El combinado número cinco

La memoria del sabor

Cuarenta años después, el plato combinado vuelve a los restaurantes. En los 80 era patrimonio de las cafeterías de medio pelo y otros locales sin alma; en los restaurantes, las casas de comidas, las tascas, las tabernas y los bares se guisaba cada día. El plato combinado era la negación de la cocina en sí misma.

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El plato combinado del lunes es un arroz unicapa cocinado en paella que sirven cubierto con un chuletón de vaca fileteado; visto de otro modo, un chuletón con guarnición. Los martes toca otro arroz, hoy con dos capas de granos, adornado con alitas de pollo marinadas. El del miércoles cambia la paella por la lata rectangular que lanzó Kiko Moya desde L’Escaleta, lo guisan en caldo de verduras y viene adornado con embutidos laminados y verduras a la sartén. El jueves volamos a Lima, buscando el plato estrella de un comedor sobrevalorado. Prefieren el arroz en sartén y lo sirven con una cobertura de pato: confit de lata, un magret fileteado y descaradamente tieso, escalope de foie-gras (mediocre) y huevo de pato a la plancha. Nada está en su punto, pero lleva años en el centro de la carta. La coincidencia es total: los cuatro platos combinados eliminan el papel protagonista del arroz para convertirlo en compañero de viaje, cuando no en guarnición.

Cuarenta años después, el plato combinado vuelve a los restaurantes. En los 80 era patrimonio de las cafeterías de medio pelo y otros locales sin alma; en los restaurantes, las casas de comidas, las tascas, las tabernas y los bares se guisaba cada día. El plato combinado era la negación de la cocina en sí misma, la consagración del ensamblaje culinario que tantos cocineros actuales aplican con fidelidad religiosa; ningún compañero de viaje guarda relación con los demás, pero juntos quedan monos para la foto. Las posibles combinaciones se exhibían fotografiadas y numeradas sobre la barra: facilitaban la elección y aligeraban el servicio. El número tres podía tener dos filetes rusos, ensaladilla (también rusa), croquetas y patatas fritas, y el siete, pongamos por caso, pescadilla frita, ensalada mixta, una empanadilla y más patatas fritas. Una base barata de proteína animal y mucho hidrato de carbono, construyendo un llena panzas rápido y económico. Los arroces no eran parte de la historia, más allá del número cinco: arroz con tomate, dos huevos fritos, un par de salchichas de Frankfurt y las eternas papas fritas, siempre de confianza, que parecían llevar en la cocina desde que se inauguró el negocio.

Veo el arroz con chuletón en Instagram -nunca lo pediría- y me pregunto qué se come primero, ¿el arroz o el chuletón? Si aguanto la carne, llegará lastimada por el calor del guiso que lo soporta. Si relego el arroz, es muy posible que se pase, a no ser que sea un bomba -el preferido por los partidarios del camino fácil- o uno de esos arroces envejecidos, siempre plasticosos, que soportan un incendio forestal sin terminar de cocer. También me pregunto cuando fue que dejamos de entender la naturaleza del arroz.

Según el mayor banco de germoplasma de arroz, instalado en Irri, Filipinas, hay más de 80.000 variedades, aunque otros estiran la cifra hasta 127.000. La inmensa mayoría se agrupan según la forma del grano y sus características, que responden siempre a las prácticas alimentarias de la zona de producción. En otro tiempo, las categorías se establecían dependiendo del tamaño y la forma del grano (largo, medio o semi largo y redondo o corto), o por el grado de transparencia (cristalinos y perlados), pero la línea básica de separación es la que distingue entre las dos grandes familias del arroz: índica y japónica.

Más allá de zonas de producción, tamaños o aspectos, lo realmente interesante es su comportamiento en la cocina. Buena parte del grano está compuesta por dos almidones, llamados amilosa y amilopectina, que pelean entre ellos. Cuando es rico en amilopectina, aumenta su capacidad para absorber líquidos, lo que ofrece altos niveles de humedad y lo convierte en un buen conductor del sabor, proporcionando cierta adherencia entre granos y poca firmeza. Si manda la amilosa, los granos resisten la entrada de humedad y quedan firmes y sueltos, aunque con muy poca capacidad para recoger sabores. Son los preferidos por las cocinas que tienen el arroz como cereal de referencia, cumpliendo el papel de compañero de viaje para los demás ingredientes de la comida. Asimila poca cantidad de agua y no se pasa; siempre está listo. En culturas como la mediterránea, el arroz se entiende como un ingrediente culinario, y deja de ser compañero de viaje (para eso está el pan) para protagonizar el guiso. Buscamos que se impregne con el líquido de la cocción, apropiándose de los sabores que incorpora, lo que permite establecer diferencias, a veces sutiles, entre preparaciones. No es lo mismo un arroz de langosta (cocinado en un caldo preparado con langosta, que aporte su sabor al grano) que un arroz con langosta, añadida con el arroz casi listo.

Cuando guisamos un arroz (en olla, paella, caldero o sartén), necesitamos arroces ricos en amilopectina. El problema es que cuanto más contengan, más tenemos que afinar el punto de cocción. La popularidad del bomba viene de que contiene menos amilopectina que otras variedades. Aguanta dos o tres minutos de más en la cocción sin que el grano se abra; a cambio absorbe menos sabor. Por el contrario, el senia/bahía asegura el máximo de sabor pero exige precisión casi milimétrica en el tiempo de cocción.

Después de entender el arroz, habría que repetir la tarea tanto con la paella (el recipiente) como con la paella (el guiso preparado en ella). Permitiría interpretar la cansina fiebre de las elaboraciones con una sola capa de arroz -no todo es socarrat en una paella- y descifrar ese extraño galimatías culinario, según el cual las paellas (el recipiente) son cada día más grandes y cada vez contienen menos arroz. Cuando se junten dieciséis en la mesa, necesitarán a los Galbis (es prehistoria, pero todavía hay referencias en Google) con su paella gigante, el camión grúa y 500 kilos de leña de naranjo.