A Levante voy, de Levante vengo

Y por el camino… Quique Dacosta, María José San Román, Ricard «Canalla” Camarena…

Los riffs refinadamente metalúrgicos de Johnny Winter (recientemente traspasado) me llevan en volandas de Barcelona hacia Levante en un finde largo que aprovecharé para hacerme un Dacosta completo, checar últimas novedades en las casas de María José y darme un revolcón bellaco con Ricard. A pesar de un coche incendiado en la autopista y el consiguiente atasco bajo el sol dictatorial, los punteos acelerados del guitarrista albino transforman el tedio circulatorio en una fiesta móvil y, antes de darme cuenta, ya estoy entrando en Valencia… Me esperan en El Poblet

El Poblet y la máquina del tiempo

El Poblet
El Poblet.

Y rememorando mitologías de Quique Dacosta en este entorno con delicioso regusto de lujo kitsch “dándole la vuelta”. El Poblet, y me atrevo a dibujar una definición (estrictamente personal), no es nostalgia: es emoción retrospectiva. Una experiencia sentimental en el recuerdo pero cierta, directa, formal y sensorial en lo culinario. Y lo más notable: los platos, aquellos platos, siguen funcionando perfectamente en todos los planos, algunos intocados desde entonces, otros con un leve aggiornamento. Esto, digo para mi capote, certifica la ausencia de la pretendida frivolidad que muchos vociferaban en aquellos tiempos seminales de Quique, a la vez que la seriedad y el fondo reflexivo de sus elaboraciones históricas. El tiempo, una vez más, ha estado de nuestra parte…

Llega el pan ahumado de maíz. Hoy, por cierto, no está Germán Carrizo (espero que ya estés en plena forma, bro), ni tampoco Carolina. Sin embargo, todo va perfectamente lubricado… El morro marino (alga nori y arroz) para dipear en emulsión de dashi; el “cubata” de foie gras mini, contemplándonos desde 2001, hoy con textura más evanescente…

Parmesano con velo de albahacas (El Poblet)
Parmesano con velo de albahacas (El Poblet).

Y la máquina del tiempo, colegas, empieza a vibrar… Fulguran los años, el aire se electrifica, las remembranzas estallan de placeres presentes, ¿adónde nos va a llevar esa niebla atemporal? Cañosas empanadillas de daikon con sepia y wasabi (2011); María (o Bloody Mary explosivo), del año pasado; regreso al 2011 con la coca dacsa de obulato, maíz liofilizado y mantequilla; el papel carpaccio de presa ibérica, en este caso creación de Germán… El artefacto tiembla, las luces convergentes nos ciegan, vientos cósmicos nos azotan, vamos camino al hiperespacio y el tiempo ya no es una magnitud en la mesa…

Ostra Guggenheim (El Poblet)
Ostra Guggenheim (El Poblet)

Bruma (2008): esa lujuria de guisantes, setas, crujientes, aromas… En el cuadro de mandos está marcado el año 2005, y ahí aparece el cremoso de parmesano con velo de seis albahacas, estupefaciente como entonces… Seguimos retrocediendo hasta 2004 (conviene, para darle forma numérica a la sensación, contar los años que han pasado en cada uno de los platos) y la época arty de Quique con la ostra Guggenheim y aquel titanio de agua de mar… Marisco y marisco desafiando el continuum… Seguimos en el mismo año con las mollejas de ternera con espuma de patata y trompetas, envolventes y eróticas… Aceleración temporal: 2009 y el salmonete con perlas de tapioca metaforizando la cabeza… Nos pillamos un agujero de gusano y volvemos atrás, hasta 2005 y las potencias de la fideuá negra con ajetes, puntilla y aire de alioli… Propulsión… 2008, arroz cenizas, pichón y setas, alta complejidad textural… El tiempo se agota, las energías flaquean, regresemos… Pasamos por 2011 y el chocolate con mascarpone y café, aquel tiramisú contemporáneo, y por 2013 y el ruibarbo con remolacha y lichi… Y, por fin, tras la neblina que nos ha estado rodeando, 2014… El Poblet. Valencia hoy.

Noche de ‘fogueres’ y Monastrell en Alicante…

Alicante en fogueres
Alicante en ‘fogueres’.

Brilla Alicante como jamás en este tiempo de pagano solsticio de verano… Los ninots dando formas grotescas a la noche multitudinaria, repleta de músicas caóticas y trajes regionales rampantes, feriantes y barracas gastronómicas, familias tradicionales y guiris descaradas… La fiesta no está hoy en Alicante: la fiesta es hoy Alicante.

Me encuentro con María José y con Pitu Perramón en medio del gentío. La Taberna del Gourmet está impracticable. El Tribeca ni te lo cuento… Debemos también esperar una hora para poder tener una mesa en el Monastrell, y la gastamos en el pasaje, claro, en “casa”. “Acabo de regresar de Toronto, de dar una cena para Campoviejo”, saluda María José… Allí conoció al nabab gastronómico de la ciudad, Stewart Cameron, un tipo que, como José Andrés en Washington, tiene un montón de restaurantes “étnicos”. Uno español, claro, el Patria. “La paella la hace con chorizo”, ríe María José, “pero ya le he enseñado…” María José la viajera.

Puré de patata con vainilla caviar carlota espárragos y semillas de tomate
Puré de patata con vainilla, caviar, carlota, espárragos y semillas de tomate.

Con ella, vamos pidiendo cosas en la cocina, de forma informal, mientras afuera resuena San Juan sin desmayo. Unas patatas paja con sal “kala namak”, india, que da un fuerte sabor a huevo frito por los compuestos sulfurosos que contiene… Crujiente de calamar con polvo de tinta… Diversión, canalleo. Encargamos al momento, en una especie de cena in progress a la manera de San Román. Puré de patata con vainilla, caviar, carlota, espárragos y semillas de tomate. La elegancia casual y en colores. En esto, vamos untando pan con el aceite que Brígida Jiménez elabora para la Duquesa de Alba. Tabulé de trigo verde con gazpacho de pepino y bogavante. Y Changlot real, manzanas, almendras… salmonete con bearnaise de aceite de oliva, ligera pero sin pérdida de intensidad subyacente, con acelgas y migas de azafrán… Un plato “perfecto” en armonías y placeres. Arroz (Albufera) de cebolla azafranada, tuétano y setas. Se incendia la noche… Costilla de Angus, puré de albahaca, tomatitos y lentejas beluga fritas… Paroxismo vacuno en la boca, en la mente… Papaya con coco y panal (hecho con miel y bicarbonato). Y siempre esa sorpresa, ese punto extravagante que anida en el fondo cerebral de María José: Alaska de helado de mermelada de naranja con merengue… azafranado. Gloria terminal.

Luego fue de nuevo la noche enloquecida de fogueres con María José, Pitu, Mar y Lluís… Ya me entenderás.

Y descanso panorámico en la secreta «suite del mar”, por supuesto…

Quique Dacosta 2014… ¿Y 2015?

Reencuentro con Quique. Y con Didier (premio Gueridón de Oro 2014). Y con José Antonio Navarrete, que después nos dará un espectacular Issué de Bernardo Estévez (especie de místico de la viticultura), ese Ribeiro de caníbal textura elaborado con Treixadura, Lado, Godello, Albariño y Silveiriña a la manera de Masanoba Fukuoka.

Quique Dacosta
Quique Dacosta.

Con Quique en la terraza. Charlamos de Ibiza y del futuro gastronómico de aquella isla. De la vanguardia, claro, principalmente como actitud ética y estética. Y de un futuro que, con un año raro (el incomprensible bajón en la lista 50 Best), va a ser diferente. Punto de inflexión, asegura Quique. “Voy a dejar de moverme tanto, de ir constantemente a congresos y eventos, para reflexionar sobre mi trabajo y para diseñar el futuro de Quique Dacosta”. Lapidario. Noto cierto cansancio en Quique… “Quiero cambiar de enfoque mi vida”, sigue, “y reelaborar mi sistema de valores”. ¿Cómo será la vanguardia el año que viene, el otro…? Quique me dispara una idea radical: “El año que viene habrá cambios. Tengo varias ideas. Un día quizás hagamos una retrospectiva de mis platos, para ver todo lo hecho y ponerlo en el paisaje actual. Pero hay un concepto que estoy trabajando y, aunque resulte muy rompedor…” Se refiere a un cambio total de sistema, a una transformación radical en la relación entre el chef y el comensal, entre el restaurante y el cliente, entre lo obvio y lo numinoso. Sí. ¿Qué es lo que todavía no ha cambiado en la restauración contemporánea? La carta; mejor, el listado de platos con sus nombres, más o menos literaturizados. Ahí quiere golpear Quique. ¿Cómo? “La carta no va a tener nombres. Los platos se definirán con epítetos que nada tengan que ver con su composición, ya sea formal, ya sea poética”. Imaginamos: “83” (podría ser la temperatura de cocción”; “120315” (fecha de su creación); “Molicie” (sensación personal del chef). ¡Coño! Ausencia total de sugestión desde la carta para el cliente, dice Quique. “Mi lenguaje es el plato”, asegura, y corresponde al cliente, sin interferencias lingüísticas, recrear sus sentimientos”. Ecos de Derrida. El receptor se convierte en actor. El comensal es libre de interpretar lo que come, libremente. Todo se trastoca…

Recuerdo, en este momento de la conversación (los snacks se van amontonando mientras en la mesa porque la charla no admite distracciones), uno de los capítulos de Gog, de Giovanni Papini, que abunda en esta concepción interpretativa… No puedo evitar copiarlo aquí mismo:

 

La industria de la poesía

Giovanni Papini (del libro Gog)

“He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.

Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente ‘nueva’, y que no exigiese demasiado capital.

Cara Papini[1]
Giovanni Papini.
Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en ‘organizar’ de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de la anarquía personal (…) Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.

Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa (…)

El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre las manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.

—Señor Gog — comenzó—, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.

Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título. Lo demás estaba vacío.

—Vea —añadió Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un “la” para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: ‘Siesta del ruiseñor abandonado’. Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La ‘siesta’ le da la estación y la hora; el ‘ruiseñor’ le evoca toda la música, todo el amor; y ese ‘abandonado’ le induce a elaborar los temas eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.

No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.

La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el ‘business’. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares”.

 

Quique Dacosta (‘reprise’)

Dejamos atrás la plática… y entramos en Tomorrowland, el universo gastronómico de Quique en este 2014. Los snacks aguardan en la mesa, algunos vienen de 2013, otros son nuevos. Piedras de parmesano, pétalos de rosa, gin tonic de manzana, raíces de boletus, hoja seca de maíz, hoja de hierbas en escabeche, tomate encurtido, putanesca (síntesis final), “raïm del pastor”…

A Levante voy, de Levante vengo 7
Lechuga de mar, ahumados y fitoplancton; erizos al natural; ostra frita.

Paso a la mesa, aunque este año se sigue primando el finger food en Quique Dacosta. Tiempo para los encurtidos y salazones, el segundo de los actos de la liturgia 2014. Pulpo seco, hueva de mújol; aceitunas y huesos (complejo hipérbaton organoléptico a partir de sorbete de aceitunas y crema de anchoas); ajos blancos y almendras, en liquidez interior. Un estricto golpe de toques mediterráneos para comenzar a sentir…

Las tapas. Hoja de tabaco (alga marmoreada) y “toro”. Buñuelo ligero (ligero) de bacalao, líquido interior, esencialista, de sutileza casi ascética. Ingenioso “socarrat” en rulo (mezcla de caldo de marisco y harinas) relleno de alioli y con gambetas. En busca del núcleo sápido siempre. Nudo marinero o como deconstruir formalmente una navaja: cocción en frío para romper el músculo y poder trabajar la carne como un nudo. Tartare de navajas con aire de guindillas… Seductor. Lechuga de mar, ahumados (anguila y mozzarella) y fitoplancton: plato verde, marino, ahumado… global. Erizo al natural (juego visual con algas emulando los pinchos). Zamburiña a la brasa con holandesa, elegancia rigurosa. Moshi de Torta de La Serena y trufa negra de tacto maravilloso. Tronco de Jerusalén o subversión icónico-sápida del tupinambo. Juegos, reflexiones, retos, homenajes… Pero siempre a la caza de los sueños de las materias primas.

Quique Dacosta
Tendones con horchata y trufa; tronco de Jerusalén; esturión.

Los platos. Berberechos con arena helada de kéfir de apio, eneldo y vodka: turgencias, crujientes, refrescante belleza palatal. Ostras fritas: ostra “en abîme” (cáscara de pan chino de ostra). Gamba hervida con té de bledas, la misma (perfecta, cristalina, majestuosa, esas acelgas, esa “americana”…) de 2013. Arroz con velo de guisantes y huevos de sepia: clorofílico, fresco, untuoso… Un arroz extraordinario. Esturión: la integración total del pez en el plato, base de piel, carne, huevas… Sintetización con complicaciones. Taco mediterráneo: rape, gochu jang y crema de patata en pasta de maíz. Un guiño cosmopolita con cosquillas.

La carne. Tendones con horchata y trufa. Tierra y tierra en sensaciones pegajosas. Pechuga de pichón y raíces de malta. Geologías sensoriales con una técnica de cocción asombrosa y armonías impensadas…

Los postres. Mojito de pepino y algas: audaz prepostre de frescor urgente y evocaciones marinas… Sinapsis Quique Dacosta. Selva negra: suprema levedad, máxima nuclearidad. Un clásico en versión onírica. Canela en rama y ciruelas pasas: juego de equívocos, nada es lo que parece… Ilusionismo dulce con chocolates, ciruelas líquidas, huesos de almendras…

Una experiencia puramente hedonista; también un intenso viaje introspectivo a la reflexión gastronómica y sus límites. Quique nos ha guiado hacia otros mundos, y un año más salimos de Dènia con la sensación de haber dejado atrás fronteras y convenciones…

Y más felices.

 

La Valencia canalla de Ricard Camarena

“Don’t bogart that joint, my friend…” Little Feat suenan en el autorradio trayéndome recuerdos de aquel sofá cochambroso de La Enagua, de Guillem París gimiendo con su guitarra… “Pass it over to me…”

Ostras con mostaza (Canalla Bistró)
Ostras con mostaza (Canalla Bistró).

Penetramos en El Canalla Bistró, la parte más arrabalera de Ricard Camarena. El bar es negro, oscuro, paredes llenas de grafittis provocativos, una sensación a medio camino entre un “speakeasy” y un rock bar. Y la carta anuncia un estallido de colores prohibidos y deseos ocultos. El Canalla Bistró, desde luego, no es apto para timoratos. Fiesta. Desparpajo. “Melting pot”. Una vuelta al mundo por el lado salvaje: México, Indonesia, China, Japón, Vietnam, Perú… sin complejos.

Gofre de tartare (Canalla Bistró)
Gofre de tartare (Canalla Bistró).

Ostras de El Saler, salinas, con ligera salsa de mostaza como contrapunto. Cocina de arrebatos. Cucurucho crujiente de salmón, aguacate, wasabi y huevas de salmón: un tartare de salmón en cucurucho graso, intenso… Delante de la mesa, la cocina, va a toda hostia. El servicio, a tope pero con acendrada profesionalidad. Ensaladilla de verduras asadas como una pizza Margarita: base de escalibada y encima cherries y mozzarella. Descarado. Tataki de pez mantequilla con coco y espinacas de increíble melosidad. Una pasada transfronteriza. Montadito de corvina en adobo con salsa satay… Envoltura de lechuga, cromatismo disparado. Ceviche de bonito y cítricos con champiñones… Le falta caña (y ya es decir aquí…). Tempura melosa de verduras: sorprendente turgencia que ni la salsa brava rompe. Composición herética, a fe, pero deliciosamente pecaminosa. Empanadilla al vapor rellena de gamba al ajillo, y el canalleo ya es total. Caña. Intención indisimulada. Gamberrismo acentuado, emociones callejeras… Mira, mira: gofre de patata con steak tartare y mayonesa de anchoas. El colmo del sueño enloquecido de un vegano, tío. Pura pornografía. Desfachatez descomunal. Risotadas pero desde la reflexión (Ricard Camarena, ¿eh?). Fuera tabús… Bocata al vapor de pato Pekín, taco de cochinita pibil… Sin fondo, amigos… Y todavía César Tovar, el cocinero, me desafía con los postres… Y valen la pena. La tarta especial de manzana –crema y sorbete de manzana entre finas láminas de manzana- es en sí misma una fiesta completa, y una demostración palmaria de las artes refinadas de Ricard, ¿vale? El final final, empero, es una vuelta al callejón: rufianesco corte Ferrero Rocher.

 

Epílogo: la nueva Vaquería de María José y Pitu

Sebas, Pitu y María José ren La Vaquería
Sebas, Pitu y María José ren La Vaquería.

Nada que ver con la de antes. Mediterráneo puro rebosando buen rollo. Cocina nueva, nuevo jardín. Comedores amplios. Paredes en trompe l’oeil fotográfico. La nueva Vaquería. Con Sebas en las máquinas, claro. Brasas ilustradas. Y esos chuletones míticos. Un soplo de autenticidad e intensidad a la brisa de la noche de Campello, junto a Alicante. Huertos propios en la zona, en el campo de golf, la nueva iniciativa de María José (además de corral). De ahí estos puerros a la brasa, estos tomates “cor de bou” que no han tocado frío (todo directo del golf). Y golferías gourmand: tortilla de “seques” cubierta de panceta Joselito, así mismo. O las setas a la brasa con la misma panceta. Guisantes con huevo poché. Y la gran dama, el auténtico turning point de la nueva Vaquería: la langosta. De la zona, dulce, turgente, ubérrima. Algo que empezó como un capricho y que ahora es fervor. La langosta. A la brasa (milagroso punto de cocción)… Orgía nocturna sin freno: comemos sus carnes golosas, absorbemos su cabeza profunda, rebañamos sus patas hasta el infinito… Luego, ahítos del prodigio, nos deslizamos en una conversación indolente acompañada de cerezas, melón, sandía y hasta un plátano asado con crunch de dulce de leche y helado de vainilla…

La langosta (La Vaquería)
La langosta (La Vaquería).

Y entonces sabemos que esa noche no acabará jamás…