El cocido de Paco

La memoria del sabor

Lo primero que llega a la mesa es un plato con piparras en vinagre y junto a él otro con un mollete cortado al medio. El mollete no tiene pedigrí pero es canónico y aparece relleno de pringá, una de las mil versiones de la ropa vieja. Viene a ser un bucle en el tiempo culinario: comer los restos del cocido antes de comerse el cocido y permitir que haya restos. El día de la marmota trasladado al mantel. Una voltereta alimentaria con algo de rocambolesco y bastante fascinación. Lo normal es que la pringá venga a resolver las cosas al día siguiente: restos de carnes y chacinas desmigados, domesticados por un envuelto untuoso construido con la grasa del tocino. De un tiempo a esta parte, se adelanta al propio cocido anticipando de alguna manera la magnitud del resultado.

 

El mollete es una de los envoltorios preferidos para la pringá y una de las fórmulas que mejor exaltan el cocido. Los buscaba en un par de bares de Sevilla, cuando se viajaba echando el día en un coche. No fallaba casi nunca, aunque tenía y tiene su aquel. Es un bocadillo superlativo: pan mínimo y crujiente, contenido graso, texturas, calidez, sabor, cercanía… El resultado se juega en el equilibrio entre contenido y envoltorio. El de hoy está bien calibrado. Acabo el primer bocado sonriendo, añado una piparra y cambio el giro de la historia. Le da frescor y alegra el momento.

 

He disfrutado de otras secuelas parecidas, convertidas en precuela por la voracidad del comensal de nuestro tiempo o la exhibición pública que entraña una parte del hecho culinario. Otros especialistas del cocido siguen el camino del mollete cambiando la forma para resumirlo, por ejemplo, en una croqueta de ropa vieja, pringá, o escudella i carn d’olla. Llámele como prefiera, que viene a ser lo mismo.

 

Rafael Carrillo padre recogía una vieja receta de la sierra cordobesa en El Churrasco de Córdoba. La llamaba papas castreñas y seguía siendo un recurso para alargar el tiempo del cocido; la cocina de los pobres se crece mientras transforma el apaño en obra de arte culinaria. Cocían papas en el caldo del cocido, del que tomaban todo el sabor, y las machucaban al día siguiente mientras las mezclaban con cebolla cruda muy picada y minúsculos dados de tocino frito. Un chorro de aceite de oliva y había una comida. Rafael me las sirvió formando una pella sobre una tostada. Me gusta instalar esa tostada sobre un cuenco con caldo que sobró del mismo cocido para que empape el pan y lo integre en el plato.

 

Preparaciones de tiempo en el que la cocina no conocía el desperdicio, hasta el punto de ser el mejor argumento contra él. Todo se cocina, todo se reactiva, todo lo que sobra cobra vida después de volver a pasar por la cocina. ¿Qué tal si algunos cocineros cambian el discurso del desperdicio por el del aprovechamiento total y vuelven a cocinar?

 

El cocido siempre fue el centro de una fiesta, no importaba como fuera la casa donde se sirviera o la forma que adoptara. Unos festejaban la opulencia y el disparate y otros celebraban, directamente, la oportunidad de tener asegurada la victoria del día en esa guerra que afrontaban contra el fantasma del hambre. Hay quien proclama su condición de guiso democrático, aunque hay pocas cosas que igualen el cocido de Diego Granado y sus 23 servicios de carne (13 aves y ocho piezas de cerdo entre ellos), con el piri de los madrileños humildes y el puchero hirviendo en la calle (la corte cobraba impuesto por tener cocina). Si acaso, los garbanzos, la patata, la zanahoria, la col cuando era invierno (pasado el frío, desparecían coles, berzas y repollos), y el hueso o el trozo de tocino rancio que alumbraban ocasionalmente el puchero. Más que democrático, transversal, que no es lo mismo; un escaparate del abismo social.

 

La sopa llega en un cuenco hondo y profundo, construida con un caldo concentrado, sin aligerar, denso y oscuro, que promete justo lo que ofrece. Es la esencia del cocido. Está todo y no muestra nada: legumbres, hortalizas, carnes, chacinas, huesos, cortes nobles y otras piezas pendientes de un vuelco para revelar su encanto. Los fideos son medianos. Me sumerjo en ella como en un ejercicio de meditación, cucharada a cucharada, con la vista puesta en el fondo. No hay conversación posible. La sopa manda. Es el retrato fidedigno del cocido y por encima suyo del cocinero. Muestra la naturaleza del primero y la condición del trabajo del segundo. Por cierto ¿la sopa se come o se bebe? Podemos discutirlo.

 

Un cocido queda marcado por la sopa del primer vuelco. Las he tomado de todos los colores. El color de la sopa dice mucho sobre su naturaleza, es una postal del resultado. La de El Charolés, uno de los grandes cocidos de la cocina madrileña, es contundente y elegante; una de las mejores, preludio de un gran cocido. La de La Bola se me antojó deslavada y tibia, como si se hubiera quedado a medio camino. Hace muchos años decidí que había mejores visitas para emocionar al turista novato; a lo mejor ha cambiado. El de Lhardy también era elegante, variado y copioso, aunque sufría, y mucho, el deterioro del espacio. Me alegra saber que los García lo han recuperado; ese cocido no merecía un envoltorio tan descuidado.

 

En el cocido de Paco no hay relleno, o pelota, o como hayan decidido llamar esa otra versión de la pringá (menos evidente que la del mollete o las croquetas, como más comedida) encerrada en una bola de miga de pan condimentada que se reboza y se fríe antes de llevarla al puchero para dejarla hervir. No la recuerdo en los últimos cocidos. La pelota es un recurso de casa acomodada, un giro de cocina burguesa.

 

En los cocidos del bar, de la olla a presión pitando toda la mañana en el fuego detrás de la barra, lo de las carnes era simple y controlado: un trozo de morcillo, a veces falda, otro de pollo, un poco de chorizo y un pella de tocino.

En Ponzano, el bar, taberna ilustrada, restaurante de Paco García, sirven de una vez  los dos últimos vuelcos del cocido. La fuente de los garbanzos, la col, la patata y la zanahoria a un lado, la de las carnes al otro. Junto a ellas, una salsera con tomate frito condimentado con comino. No sé de donde viene el gusto madrileño por el comino, pero ahí está, ilustrando alguno de sus platos. Tomás Herranz lo incorporaba a su versión del gazpacho y un par de preparaciones que servía en el bar informal que abrió a la vuelta de El Cenador del Prado. Le decían Tapas Bar, pero no era ese el nombre.

 

Llegados a este punto, me gusta proceder con orden. Garbanzos y col -la patata y la zanahoria me interesan menos; ocupan el lugar que prefiero reservar para untar el tocino con un trozo de pan- con aceite de oliva virgen extra y una punta de sal, y luego las carnes. La fuente viene hoy bien servida: zancarrón de vaca, oreja y morro de cerdo, chorizo asturiano, morcilla de puerro, tocino salado y tocino fresco. Mezclo la carne con un poco de salsa de tomate. Me trae el recuerdo del cocido de mi casa, cada lunes del año mientras la temperatura aguantara. La morcilla de puerro es suave y familiar y el chorizo asturiano agreste y estimulante. Acabo como he empezado, aplastando el tocino con una pella de pan. El último bocado es casi el primero: otro bocadillo de pringá.

 

Me gusta el Ponzano. Seguro que no fue el primer restaurante o la primera taberna de la calle Ponzano, pero Paco le dio a su bar el nombre de la calle. Lo frecuento cuando vuelvo a Madrid y tengo bien aprendido que los miércoles hay cocido. Me dicen que empiezan a repetirlo los viernes. El precio no ha cambiado: 18 €; 22 si lo pides por encargo. El suyo es un cocido de bar. Se sirve en el restaurante que tiene más abajo, pero prefiero tomarlo en una de las mesas que hay frente a la barra. Es lo suyo.