huesos. Un poncho comprado nada más llegar me salvó anoche la vida.

 

Mamá Lola cocinó sal hasta cumplidos los noventa. Se antoja una tarea complicada para alguien que tiene los dedos de la mano izquierda agarrotados por la artrosis; demasiados años lavando agua. Antes de eso, el médico la había prohibido cocinar la sal: el humo del fuego de leña que usaba le había afectado los pulmones. El alejamiento la dejó peor de lo que estaba y Hugo, uno de sus siete hijos, se vino para ayudarla a mantenerse activa.

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El agua se deja evaporar en las chagras.

Hace sólo cuarenta y seis años, Mamá Lola vivía bajo un régimen feudal, igual que lo hicieron antes su madre y la mayoría de los pobladores de Salinas de Guaranda, una parroquia que en el censo del 2001 reunía 5.500 habitantes distribuidos en veintinueve comunidades. Es posible que ahora sean más. El pueblo lo formaban unos puñados de chozas y sus habitantes se dedicaba casi exclusivamente a extraer sal. El sistema era simple. Trabajaban las salinas siete días a la semana y lo obtenido en los cinco primeros se entregaba a la familia Cordovez, propietaria de la comarca; los otros dos días, les permitían trabajar para ellos mismos y hacer trueque con la sal. A cambio tenían comida y derecho a vivir en un huasipungo, un pequeño terreno donde podían cultivar papas, ocas, ollucos (mellocos) y habas para consumo propio; no tenían derecho a venderlas. Cuando la cosecha daba para algo más que alimentar a la familia, el patrón se quedaba el restante.

 

La magia de la salina

Eso fue hasta 1976, cuando las sucesivas leyes de reforma agraria empezaron a tener resultados prácticos, ayudaron a acabar con el trabajo precario en el campo y redistribuyeron una parte de las tierras de los grandes fundos. También influyó la llegada de los salesianos de la Operación Mato Grosso. Uno de ellos, Antonio Polo, se quedó y lo convirtió en el centro de un grupo empresarial que hoy tiene, entre otras cosas, alrededor de cincuenta centros de producción de queso repartidos por el país.

Hay mucho de mágico en la salina que da nombre al pueblo. Se ve frente a las casas, en una ladera de roca al otro lado de una quebrada y ha sido venerado por todas las culturas que pasaron por aquí. La sal era fuente de vida y proporcionaba poder económico e influencia política. Fue un lugar sagrado para el pueblo Tomabela, que habitaron la zona antes de la conquista por los incas y propició intercambios comerciales que llegaron hasta Quito o la costa de Guayas, y lo ha seguido siendo para las culturas que sucedieron a los Tomalebas. En un mundo sin moneda, era un producto ventajoso para alimentar el trueque. Mamá Lola también dedicaba al trueque la sal que le dejaban cocinar para ella misma. Así obtenía maíz, frejol, cebada o alverja que guardaba en sacos de yute y almacenaba en el soberado, una plataforma de madera situada en la parte alta de la choza. En verano tostaban los granos y los mandaban moler para obtener la harina que usaban en sus comidas.

 

El salinero necesita sol y aire para evaporar el agua y concentrar la sal. Imposible en invierno, en plena temporada de lluvias. Hugo me cuenta que hasta hace cosa de veinte años, el sol y el viento llegaban en mayo y se alargaban hasta finales de septiembre o primeros de octubre, coincidiendo con una temporada de vientos que pasaban de ¡cien kilómetros por hora. El clima cambió y de repente tienen quince días de sol en enero, una semana de aire en febrero. Este año las cosas han vuelto a su cauce; nadie sabe por qué.

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El agua sal se almacena en pozos excavados en la roca.

El trabajo de la sal es duro e ingrato. Arranca en los tres manantiales que brotan en la ladera, por encima de las planchas rocosas y contienen óxido de hierro, azufre y yodo. El agua se va regando poco a poco sobre las plataformas, donde sedimentan los elementos pesados mientras el agua baja hacia las chagras, plataformas en forma de piscinas planas con pequeñas paredes de cinco o diez centímetros de altura que retienen el agua lavada. Allí se sigue lavando para aumentar su pureza y acelerar la evaporación. Si el tiempo es soleado y aireado, pueden conseguir mil litros de aguasal en un día, si falta el sol o el aire, necesitan dos.

 

Un huevo en la salmuera

Para saber cuando el agua está a punto, se sumerge un huevo. La superficie que sobresale debe tener el tamaño de una moneda de un dólar. Mamá Lola lo calculaba en sucres, la moneda anterior a la dolarización del Ecuador, y su madre en pesetas, que precedieron al sucre. Cada generación de la familia tuvo su propia moneda. En ese momento, el agua contiene entre un 18 y un 20 por ciento de sal y se almacena en pozos cavados en la piedra, llamados pusos (pronuncian puyos), que sellan con plásticos para evitar que el agua de la lluvia pueda diluirla.

 

Llegada la hora de cocinar la sal, Mamá Lola llenaba canecos con veinte litros de aguasal y los llevaba en su llama hasta la choza, donde llenaba depósitos. El cocinado es un trabajo invernal y se usa una paila de bronce, sobre un fuego de leña prendido en el centro de la choza. Se hace a fuego medio para evitar que el agua evaporada arrastre partículas de sal y dura alrededor de ocho horas. Luego se le da forma y se empaca en atados de hierba seca. Aprovechaba el calor y el humo para secar carnes de cordero y truchas del rio.

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A Hugo le salen los números porque es el único en el oficio. Vende casi toda la producción a un hospital de Quito, que aprovecha su alto contenido en yodo para tratamientos de yodoterapia a pacientes con cáncer de tiroides. El resto se vende a los turistas que visitan el pueblo. La demanda ha disparado la cotización y el negocio es rentable. Si no fuera porque tiene claro que su destino está en la costa con su familia, obtendría un registro sanitario y crearía nuevos productos. Me habla de una sal aromatizada con vino.

 

Mamá Lola nos mira mientras hablamos y almorzamos un plato de locro. De vez en cuando, interviene medio en quichwa medio en ese castellano mestizo, suave, siseante y musical que se escucha en esta parte de los Andes. Ya no queda nadie detrás suyo. Las salinas de Guaranda están muy cerca de quedar vacías.

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