Clientes y parroquia

Un Comino

Llevo unos meses encerrado en la capital del reino por razones que no necesito explicar. Cada uno hemos tenido, tenemos y parece que vamos a seguir teniendo una buena temporada en semi-libertad. Así que mi mirada exógena de vasquito en Madrid, de persona que entiende y mira el mundo que se abre más allá de la M-40, empieza a estar un poco distorsionada, se lo confieso y les pido disculpas.

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Por primera vez en más de medio siglo no he pasado la Nochebuena en mi pueblo. Quizás por ello en estos últimos cominos hablemos tanto del monotema pandémico y sus consecuencias sobre nuestro mundo. Solo a ratos sueltos, como la semana pasada, les llevo al campo abierto, al sabor de la perdiz y la becada, al olor a leña quemada. Por lo demás, vuelve la burra al trigo.

Por si fuera poco, cuando pensábamos que enfilábamos la última curva de esta penitencia, nos cae en los madriles la nevada más grande en los últimos 50 años. No se lo creerán, pero cientos de calles del centro, sitios finos, ya saben, siguen con diez centímetros de nieve –ahora ya hielo– seis días después de que se posara el último copo.

Se pueden imaginar el caos. Si ya se pasa mal aquí cuando llueve –porque los madrileños conducen regular en esas condiciones, supongo que por falta de hábito, porque más llueve en Vigo y el ratio de accidentes es mucho menor– imaginen con más nieve que en la estación de esquí de Albertville.

A cenar en plena nevada

Lo bueno para los hosteleros locales es que a la gente de esta ciudad le encanta la calle y sale, pase lo que pase, nieve lo que nieve, aunque se registren 50 piernas rotas por hora –dato real– en los servicios de Urgencias. Ya les gustaría a los restaurantistas de Barcelona… y a los de Bilbao, dicho sea de paso, que, según me cuentan, lo están pasando regular.

Almorzaba yo hace dos días en La Buena Vida, uno de mis sitios de cabecera al que solo llevo a los amigos, donde los animales y las verduras son tan sinceros como la mano que mece la sartén, cuando al preguntar al cocinero y copropietario, Carlos Torres, por el negocio, –ya saben, esa pregunta que se hace a los conocidos deseando que te diga que bien o regular, dados los tiempos que corren– me contestó que no podían quejarse y que estaban trabajando bien dadas las circunstancias. El sábado por la noche, con la mayor nevada en medio siglo en pleno poderío, dieron veinte cenas, lo cual está más que bien para un restaurante familiar como el suyo.

Lo interesante del cuento vino segundos después. ¿Pero quién se anima a salir de su casa un sábado para una cena gastronómica en plena nevada histórica? Pues los clientes, la parroquia, la gente del barrio. Los mismos que llevan sosteniendo durante más de quince años, crisis del 2008 incluida, el proyecto vital y culinario de una pareja –él en la cocina y Elisa, su mujer, en la sala– que ama la vida del restaurante y que un día abandonó sus profesiones para dar de comer bien a sus vecinos.

Tras despedirme me calcé el gorro nuevo con borla y me lancé al hielo como Jeremiah Johnson, sin poder dejar de pensar en aquella imagen de la nieve cayendo como si no hubiera un mañana y los comensales llegando cadenciosamente a la mesita reservada en su restaurante favorito para meterse una raya a la mantequilla negra o unos níscalos guisados. Ese sí que es el seguro de vida de un restaurante, pensé, la parroquia, la gran familia, esa troupe itinerante que regresa un par de veces al año, o todas las semanas, pero que independientemente de la frecuencia siente que no hay otro lugar en donde le vayan a tratar mejor.

No importa si el sitio está de moda o no –ahora su proyecto a base de producto de mucha calidad, sí lo está, pero hubo otros tiempos donde iban contracorriente–, es ese lugar que te llega a la primera página de tu google mental cada vez que piensas en ir a cenar, al que no te importaría ir tres veces por semana.

El buen trato

Y me doy cuenta de que en estos ‘digi-tiempos’ explicamos demasiado poco a los que ahora eligen la apertura de un restaurante como proyecto vital la importancia de construir relaciones sólidas con sus clientes, de labrarlas con los años, sin más herramientas que el buen trato –a mí me parece un concepto más íntimo que el de servicio– y la honestidad culinaria.

Cuando nieva fuerte, cuando el foco luminoso de la información cambia de objetivo o aparece un virus, los que siguen entrando por la puerta son los ilustres miembros de nuestra parroquia. Yo tengo siempre presente aquello que T. S. Eliot decía en los cuartetos por los que le concedieron el Nobel: «El tiempo solo se conquista con tiempo».