El espresso que me acaban de servir está bueno. Es un blend de variedades arábiga llegadas de Kenia y Perú (Cajamarca) y ofrece una elegante acidez, sutiles aromas frutales y alguna punta floral. Lo sirven en un café de especialidad que acabo de conocer en Barcelona y viene a ser un lugar en el que seleccionan orígenes y variedades de calidad, trabajan, o deberían hacerlo, con cafés recién tostados y varían y cuidan los sistemas de elaboración: máquinas de espresso limpias y calibradas, y métodos alternativos, tipo aeropress, chemex, calita, prensa francesa o alguno más.
Son sistemas de infusión que acercan el café a terrenos cercanos o los del té, resaltando las virtudes y el carácter de la variedad. Cuando los hay, también desnudan los defectos que se acumulan en el proceso previo al tostado: cultivo, recolección, fermentado, secado y selección de granos.
Los cafés de calidad se exportan en verde, para que el tostado se haga lo más cerca posible del punto de venta y poco antes de que vaya a ser consumido. El drama del café es que pasados los primeros veinte días desde que fue tostado, empieza un declive progresivo. Ese deterioro se acelera vertiginosamente en cuanto ha sido molido, no importa como lo conserves.
La inmediatez es una necesidad en el universo de los cafés de calidad y la cercanía una ventaja, aunque hasta hace bien poco vino a ser más una paradoja que una circunstancia; los países productores no solían ser los que mejor café tomaban. La siguiente paradoja quiso que el paraíso cafetalero no estuviera en Etiopía, donde dicen que se domesticaron las primeras plantas, o, yo que sé, en Sudán, Yemen, Kenia, India, Costa Rica, Colombia, Jamaica, Perú o Panamá, que son países productores de renombre, sino en Italia, a 8000 kilómetros del cafetal más cercano.
El café siempre ha volado alto en Italia, aunque sea por razones circunstanciales: Europa consumía café -dicen que empujada por las andanzas del ejército otomano, aunque parece que la relación es más antigua-, Etiopía era colonia italiana, los puertos de Trieste y Génova concentraban la mayor parte del comercio cafetalero y los italianos abrieron la puerta a la siguiente pasión. Tuvo mucho que ver con la invención de la cafetera espresso (rápida) en 1901, obra del milanés Luigi Bezzara. ¿Ventajas? Se hacía en el momento, se consumía rápido (hasta que apareció el ristretto, el formato era de cuatro o cinco sorbos) y se pueden tomar varios sin sufrir taquicardia porque proporciona menos cafeína que las otras elaboraciones. No eran grandes cafés, pero se hicieron populares: nos salvaban del puchero y la afrenta de la recocción. Veintidós años después apareció la moka express, también conocida como cafetera italiana, y el cambio se instaló en casa.
Los cafés se hicieron populares desde Italia, lo que no significa necesariamente que los italianos consuman y vendan buen café, pero han tenido la habilidad necesaria para colonizar los países productores. En Lima o Bogotá se sirven más cafés de marcas italianas que peruanas o colombianas. El desconocimiento del mercado hace posible que un café peruano o colombiano, exportado a Italia, donde será mezclado con otros cafés -a veces de menor calidad, para equilibrar precios-, tostado, molido y envasado, vuelva en el contenedor de un barco a Perú o Colombia, donde se pondrá a la venta dos o tres meses después. No siempre es así, cada día con más frecuencia Suiza ocupa el lugar de Italia y los cafés toman el camino de vuelta dentro de una cápsula.
En los últimos quince años, los coffee roasters han recuperado el trabajo de las viejas tostadurías que poblaron las ciudades europeas a mitad de siglo, lanzando al mundo una cruzada en favor de una nueva idea de café, asentada en la exaltación de la calidad, la defensa del origen, el cuidado en los tratamientos y en algunos casos la puesta en valor del productor. El café que he encontrado en el Eixample barcelonés en mi última visita a la ciudad es uno de esos. Se agrupan bajo la etiqueta “café de especialidad” y se les nota más apegados a la tendencia (todavía no es moda) que al conocimiento.
Me intereso por la procedencia del café que me han servido y me traen una pequeña tarjeta indicando los orígenes del blend: Kenya y Cajamarca, en Perú. No indica la zona productora de Kenia, donde hay más de 250.000 caficultores y casi 300 cooperativas, pero tampoco importa tanto. La sorpresa llega cuando hablamos de los cafés de Cajamarca y me explica que emplean variedades crecidas por encima de 2000 metros. Le pregunto si está seguro (apenas hay cafetales en Cajamarca a esa altitud) y la respuesta me deja estupefacto: “claro, es un café arábiga y de especialidad; todos se cosechan por encima de 2000 metros”. Entiendo que el muchacho ha escuchado campanas y explica el café de oído, y le comento que en Perú hay pocos cafetales por encima de 2000 metros y que los más destacados están en Puno, al sur del país, el último punto de Sudamérica donde se cultiva esta planta. “Pues eso”, responde antes de que le cuente que entre ese Puno y su Cajamarca median 2150 kilómetros.
El jefe escucha desde la barra y decide intervenir: “Machu Pichu está a 2600 metros”, sentencia. En realidad, los restos de Machu Pichu apenas superan los 2400 metros y se lo digo mientras le explico que allí no se cultiva café. La historia tiene otra lectura. Perú aprobó hace poco una Indicación Geográfica Protegida bajo el nombre Machu Pichu-Huadquina, para consagrar -cosas del Perú- la marca (Machu Pichu), comercializada por una cooperativa (Huadquina) del distrito de Santa Teresa, en la provincia de La Convención (Cuzco), a 200 kilómetros de Machu Pichu, que está en la provincia de Urubamba. El café Machu Pichu se cultiva a unas horas por carretera del lugar sagrado de lo incas, en cuyos alrededores no crece una sola planta de café. En la barra también habían escuchado campanas, pero no tenían claro por donde sonaban. Intento explicárselo pero insiste: “los cafés de especialidad se cosechan siempre por encima de 2000 metros y son todos arábiga”. Las campanas tocan a rebato.
La altitud es, efectivamente, uno de los factores que pueden determinar la calidad de un café (la planta agradece, como lo hacen la vid y otras más, las oscilaciones térmicas entre el día y la noche), pero no es el único y tampoco es precisamente una ley exacta; las excepciones se me amontonan.
Solo una: los cafetales de Boquete, en Panamá, donde crecen algunos de los cafés de la variedad geisha, de origen etíope mejor valorados, que son también los más cotizados del mundo, suelen estar a unos 1600 o 1800 metros de altitud. El éxito no está solo en la altitud. También pesa, y no poco, la latitud, el suelo, el clima, el tipo de cultivo, la variedad (son muchas y muy diferentes) y la forma de cosechar. Todo eso, antes de llegar a la fermentación, el secado, el transporte y el almacenado. Un café de altura puede ser excelente, si está bien tratado, o patético, si lo han descuidado. Por otra parte, hay cafés de buena calidad cultivados a 700 metros de altitud, del mismo modo que también los hay, aunque no sean tantos, que no pertenecen a la familia de los arábiga sino a la de los robusta. Es el principio del relato que encierra una taza de café, un mundo que apenas estamos empezando a conocer.