Durante dos décadas, el cocinero y antropólogo Jair Téllez ha levantado y consolidado proyectos hosteleros que han marcado tendencia en México. Primero fue Laja, en 1999 en Valle de Guadalupe, que vendió en 2020, con una cocina de producto. Once años después abrió Merotoro, en Hipódromo, una pieza importante en la primera ola de la alta cocina mexicana en la Ciudad de México, y finalmente Amaya, en la colonia Juárez, un restaurante pionero en el trabajo con los vinos naturales que ya está en su séptimo año de vida.
Diagnosticado con esclerosis múltiple a mitad de la pandemia, Jair ha bajado su ritmo laboral, pero sus dos negocios principales, las ideas y las ganas de ofrecer platos ricos continúan.

¿Cuándo te enteraste de que tenías esclerosis múltiple y cómo ha afectado a tu carrera?
“Me la diagnosticaron en noviembre del 2020; una enfermedad tan rara que ni siquiera los que dicen que saben, saben. Tuve malestar en una pierna y pasó de ser un espárrago fresco a uno cocido. Los doctores tienen poco tacto cuando dicen que no me van a curar pero que puedo vivir con esto. La esclerosis me ha llevado a cambiar en lo personal y profesional: tengo claro que debo ser eficiente en lo que hago y elegir en qué gasto mi energía porque no es lo mismo, me cuesta más trabajo moverme. Estoy dando un giro a mi estilo de vida, trabajo lo emocional y mi alimentación; son decisiones fuertes”.
“Trabajo de día, dos o tres veces por semana. Milena, mi esposa, es la directora de los restaurantes, hacemos buena mancuerna trabajando juntos, y Paco, mi mano derecha en Merotoro, me conoce perfecto y sabe llevar la cocina. Tengo dos restaurantes y tienen que funcionar a mi favor. Soy un tipo que hace lo que mejor puede”.
«Estar vulnerable tiene algo que me gusta
porque se generan cosas hermosas»
¿Cuáles son tus prioridades en este momento?
“Tener la mejor familia que puedo tener y que los negocios funcionen, porque a eso me dedico. Lo que me mantiene estable emocionalmente es mi entorno, lo procuro. Siempre que nos preguntamos qué hacemos en la vida, hablamos de lo profesional, y esta vez quiero que sea al revés; estoy reconectando con el mundo. Estar vulnerable tiene algo que me gusta porque se generan cosas hermosas, así como errores, aunque creo que nadie en el medio gastronómico quiere afrontar el error”.
Te diagnosticaron y hubo muchos cambios en tu vida, imagino que también en tu dieta. ¿Cómo es la dieta qué sigues?
“Sin duda hubo un ejercicio de reflexión sobre cómo cambiarla y con el tiempo le tomas gusto a retirar ciertos alimentos, como el azúcar, los lácteos y las grasas. Elijo proteína de alta calidad en pecados y carnes, silvestres en un mundo ideal, además de vegetales frescos, menos los que tienen almidón. Después de un año de dieta estricta, me doy un gusto de vez en cuando, pero solo en ocasiones excepcionales. El alcohol pasó de ser fundamental a estar solo en ciertos momentos. Con estos cambios me empecé a sentir mejor”.

Al decir que tu dieta cambia, ¿Qué sucede con la despensa y los menús de Merotoro y Amaya? ¿También se transforman?
“Cada vez hay más personas con necesidades especiales, ya sea por moda, salud, religión y un largo etcétera. Yo quiero hacer comida decente, demostrar que se puede seducir al comensal sin perder de vista lo saludable, y se pueden generar sensaciones y texturas interesantes. No caemos en el exceso de mantequilla, hacemos comida directa, sin maquillaje. En cuanto a lácteos, los usamos muy poco, a menos que sea imprescindible como es en el caso de una panna cotta, o algo que requiera un poco de queso en el terminado. También tenemos platos vegetarianos sin caer en el confort de las ensaladas”.
“Otra cosa que hacemos de manera consciente es cuidar la trazabilidad dentro de la cocina. Sabemos qué sartén se usó, en qué preparación y el tipo de aceite que se utilizó. Tenemos la radiografía de cada plato. Queremos que el comensal sienta bienestar al venir; debe haber una sensación que le conmueva y le satisfaga, sea lo que sea. Hoy, la comida me interesa por la energía que genera. Tengo el sueño de trasladar esto a un proyecto, porque todo lo termino convirtiendo en un restaurante, y seguro que esta no será la excepción».

En trece años, Merotoro ha pasado a ser uno de los restaurantes del cambio a estar entre los nuevos restaurantes clásicos de la ciudad. ¿Cómo ha sido su evolución?
“Está viviendo su mejor momento, y fuera de las modas. En temas operativos, se mantiene la carta con el espíritu de Laja, con buena pesca y vegetales, además del servicio. La mayoría de nuestro equipo de salón lleva entre ocho y siete años con nosotros. Paco, mi jefe de cocina, está desde que abrimos, y el jefe de barra se incorporó hace once años. La energía en este barco no se ha caído. Después de la pandemia, a pesar del cierre, me demostraron que les gusta estar aquí porque muchos regresaron”.
“En cuanto a la despensa todo sigue igual; nos adaptamos a lo que hay. Un día puede ser erizo, al siguiente una alcachofa y pasado mañana una sardina. Siempre estamos con las antenas arriba, atentos a lo que esté de temporada”.

Amaya acaba de cumplir siete años. Comenzó como un lugar de platos confortables, pionero en traer vino natural a Ciudad de México, ¿Qué ha cambiado en este tiempo?
“La demanda creció y el bar que pensamos para vino natural se convirtió en restaurante. Ahora hay más platos que al inicio y sigue cierta irreverencia alrededor de los vinos, pero no hay pretensión de generar un enunciado gastronómico. Ahí se va a comer rico y punto”.
“Siete años después Amaya es un restaurante de buenos ingredientes, respetando sabores. Permanecen platos como la jaiba suave con tasajo (carne seca), las salchichas caseras y el arroz con papas, chorizo y huevo, un plato irreverente por la cantidad de carbohidratos pero muy sabroso. Amaya sigue siendo un lugar aventurado, no ha perdido la esencia de cantina jocosa”.