201 semanas después

Un Comino

Salvo que haya mediado una guerra o un acontecimiento histórico –uno de verdad, como la caída del muro de Berlín– pocas veces en menos de cuatro años ha cambiado tanto la percepción global del mundo. En general, y también en nuestro universo de platillos no volantes.

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Hace 201 semanas empezamos a escribir el Comino en el número uno de este suplemento, casi cuatro años de visita semanal ininterrumpida, en los que solo una vez faltamos a la cita por un problema de diferencia horaria y conexiones de aviones trasatlánticos, un problema de otra época en la que se viajaba por el mundo, ya saben. En este tiempo que ha cruzado ante mi mente como un suspiro han pasado cosas importantes, como la muerte de mi madre, de mi padre y el nacimiento de mi única hija, casi nada. Protagonistas también de artículos en este espacio en los que, como todo bien nacido, agradecía a la primera que me hubiera transmitido su pasión por las cosas bien hechas, la merluza y el bonito, lo sencillo, en la vida y en la cocina, y el respeto al prójimo. Y a la recién llegada por venir al mundo, encender de nuevo todas las ilusiones de la vida e incorporarse curiosa y feliz al mundo de la cuchara que tanto amamos.

Empezábamos entonces, años de dura poscrisis, por advertir del ocaso madrileño de la cocina vasca, otrora santo y seña de la capital del reino, y por explicar qué somos los vascos en lo universal, a partir de nuestra relación con la comida. Decíamos entonces que nuestra relación con la mesa tiene que ver con algo íntimo y sincero, casi genético, que conecta el placer mesurado y lícito con los sentimientos y facilita las relaciones humanas.

En esta mesa del rincón nos hemos rendido ante la insolencia del Cantábrico y la herencia del Mediterráneo, hemos criticado el ‘foodismo’ como movimiento que defiende la cocina como espectáculo antes que como cultura y hemos cantado a los últimos afiladores y a los secadores de congrios de Muxia, a los pescaderos de barrio que atesoran un conocimiento que va a perderse en una generación debido al cambio de hábitos sociales y la comida ultraprocesada.

Comer conceptos

Recuerdo que recuperábamos aquí a Michael Pollan, uno de los pensadores contemporáneos más lúcidos del hecho del comer, cuando decía que cocinar en casa y retomar el control de la preparación de alimentos es el primer paso para que nuestro sistema alimentario sea más sano y sostenible. «La comida familiar –explicaba– es un semillero de democracia». La cocina no es solo una suma de productos y recetas. Es un producto cultural de primer orden porque no solo comemos alimentos, sino también conceptos e imágenes, convenciones culturales, al fin y al cabo. La cocina, en mi opinión, es quizás el cemento social más democrático y fuerte de nuestro país, uno de los pocos rasgos culturales que no genera rechazo en el otro y nos atañe y ocupa a diario.

Me decía recientemente un miembro de nuestro club de ‘coministas’ que le gustaba que nadásemos «contracorriente, como los salmones». Pensé un rato sobre ello y concluí que no era porque hubiésemos asumido un rol revolucionario ni antisistema sino porque caminábamos por otras sendas menos transitadas. A diferencia de la mayoría, no nos hemos dedicado a pontificar y a ensalzar o condenar tal o cual restaurante, persona o liebre a la Royal, sino a abrir ventanas y puertas en las paredes de los palacios y los búnkeres culinarios para poder ver más allá, a orientar como un guarda forestal a los que miran a la espesura para que puedan descubrir la belleza. A proponer más preguntas que respuestas, a prestar alguna caña para que cada lector pudiera hacer su propia pesca.

El comensal, al mando

Hemos declarado nuestro amor a los cuchillos, nuestro reconocimiento a los ‘curritos’ del menú y al bacalao dorado de otras épocas. Hemos devuelto a la vida y enviado a conocer España al mismísimo Auguste Escoffier, cantado a Joan Manuel Serrat y hasta hemos desbaratado las engañifas del relato y la experiencia frente al poder seductor y transformador del plato.

Hemos conocido las lareiras gallegas, la tulpa andina, territorios de frontera indómita como Galicia o Filipinas y hemos convivido con los hijos de la revolución ferraniana y de la ahora en ciernes, la posbistronómica, la más esperanzadora y democratizadora del país.

Aquí hemos puesto al comensal al mando y hemos creado un Ministerio de la Felicidad del Cliente, cantado al compromiso social, a la última luz encendida en la campiña de un restaurante rural. Y a esos grandes conceptos inasibles y ahora un poco tocados, como el territorio, la identidad… lo auténtico. Por desgracia, últimamente hemos escrito muchas líneas para apuntalar moralmente la resiliencia del sector, la única herramienta imprescindible en este momento oscuro y triste llamado pandemia que está mostrando lo peor de nosotros mismos –en menos casos, pero también lo mejor– el desinterés por el sufrimiento del otro, el abandono de aquellos dedicados a proveernos de felicidad.

Larga vida a los hosteleros y ‘restaurantistas’ y a este periódico que los sustenta y alienta. Seguimos.

PD. Brazos arriba, persianas arriba.