Tiene 50 años y casi la mitad los ha vivido cocinando. Javier Avilés es un tipo entrañable, enamorado de una profesión que lo llevó a abrir, hace seis años, la Pulpería Santa Elvira, un pequeño restaurante barrial que es la antítesis del fine dining al uso y que pone la amplia despensa de Chile sobre la mesa. En esta entrevista repasa su trayectoria y habla de lo difícil que es manejar un restaurante en Chile, de rebeldía y admiración por sus colegas, y de su interés por unir a la cocina chilena y ponerla en valor.
¿Buscó la cocina o ella le llamó?
“Me llamó. Vengo de una familia del norte de clase media alta, todos marinos, constructores o arquitectos. Desde los 16 años mi abuelo, constructor, me llevaba a trabajar a la obra para que me ganara algo de dinero, pero no como su mano de derecha, sino como obrero. Al salir del colegio vine a Santiago para estudiar arquitectura, pero era malo para los estudios, no me gustaba. Así que lo dejé”.
Esa renuncia debe de haber traído más de un problema…
“Total. Volví al norte y empecé otra carrera, prevención de riesgos, tampoco funcionó. Así que entré a trabajar a la minera Escondida, donde mi mamá era secretaria. Fui padre muy joven, así que tenía que generar plata. En eso estaba, hasta que me rebelé. De un día para otro dije no quiero esto, no quiero el mandato, vivir según me han dicho, lo que mi familia espera que sea. No lo quiero”.

¿De qué huía?
“Escapé del modelo de vida exitosa, de tener empresa, casa con piscina. De la estructura. Pesqué mis cosas y me fui a mochilear por Perú y Bolivia. Mi abuela me dijo: nunca más volverás a la casa. Razón tenía, aunque no dejo de pensar en Antofagasta”.
¿Y la cocina, cuándo se cruzó?
“En Perú, trabajando en la playa, en una cevichería, para hacer dinero y sobrevivir. Después, volví a San Pedro de Atacama y me dediqué a vender pescado. Partí con el Adobe, el restaurante de Pancha Echeverría, que fue el primer restaurante de la zona y terminé abriendo mi primer restaurante en el pueblo. Desde el año 1998, toda mi vida ha girado alrededor de la gastronomía”.

¿Se arrepiente de ser cocinero?
“Fue una buena decisión. Antes me reprochaba, porque veía a todos mis amigos súper bien económicamente y me cuestionaba lo que perdí. Quizá si me hubiera quedado en Antofagasta hubiese sido distinto. Pero no me arrepiento porque siempre quise ser rockero. Entonces, esta cuestión de la cocina es parecida. Soy muy emocional, me siento feliz con lo que hago”.
¿Se puede ser disperso en una cocina?
“Soy disperso. Los chicos me hablan y yo estoy en otro lugar”.
Un restaurante no parece el mejor lugar para los dispersos…
“No, pero soy riguroso en mi trabajo y tengo un equipo que me respalda, me banca en todas mis locuras, es capaz de entender mi lenguaje. Hago muchas cosas a la vez y con cincuenta años, es imposible cambiar”.
¿Cuál diría que es la particularidad que hace diferente su cocina?
“He evolucionado mucho y me siento un poco como Benjamín Button [el personaje que no envejece en la película homónima]. Estoy más prendido que nunca; mi cabeza vuela en ideas, en platos. No sé si mi cocina es disruptiva; el concepto sí. El concepto es el disruptivo. Nos hemos concentrado en llevar conceptos a la mesa; el concepto Chile, porque nos sentimos orgullosos de mostrar nuestro país. Nuestra cocina habla de lugares, de tradiciones y lo hace con sabor y sencillez. Porque no soy un cocinero que haya pasado por cocinas como el Bulli; soy un cocinero de línea que aprendió haciendo milanesas”.

Como profesional, ha sido de los pocos que ha hablado de vicios y excesos en la industria. ¿Por qué la hostelería se ha vuelto un espacio tan propenso al consumo exagerado de droga y alcohol?
“Lo primero es asumir que no todos los que se dedican a la gastronomía lo hacen. Vengo de una generación que es descontrolada, que abusó y que quizás sigue abusando. Vi gente muy talentosa que se perdió. Lo he hablado con algunas personas y no creo que la razón sea la presión del oficio, sino más bien la noche; los horarios que tenemos. Creo que los cocineros, y también los bartenders y sommeliers, tienen espíritu de rockeros, o lo quieren ser de una u otra forma. Por nuestro horario, vivimos una vida más alocada e intensa que un músico en sí, y eso puede te conducir a topar con ambientes propicios para los excesos. Hoy ya no es así. Todo se estabiliza y se buscan espacios laborales más respetuosos también de la vida personal, y eso permite gente más sana”.
Trabaja con su pareja en el restaurante. ¿Qué representa Florencia en la Pulpería Santa Elvira?
“Ella en mi vida es todo. Vengo de una generación bien machista y no me daba cuenta de todo lo que Flor había logrado con este negocio. Ella es el sesenta por ciento del restaurante; la cocina el cuarenta. Ella construyó la esencia, el decorado, los espacios, la calidez, la sala. Ella plasmó este lugar de película. No sé si con solo la cocina podríamos haber logrado ser lo que es la pulpería en este momento. Me ha sostenido a mí y un negocio que en un momento estuvo muerto, y aun así, me dejó seguir con mi locura. Creyó mucho en mí y eso ha sido de las cosas más importantes”.

Abrió hace seis años con muy poca inversión en un lugar en el que no existía casi nada; un sector bien estigmatizado. Al poco tiempo de abrir se le colgó la etiqueta de restaurante revelación. ¿Les benefició realmente?
“No sé si nos benefició, porque nos faltaban muchas cosas, pero siempre hablamos de que nos hizo conocidos. A ver, cuando llegamos a Chile y abrimos, le dije a Flor: si no salimos en seis meses en una nota, cagamos. Estamos en un barrio complicado y abrimos con cinco millones de pesos (5.000 dólares). No teníamos plata. O funcionaba o cerraba”.
Y funcionó…
“Miramos atrás y resulta increíble lo que se ha logrado. Cuando nos empezó a ir mejor, no fui y me compré una camionera, sino máquinas. Cuando empezamos a facturar, no viajamos por el mundo: invertimos en mesas. Y ahora que estamos en un gran momento, vamos a invertir en sillas. Estar en un barrio, aunque muchos creen que es un suicidio, nos ha ayudado, porque tenemos una identidad única. Hace unos tres años, Marcelo Cicali, el propietario del Bar Liguria, nos dijo que habíamos pateado el tablero de todo lo que estaba establecido en Santiago. Y cuando me dijo eso, nos sentimos más fuertes, porque estamos haciendo un cambio en la forma de plantear la gastronomía contemporánea, a nuestro estilo, a nuestra forma”.
¿Cuesta mantener un proyecto de estas características?
“Es durísimo. Es un negocio muy pequeño y sensible. De toda la plata que juntamos, se invierte un poco y se guarda para tiempos de vacas flacas, porque no todos los días llenas. Venimos de trabajar mucho, pero el invierno es difícil. Este año estuvo más estable, y trabajamos bastante más de lo que esperábamos en invierno, pero no puedes estar tranquilo. Tienes que estar siempre pensando para que sea un negocio estable”.
Ustedes partieron como comedor clandestino, ¿es difícil abrir un restaurante en Chile?
[Interviene Florencia, sumándose a la conversación]: “nosotros estamos en una casa patrimonial. Perdimos no sé cuantos meses antes de abrir para hacer todo debidamente, y luego nos dijeron que no teníamos que hacer nada. A veces, ni las autoridades saben qué hay que hacer. Claro que entendemos que todo tiene que estar en regla, pero nosotros avanzamos, solos y sin dinero, en el tiempo que pudimos. Nunca quisimos ser clandestinos. Fuimos haciendo las cosas cuando pudimos, a medida que crecíamos”.
[Javier prosigue]: “Uno tiene la intención de hacer las cosas, pero no puedes esperar eternamente sin funcionar. Sería un negocio que nace quebrado. Al final, muchas de las irregularidades del sector pasan por las normativas obsoletas, por la burocracia, porque no puede ser que la patente de restaurante no venga asociada a una de alcohol. Se castiga al rubro. Ojalá las nuevas alcaldías cambien eso. Pasaron años hasta que nos dieron patente de alcohol y es un dolor, tiempo y dinero. Nosotros queríamos ser los mejores, y para eso hay que hacer las cosas bien. Eso es lo que hemos hecho”.
Pandemia y reflexión
La pandemia fue un desastre en general, pero para ustedes fue un momento de repensar.
“La pandemia nos dio el aire que necesitábamos para dar el salto. Tuvimos un auge de muchos chilenos que, tras tiempo encerrados, salieron y llenaron los restaurantes. Rearmamos el equipo y construimos un restaurante más sólido. Pero, tras el boom post pandémico, vino una frenada y nos golpeó, porque, como muchos, estábamos endeudados. El año pasado empezó a cambiar, porque llegó la oportunidad de montar Pulpería en las fondas [una gran fiesta popular y tradicional celebrada en un emblemático parque de Santiago] y fue la publicación del New York Times”.

¿Qué hubiese sido este restaurante sin turistas?
“No sé si hubiéramos subsistido. Nos han ayudado mucho. Pero tengo claro que no quiero hacer un restaurante que se enfoque en turistas, porque sé lo que pasó antes del COVID; que todos se enfocaron en turistas y perdieron mucho. Tenemos un porcentaje de clientes del cincuenta y cincuenta. Estamos haciendo dos turnos, uno de siete a nueve para turistas y de nueve en adelante, vienen chilenos.
¿Qué preocupaciones comparte con sus amigos cocineros chilenos?
“La primera es cómo potenciamos Chile turísticamente mostrando la gastronomía que hacemos al mundo y también a los propios locales. Después, cómo unirnos. Esto es súper difícil, todos trabajamos por nuestros negocios, pero eso no implica que debamos estar todos tan separados. Siempre hablo de lo que pasó en Argentina porque lo viví. Vi cómo ellos lograron que una marca país gastronómica se posicionara. Creo que estamos muy desunidos, lamentablemente. Disparos por ahí y por allá, pero nada es cierto”.
Lo dice como dolido.
“Es que a mí me importa de verdad. A otros, creo, les importa menos, pero es que yo no tengo muchos años más para verlo como una realidad. Entonces, por ahí lo mío quiere ser más rápido, para que quede algo, un legado. Hay cocineros más jóvenes que están enfocados en lo suyo y lo ven como un negocio y no entienden lo que podemos llegar a potenciar a nivel país”.
Su restaurante es un lugar al que acuden los cocineros, la gente del sector. ¿Es mejor el reconocimiento de los colegas que el de las listas?
“Siempre quisimos ser un restaurante gastronómico. Un restaurante de cocineros, sommeliers, bartenders, periodistas. Los cientos de saludos que hemos recibido de tantas partes del mundo por ser parte del 50 Best, han sido muy importantes. El mérito es que permite mayor respeto entre partes. Pero lo que verdaderamente nos hace felices, es que nos visite gente del rubro y nos diga que le parece un trabajo lindo el que hacemos. En Pulpería, cada vez que nos visita alguien de la industria, nos sacamos fotos. No es necesario que sea Arzak para rendir honores”.
La lista 50 Best es una herramienta que para cierto sector de la industria cumple una funcionalidad importante. ¿Cree que ha sido poco justo con su trabajo?
“Viviendo en Argentina, nunca lo consideré como algo importante en mi vida. No lo era tampoco para los cocineros con los que convivía. Cuando llegamos a Chile después del COVID, nos dimos cuenta de que una de las formas para que nuestro restaurante se mantuviera con vida era tratar de entrar en la lista. Claro que nos gustaría estar en la lista de los 50 y poner una placa fuera de nuestro restaurante en un barrio. Nos encantaría, no voy a mentir. Que nos ha ayudado, sí, pero también entendemos, cada día más, que es un juego. Sabemos que no necesariamente los cien restaurantes que están ahí son los mejores de Sudamérica, y que tampoco nosotros somos el cincuenta y siete mejor. Entendemos que hay restaurantes que se merecen su puesto y otros que no. A nosotros nos hace felices desde nuestro lugar; desde nuestro esfuerzo, de un restaurante familiar y de barrio. Sabemos qué también es un negocio en el que juegas con un empresariado fuerte y con poder adquisitivo, así pues que nos toque estando donde estamos, nos pone contentos”.
¿Siente la necesidad de trascender en la cocina?
“Ya no. Hubo un tiempo en que creí que podría agarrar la batuta y quizá ser la persona que podía llevar la gastronomía de Chile más lejos, porque sé que tengo una energía positiva, no tengo malas vibras. Pero trascender significaba demostrarle cosas a mi abuela y a mi madre. Ellas ya no están, así que no necesito demostrar nada a nadie. Lo que quiero es que trascienda el restaurante, mi equipo. Que transciendan Sebastián o Renata [sus segundos en cocina]”.
¿Qué le conmueve como comensal?
“Un buen churrasco con queso. Una Fuente Alemana. Me vuelve loco. Volver a Chile para mí fue volver a eso. También, respeto mucho el trabajo de Yumcha y La Calma, me hacen disfrutar a plenitud”.
¿Le inspiran estos lugares para su trabajo?
“Me inspiran ellos, no sé si los lugares. Me inspira Nico [Yumcha]; su seriedad, su bajo perfil. Lo mismo que Nacho Ovalle [La Calma], que es un buscador y ha logrado mostrar el mar de una manera única. Su trabajo es uno de nuestros buques insignia. Ahora que me está enseñando en el terminal pesquero, voy con él todos los miércoles. Se lo agradezco profundamente. Sergio Barroso [Olam] es otro a quien estimo. Es un tipo generoso. Y Leo de la Iglesia [La Caperucita y el Lobo] que es el cocinero más querido de Chile”.

¿Hacia qué lugares camina la pulpería hoy?
“La pulpería ha sido cambiante. Soy disperso e inquieto y eso me ha permitido evolucionar mucho. La gastronomía no es sólo un plato de comida, tiene muchas capas. Me he empapado de Chile y seguiremos mostrando este país, con mi norte querido, el sur con sus hongos y bayas, el mar en su extensión. Viví dieciocho años fuera, Chile para mí sigue siendo un país nuevo. Tenemos rato para crecer y explorar”.
¿Se confirma el cambio de local?
“Sí, pero seguiremos en el barrio”.